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sábado, 5 de noviembre de 2011

ALEPH: La democracia como ficción

 
Carolina Escobar Sarti
Una democracia que me pone enfrente, como única opción, dos candidatos como los que ahora compiten por la Presidencia en Guatemala, no puede ser otra cosa que una ficción, una ilusión o un discurso. Algo así como una mala jugada del destino. Lo que estamos viviendo en estas elecciones solo tiene de democrático el mecanismo del voto, útil ahora para seguir escribiendo esta leyenda negra inscrita en un mito mayor llamado Guatemala. A lo mejor aquí la democracia no existe porque el país no existe; a lo mejor este país es un invento.

Yo concibo a un país como el territorio donde sus habitantes pueden educarse, hablar, caminar, atender su salud, recrearse, sentirse protegidos, seguros, sin miedo y en libertad; no veo a un país como un montón de fragmentos inscritos en una cultura de discriminación, expropiación y violencia secular. Si es cierto que este Nuevo Mundo no fue descubierto sino inventado por un Viejo Mundo cansado de la prisión medieval, que buscaba redimirse y reinventarse en otras tierras, como dice Edmundo O’ Gorman, lo que cabría preguntarnos es si hemos sido capaces de hacer nacer un país o si solo hemos dejado que otros nos inventaran y sigan inventándonos. Como sea, una etapa de la pesadilla está por terminar, para dar paso a otra.

Si queremos democracia de verdad, hay que participar todo el tiempo como ciudadanía de verdad, y no solo votar. Lo que hoy interesa, particularmente, es volver la mirada sobre los temas verdaderamente urgentes para Guatemala, en caso de que tanta enajenación nos haya dejado paralizados después de esta obscena campaña electoral. Temas como la reforma fiscal, la famosa Ley de Alianzas público-privadas —con todo y su Comisión recién instalada—, la higiene que precisamos en el sistema de justicia guatemalteco, la concesión de licencias de exploración y explotación minera, la ley de desarrollo rural y los desalojos, por ejemplo, necesitan de la mirada urgente y fiscalizadora de aquella que Gramsci llamó Sociedad Civil. Sabemos que lo que un gobierno quiere lograr lo hace o deja de hacer en el primer año y medio de gestión, porque después las cosas se complican, así que la variable tiempo es aquí determinante.

Viene bien recordar que, luego del gobierno privatizador de Álvaro Arzú, el Estado guatemalteco quedó anoréxico, lo cual sirvió bien a quienes tenían toda la intención de secuestrarlo, sustituirlo o subordinarlo —léase poderes fácticos lícitos e ilícitos—. En ese contexto y hasta hoy, la sociedad civil fue asumiendo responsabilidades que corresponden, esencial y primordialmente, a las instituciones del Estado. Y aunque creo que la sociedad civil debe constituirse en un ente vigilante y fiscalizador de sus gobiernos, no debe sustituirlos. Un ejemplo de ello lo tenemos en los cuestionados comités de seguridad ciudadana instituidos en distintas poblaciones del interior, cuyos integrantes, en algunos casos, han llegado ahora hasta a matar arbitraria e impunemente a batazo limpio, cubriéndose el rostro, en vergonzosos ejercicios de limpieza social. Tal como sucedió en Colombia, estos grupos terminan constituyéndose en grupos criminales paralelos, difíciles de contener. Por su parte, hay un par de sectores de la sociedad civil que han subordinado a los gobiernos para que las fuerzas de seguridad del Estado cuiden “sus” territorios, incluso cuando estos no les pertenecen, como en el caso Polochic. Podemos hablar también de narcocracias llenando los vacíos de un Estado que fuera adelgazado a su máxima expresión.

La democracia guatemalteca está por hacerse, mucho más allá del voto, porque, como diría Deleuze, “hay que definir una ciudadanía no solo como acceso a los documentos sino también —y junto a ellos— una dignidad de la vida que involucra formas de lucha muy fuertes contra la precariedad (…) la vida es reconsiderada según una nueva dignidad política y social y, por lo tanto, estas luchas se niegan a que la vida sea reducida a una pura sobrevivencia o a una categoría biológica. Y esto, a la vez, supone definir una ciudadanía que ya no esté ligada al Estado-nación, sino que sea incondicionada y universal”.

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