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martes, 16 de marzo de 2010

Lula en Israel
Editorial La Jornada...

La visita a Israel del presidente brasileño, Luis Inazio Lula da Silva –la primera de un jefe de Estado de esa nación sudamericana desde que el emperador Pedro II viajó a la vieja Tierra Santa, en la segunda mitad del siglo XIX–, ocurre en un momento en el que no hay a la vista un proceso de negociación para resolver el terrible y exasperante conflicto de Tel Aviv con sus vecinos palestinos ni un programa concreto para hacer realidad el derecho de éstos a un Estado propio. La impunidad, la inflexibilidad y la extremada violencia del régimen israelí han dado al traste con todas las tentativas emprendidas para lograr la convivencia pacífica entre un Estado judío y otro palestino, en el mapa del antiguo protectorado británico, y las expectativas que generó en la región la llegada de Barack Obama a la Presidencia de Estados Unidos se han visto frustradas por una caída del actual gobierno estadunidense en la tradicional complicidad de Washington con las políticas criminales de Israel: robo de territorios, saqueo de los recursos naturales palestinos, acciones de limpieza étnica, ataques masivos al conjunto de la población palestina y asesinatos selectivos de sus dirigentes, violaciones sistemáticas de los derechos humanos de las poblaciones de la Jerusalén oriental, Gaza y Cisjordania, y un permanente desprecio de la legalidad internacional y de las directrices de la ONU.

Si bien el propio embajador de Tel Aviv en Washington reconoce que la relación entre ambos gobiernos pasa por su peor crisis desde 1975, debido al empecinamiento israelí en construir nuevos asentamientos judíos en los territorios palestinos, es razonable suponer que tal crisis no pasará del terreno discursivo y que el gobierno de Obama, ante esa indignante transgresión de las demandas de la comunidad internacional, será fiel a las tradiciones de doble moral de la superpotencia y no irá más allá de las palabras de condena.

El propio régimen de Tel Aviv contribuye a ahondar su aislamiento internacional al tolerar la grosería del canciller Avigdor Lieberman, quien decidió ausentarse de todos los actos en los que participa el presidente brasileño. El resto de sus anfitriones han tenido incluso la poca delicadeza de exigirle un cambio en las relaciones entre Brasilia y Teherán, pese a que saben que el gobierno iraní es un socio fundamental para los brasileños.

En tales circunstancias, la presencia de Lula en Israel, por novedosa que resulte, difícilmente logrará el propósito de reactivar el diálogo entre el Estado hebreo y las dirigencias palestinas. A lo que puede verse, el régimen de Tel Aviv ha optado por atrincherarse en un fundamentalismo sionista ante el resto del mundo: el único actor internacional capaz de moverlo de esa postura sería el gobierno de Estados Unidos.

En la perspectiva de la situación regional, pues, el mandatario sudamericano sólo tuvo éxito en resistir las presiones de los gobernantes israelíes; en haberse mantenido firme en su decisión de visitar, en Ramallah, la tumba del líder histórico palestino, Yasser Arafat, sin hacer otro tanto con el sepulcro de Theodor Herzl –fundador del movimiento sionista– en Jerusalén, y en conservar en su agenda la visita que tiene programada a Teherán en mayo próximo. En el ámbito simbólico, estos pasos de Lula constituyen una inequívoca expresión de rechazo a las posturas belicistas, expansionistas e injerencistas de Tel Aviv.

Más allá de Medio Oriente, con este viaje y los próximos, el presidente brasileño se despide del cargo consolidando el papel de Brasil como potencia diplomática emergente con proyección mundial. Ese estatuto, ha de reconocerse, es uno de los logros más visibles de su mandato.

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