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miércoles, 5 de noviembre de 2014

Chile está enfermo de dictadura



Punto Final


Después de cuarenta años, tímidamente, se abre la esperanza de justicia para quienes fueron torturados por un sujeto que solo por lo enfermo que está el país, llegó a ser alcalde de una de las más importantes comunas de Chile. Numerosos testigos y víctimas han acusado por largos años las andanzas del ex coronel. Y recién hoy los tribunales evalúan la certeza jurídica de que efectivamente el ex alcalde de Providencia sea un criminal que merece cárcel.Castigar a un ser humano rendido, atado, aterrado, utilizando técnicas de sufrimiento propias de la más cruel barbarie, jamás ha podido señalarse como justo o necesario o como un proceder basado en el honor militar. Abusar de un supuesto enemigo de una manera cruel y aberrante, como lo hizo un contingente increíble de uniformados, no puede sino ser razón suficiente para que el baldón de la cobardía los defina.
Miles de compatriotas entre asesinados, desaparecidos y torturados es el saldo de los traidores y cobardes, entregados en cuerpo y alma a la más nefasta y miserable de las ultraderechas del mundo.
Desde entonces, Chile quedó enfermo de dictadura. Solo así se puede explicar que dirigentes políticos solidaricen abiertamente con un torturador y no pase nada. Que una aberración como esta se entienda como propia del juego normal de la democracia comprueba que nada puede estar bien en esta sociedad.
Los resabios culturales de la dictadura han tenido una continuidad que lentamente ha sido aceptada como normal. Una cobardía de rasgos distintos frente al torturador clásico, pero cobardía al fin, permitió la inmoralidad de blanquear mucho de lo hecho por el tirano, la mayoría de sus sicarios y sus más importantes funcionarios.
En Chile campea la esencia de la dictadura, aunque por otros medios. La prohibición, la represión, el miedo, la ocupación militar, el castigo, el espionaje, la amenaza contra todo el que oponga una opinión diferente, se ha instalado como una conducta normal.
A casi nadie espanta ver en la televisión a sujetos que deberían estar purgando largas condenas en la cárcel, y que, sin embargo, son destacados referentes de sectores que animan la vida política del país. Esa misma en que de vez en cuando estallan como una purulencia los negocios oscuros, los arreglos fraudulentos, las componendas que buscan equilibrar las desvergüenzas de unos y de otros, sin que una ola de indignación diga lo suyo.
Los frutos del sistema político son una tragedia cotidiana, cuyos efectos caen sobre una mayoría que ha sido convencida que solo este orden es posible y que los efectos sobre sus vidas son inevitables tanto como soportables.
Solo un país enfermo que ha degradado a niveles alarmantes su autorrespeto puede permitirse anomalías que resultan tan naturales, y que forman parte del diario vivir de millones sin que esas mayorías expresen lo que debería ser una comprensible y necesaria bronca.
La población se ha vuelto temerosa del más mínimo cambio, vulnerable a los miedos que mantienen latentes los políticos en sus discursos por la vía de convencerlos que de nada vale intentar algo diferente.
Políticos de pasado izquierdista, ahora parte del sistema, han derivado también en huestes rendidas ante quienes subyugaron al país de la manera más aviesa y perversa, y han devenido en amigos y cofrades que comparten el mismo tándem. La diferencia entre unos y otros reside en las explicaciones que se dan para justificarlo todo.
Resulta evidente que los rebrotes de la dictadura se niegan a morir y han tomado un ritmo vertiginoso en el último tiempo. La oleada conservadora hace esfuerzos por perpetuar un orden que desprecia a la gente.
Todos estos años la pregunta, con variaciones de estilo o de énfasis, ha sido ¿por qué es posible el triunfo de los cobardes y los que reniegan, mientras que la gente decente no hace otra cosa que mirar desde la vereda de enfrente? Y ¿por qué ni siquiera los más bravos de los tiempos duros han sido capaces de hacer algo más que mantenerse en la reconvención eterna de derrotas y fracasos añejos?

Publicado en “Punto Final”, edición Nº 816, 31 de octubre, 2014
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