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viernes, 21 de noviembre de 2014

La persecución de Julian Assange


La farsa del asedio de Knightsbridge
johnpilger.com

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.


El asedio de Knightsbridge es una farsa. Desde hace dos años, la exagerada y costosa presencia de la policía rodeando la embajada ecuatoriana en Londres no ha servido más que para hacer ostentación del poder del Estado. Su presa es un australiano acusado de ningún delito, un refugiado de una repugnante injusticia cuya única seguridad es el albergue que le ha dado un valiente país sudamericano. Su verdadero crimen es haber iniciado una oleada de revelación de verdades en una era de mentiras, cinismo y guerra. 

La persecución a Julian Assange debe terminar. Incluso el gobierno británico cree claramente que debe terminar. El 28 de octubre, el viceministro de asuntos exteriores, Hugo Swire, dijo en el Parlamento que la fiscal sueca “sería bienvenida” en Londres y que “se le facilitaría absolutamente todo”. El tono era de impaciencia.

La fiscal sueca, Marianne Ny, ha rechazado venir a Londres para interrogar a Assange sobre su presunta conducta sexual inapropiada en Estocolmo en 2010, aunque la ley sueca lo permite y el procedimiento es rutinario tanto en Suecia como el Reino Unido. La evidencia de amenaza a la vida y libertad de Assange por parte de EEUU –en caso de que salga de la embajada- es abrumadora. El 14 de mayo de este año, los expedientes judiciales de EEUU revelaron que se había “puesto en marcha” una “investigación multifacética” contra Assange.

Ny nunca ha explicado adecuadamente por qué no viene a Londres, tampoco las autoridades suecas han explicado nunca por qué se niegan a dar a Assange la garantía de que no van a extraditarle a EEUU en virtud de un acuerdo secreto establecido entre Estocolmo y Washington. En diciembre de 2010, el Independent revelaba que los dos gobiernos habían hablado de su extradición a EEUU antes de que se emitiera la Orden Europea de Detención (OED).

Quizá el hecho pueda explicarse considerando que Suecia, en contra de su reputación como bastión liberal, se ha acercado tanto a Washington que ha permitido hasta “entregas extraordinarias” secretas de la CIA, incluyendo la deportación ilegal de refugiados. La entrega extraordinaria y posterior tortura de dos refugiados políticos egipcios en 2001 fue condenada por el Comité de las Naciones Unidas Contra la Tortura, Amnistía Internacional y Human Rights Watch; la complicidad y duplicidad del Estado sueco aparecen documentadas en exitosos litigios civiles y en los cables de WikiLeaks. En el verano de 2010, Assange había estado en Suecia para hablar de las revelaciones de WikiLeaks sobre la guerra de Afganistán, en la cual Suecia tenía soldados bajo el mando de EEUU.

Los estadounidenses están persiguiendo a Assange porque WikiLeaks expuso sus épicos crímenes en Afganistán e Iraq: la matanza al por mayor de decenas de miles de civiles que habían tratado de ocultar; y su desprecio por la soberanía y el derecho internacional, como demostraban vívidamente sus cables diplomáticos filtrados.

Por su parte, al revelar cómo los soldados estadounidenses asesinaban a civiles afganos e iraquíes, el heroico soldado Bradley (ahora Chelsea) Manning obtuvo una sentencia de 35 años de reclusión tras soportar más de mil días en unas condiciones que, según el Relator Especial de la ONU, implicaban tortura.

Pocas dudas hay de que a Assange le espera un destino similar si EEUU le pone las manos encima. Las amenazas de captura y asesinato se han convertido en la moneda corriente de los extremistas políticos en EEUU tras la disparatada calumnia del vicepresidente Joe Biden de que Assange era un “ciberterrorista”. Cualquiera que dude del tipo de dureza que puede esperar no tiene más que recordar al aterrizaje forzado del avión del presidente bolivariano del pasado año, cuando creyeron equivocadamente que en él iba Edward Snowden.

Según los documentos publicados por Snowden, Assange ocupa uno de los lugares más altos en la “lista de la cacería”. La oferta de Washington para atraparle, según se expone en algunos cables diplomáticos australianos, “no tiene precedente en escala y naturaleza”. En Alexandria, Virginia, un gran jurado secreto se ha pasado cuatro años tratando de inventar un delito por el que procesar a Assange. Pero no es fácil. La Primera Enmienda de la Constitución de EEUU protege a editores, periodistas y denunciantes. Barack Obama, como candidato presidencial en 2008, elogió a los denunciantes de conciencia como “parte de una democracia sana y a los que hay que proteger de represalias”. Sin embargo, bajo la presidencia de Obama han sido procesados más denunciantes que bajo el resto de presidentes estadounidenses juntos. Incluso antes de que se anunciara el veredicto del juicio de Chelsea Manning, Obama había declarado culpable al denunciante.

“Los documentos publicados por WikiLeaks desde que Assange se trasladó a Inglaterra”, escribía Al Burke, editor de la página online Nordic News Network, toda una autoridad en los múltiples giros y peligros a que se enfrenta Assange, “indican claramente que Suecia se ha sometido constantemente ante las presiones de EEUU en materias relativas a los derechos civiles. Hay muchas razones para creer que si Assange pasa a ser custodiado por las autoridades suecas, estas podrían entregarle a EEUU sin la debida consideración a sus derechos legales”.

Hay indicios de que el público y la comunidad jurídica suecos no apoyan la intransigencia de la fiscal Marianne Ny. La prensa sueca, en otro tiempo implacablemente hostil con Assange, ha publicado titulares como “¡Por el amor de Dios, vete ya a Londres!”.

¿Por qué no quiere ir? Y más en concreto, ¿por qué no permite que los tribunales suecos accedan a los cientos de mensajes SMS que la policía extrajo del teléfono de una de las dos mujeres implicadas en las acusaciones de conducta sexual inapropiada? Ny dice que no está obligada legalmente a hacerlo hasta que haya una acusación formal y haya interrogado a Assange. Entonces, ¿por qué no le interroga?

Esta semana, el Tribunal de Apelación sueco decidirá si ordena a Ny que entregue los mensajes SMS; o si el asunto irá al Tribunal Supremo y al Tribunal Europeo de Justicia. Siguiendo con la farsa, a los abogados suecos de Assange se les permitió sólo “revisar” los mensajes SMS, que tuvieron que memorizar.

Uno de los mensajes de una de las mujeres deja claro que no quería que se presentaran cargos contra Assange, “pero la policía no estaba dispuesta a rendirse”. Se quedó “conmocionada” cuando le arrestaron porque ella “sólo quería que se hiciera una prueba [VIH]”. “No quería acusarle de nada” y “fue la policía la que orquestó los cargos”. (En la declaración de un testigo, se la cita diciendo que se había sentido atropellada por la policía y otros”.)

Ninguna de las mujeres afirmó que Assange la hubiera violado. Así es, ambas han negado haber sido violadas y una de ellas lo ha manifestado en un tweet: “No me violó”. Resulta evidente que fueron manipuladas por la policía y que se ignoraron sus deseos, digan lo que digan sus abogados ahora. En verdad que son víctimas de una saga digna de Kafka.

En cuanto a Assange, su único juicio ha sido el enjuiciamiento en los medios de comunicación. El 20 de agosto de 2010, la policía sueca abrió una “investigación por violación” e inmediatamente –e ilegalmente- comunicó a los tabloides de Estocolmo que había una orden de arresto de Assange por la “violación de dos mujeres”. Esta fue la noticia que recorrió el mundo.

En Washington, un sonriente secretario de defensa, Robert Gates, dijo a los periodistas que el arresto “me parece una muy buena noticia”. Las cuentas de Twitter asociadas al Pentágono describían a Assange como “violador” y “fugitivo”.

Menos de veinticuatro horas después, la Fiscal Jefe de Estocolmo, Eva Finne, asumió la investigación. No malgastó tiempo en cancelar la orden de arresto diciendo: “No creo que haya ninguna razón para sospechar que cometió violación”. Cuatro días más tarde, desestimó también la investigación por violación diciendo: “No hay sospecha alguna de delito alguno”. Caso cerrado.

A continuación entra en acción Claes Borgstrom, un político de alto perfil del Partido Socialdemócrata que entonces era candidato en unas inminentes elecciones generales en Suecia. A pocos días de que la fiscal jefe hubiera desestimado el caso, Borgstrom, que es abogado, anunció a los medios que estaba representando a las dos mujeres y que había buscado otra fiscal en la ciudad de Gothenberg, que resultó ser Marianne Ny, a quien Borgstrom conocía bien porque también estaba involucrada con los socialdemócratas.

El 30 de agosto, Assange acudió voluntariamente a una comisaría de Estocolmo y contestó a todas las preguntas que le hicieron. Entendió que ahí acababa todo. Pero dos días después, Ny anunció que iba a reabrir el caso. Un periodista sueco le preguntó a Borgstrom por qué estaba reiniciando el caso si ya se había desestimado, citando a una de las mujeres que había dicho que no la había violado. Él contestó: “Ah, pero ella no es abogado”. El abogado australiano de Assange, James Catlin, respondió: “¡Qué vergüenza, se van inventando todo sobre la marcha!”.

El día que Marianne Ny reactivó el caso, el jefe del servicio de la inteligencia militar de Suecia (“MUST”) denunció públicamente a WikiLeaks en un articulado titulado “WikiLeaks [es] una amenaza para nuestros soldados”. A Assange se le advirtió que los servicios de inteligencia estadounidense le habían dicho a sus homólogos suecos del SAP que los acuerdos para compartir inteligencia entre EEUU y Suecia iban a “clausurarse” si Suecia le ofrecía refugio.

Durante cinco semanas, Assange esperó en Suecia a que la nueva investigación siguiera su curso. El Guardian estaba entonces a punto de publicar los “Registros de la Guerra” de Iraq a partir de las revelaciones de WikiLeaks, que Assange tenía que supervisar. Su abogado en Estocolmo le preguntó a Ny si había alguna objeción a que saliera del país. Le dijo que era libre de marcharse.

Inexplicablemente, tan pronto como salió de Suecia –en el punto culminante del interés de los medios y del público en las revelaciones de WikiLeaks-, Ny emitió una Orden Europea de Detención (OED) y una “alerta roja” de la Interpol, normalmente utilizadas para terroristas y criminales peligrosos. Enviadas en cinco idiomas por todo el mundo, aseguraba el frenesí mediático.

Assange acudió a una comisaría en Londres, fue arrestado y pasó diez días en la prisión de Wandsworth, confinado en solitario. Liberado tras pagar una fianza de 340.000 libras, fue etiquetado electrónicamente, se le exigió que se presentara a diario ante la policía y se le puso bajo virtual arresto domiciliario mientras su caso empezaba el largo viaje hacia el Tribunal Supremo. Todavía no se le había acusado de ningún delito. Sus abogados repitieron su oferta para que Ny le interrogara en Londres, señalando que le había dado permiso para dejar Suecia. Sugirieron unas instalaciones especiales de Scotland Yard que se utilizaban para ese fin. Ella lo rechazó.

Katrin Axelsson y Lisa Longstaff de Mujeres Contra la Violación escribieron: “Las acusaciones contra Assange son una cortina de humo tras la cual un grupo de gobiernos están tratando de atacar a WikiLeaks por haber revelado audazmente a la gente sus planes secretos de guerra y ocupación con sus consiguientes violaciones, asesinatos y destrucción… A las autoridades les importa muy poco la violencia contra las mujeres que están manipulando a su antojo en las acusaciones de violación. Assange ha dejado claro que está dispuesto a que le interroguen las autoridades suecas, en Gran Bretaña o a través de Skype. ¿Por qué se niegan a dar este paso esencial para su investigación? ¿De qué tienen miedo?”.

Esta pregunta ha quedado sin respuesta mientras Ny desplegaba su OED, un producto draconiano de la “guerra contra el terror” supuestamente diseñado para atrapar terroristas y criminales organizados. La OED había abolido la obligación del Estado peticionario de proporcionar una prueba del delito. Cada mes se emiten más de mil OED; pero sólo unas pocas tienen algo que ver con potenciales acusaciones de “terrorismo”. La mayoría se emiten por delitos triviales, como demora en gastos bancarios y multas. Muchos de los extraditados se enfrentan a meses en prisión sin cargos. Ha habido una serie de fallos impactantes de la justicia con los que los jueces británicos se han mostrado muy críticos.

El caso Assange llegó finalmente al Tribunal Supremo británico en mayo de 2012. En un juicio motivado por la OED –cuyas rígidas exigencias habían dejado a los tribunales casi sin posibilidad de maniobra-, los jueces encontraron que los fiscales europeos podían emitir órdenes de extradición en el Reino Unido sin supervisión judicial alguna, incluso aunque el Parlamento tuviera otras intenciones. Dejaron claro que el gobierno Blair había “engañado” al Parlamento. El Tribunal apareció dividido, 5 contra 2, y, en consecuencia, dictaminaron contra Assange.

Sin embargo, el Presidente del Tribunal, Lord Phillips, cometió un error. Aplicó el Convenio de Viena sobre la interpretación de tratados, permitiendo que las prácticas estatales ignoraran la letra de la ley. Como señaló la abogada de Assange, Dinah Rose QC, esto no se aplicó a la OED.

El Tribunal Supremo sólo reconoció este error crucial cuando tuvo que abordar otra apelación contra la OED en noviembre del año pasado. El veredicto a Assange había sido un error pero ya no podía volverse atrás.

Las opciones de Assange eran precarias: extradición a un país que se había negado a decir si iba a enviarle o no a EEUU, o buscar lo que parecía ser su última oportunidad de refugio y seguridad. Apoyado por la mayoría de países latinoamericanos, el valiente gobierno de Ecuador le garantizó el estatuto de refugiado sobre la base de las pruebas documentadas y la asesoría legal de que se enfrentaba a la perspectiva de un castigo cruel y extraordinario en EEUU; que esta amenaza violaba sus derechos humanos básicos; y que su gobierno en Australia le había abandonado y conspiraba con Washington. El gobierno laborista de la primera ministra Julia Gillard incluso había amenazado con retirarle el pasaporte.

Gareth Peirce, la renombrada jurista de los derechos humanos que representa a Assange en Londres, escribió al entonces primer ministro australiano Kevin Rudd: “Dado el alcance de la discusión pública, con frecuencia sobre la base de asunciones completamente falsas… es muy difícil intentar mantener cualquier presunción de inocencia. El Sr. Assange tiene ahora colgando sobre él dos espadas de Damocles: la potencial extradición a dos jurisdicciones diferentes por dos supuestos y diferentes delitos, ninguno de los cuales es delito en su propio país, y el riesgo que corre su seguridad personal en circunstancias de alta carga política”.

Peirce no recibió respuesta hasta que no contactó con la Alta Comisión Australiana en Londres, que no contestó a ninguno de los puntos urgentes que planteaba. En una reunión que mantuve con ella, me contó que el Cónsul General australiano Ken Pascoe, hizo la sorprendente afirmación de que “sólo sabía lo que leía en los periódicos” sobre los detalles del caso.
Mientras tanto, la perspectiva del grotesco fallo de la justicia se ahogó con una campaña injuriosa contra el fundador de WikiLeaks. Los ataques, profundamente personales, mezquinos, feroces e inhumanos contra un hombre aún no acusado de delito alguno, aunque sometido a un trato que ni siquiera se le inflinge a un acusado que se enfrenta a extradición por la acusación de asesinar a su mujer. Que la amenaza de EEUU a Assange fuera una amenaza a todos los periodistas, a la libertad de expresión, fue algo que se perdió entre lo sórdido y lo ambicioso.
Se publicaron libros, se hicieron películas y se multiplicaron las apariciones en los medios a costa de WikiLeaks y de la suposición de que atacar a Assange era una presa legítima y demasiado pobre para iniciar demandas. La gente ha hecho dinero, a menudo mucho dinero, mientras WikiLeaks luchaba por sobrevivir. El editor del Guardian, Alan Rusbridger, llamó a las revelaciones de WikiLeaks, que su periódico publicó: “una de las primicias periodísticas de mayor impacto de los últimos treinta años”. Se convirtió en parte de su plan de marketing para aumentar el precio del periódico.

Sin que a Assange ni a WikiLeaks les llegara ni un penique, un libro, publicitado a bombo y platillo por el Guardian, acabó convirtiéndose en una lucrativa película de Hollywood. Los autores del libro, Luke Harding y David Leigh, describían gratuitamente a Assange como “personalidad dañada” e “insensible”. También revelaron la contraseña secreta que les había dado en confianza y que se había diseñado para proteger un archivo digital que contenía los cables de la embajada de EEUU. Con Assange ya atrapado en la embajada ecuatoriana, Harding, de pie entre la policía de fuera, se regodeaba en su blog diciendo que “Puede que Scotland Yard ría el último”.

La injusticia infligida a Assange es una de las razones por las que el Parlamento finalmente votará una reforma de la OED. El draconiano “vale todo” utilizado contra él podría no repetirse ahora; las acusaciones formuladas y el “interrogatorio” serían terrenos insuficientes para la extradición. “Su caso está totalmente ganado”, me dijo Gareth Pierce, “esos cambios en la ley significa que el Reino Unido reconoce ahora como correcto todo lo que hemos sostenido en su caso. Pero él no va a beneficiarse. Ni el Reino Unido ni Suecia cuestionan la nobleza del ofrecimiento del santuario de la embajada de Ecuador”.

El 18 de marzo de 2008 se anunció una guerra contra WikiLeaks y Julián Assange en un documento secreto del Pentágono preparado por la “Cyber Counterintelligence Assessment Branch” [Rama de Evaluaciones de la Cibercontrainteligencia]. En él se describía un detallado plan para destruir el sentimiento de “confianza” que es el “centro de gravedad” de WikiLeaks. Pensaban conseguirlo mediante amenazas de “denuncia y procesamiento penal”. Silenciar y criminalizar esta fuente excepcional de periodismo independiente era el objetivo, calumniar el método. No hay peor furia que la de un gran poder despechado.

Para ampliar información, puede consultarse:

John Pilger es un periodista, cineasta y escritor de origen australiano. Es autor, entre otros, del libro: “Freedom Next Time”. Sus documentales pueden verse de forma gratuita en su página web: http://www.johnpilger.com/

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