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jueves, 27 de junio de 2019

Nicaragua: entre la amnistía y el descontento

                        
Daniel Ortega puso en marcha una Ley de Amnistía que liberó a centenares de presos políticos. Sin embargo, la amnistía no nace de los diálogos con la oposición, sino que es fruto de una decisión unilateral que otorga impunidad a quienes reprimieron las masivas manifestaciones sociales en 2018. Ortega espera dividir a la oposición y evitar sanciones externas. Mientras tanto, la liberación de los presos políticos ha abierto una nueva etapa en la que los sectores contestatarios están volviendo a las calles con renovados bríos.
Después de más de cinco intentos abortados de diálogo entre las delegaciones de la oposición y el gobierno sandinista, Daniel Ortega dio cumplimiento unilateral a la más urgente demanda de quienes protagonizaron la rebelión que estalló en abril de 2018: la liberación de la mayoría de los presos políticos. Sin embargo, los centenares de personas que salieron de las cárceles, no obtuvieron su libertad como resultado de uno de los acuerdos del diálogo -que estableció su liberación en un plazo máximo de 90 días que vence el 18 de junio-, sino como implementación de una intempestiva Ley de Amnistía, presentada el viernes 7 de junio y aprobada con rapidez inusitada al día siguiente, cuando tuvo lugar la última excarcelación de prisioneros políticos.
Los activistas liberados brindaron declaraciones en los medios de comunicación. Narraron espeluznantes historias de torturas y maltrato, que incluyen quemaduras de genitales, envenenamiento, abuso sexual, amenazas de cortar en trozos a sus hijos y el asesinato a sangre fría de Eddy Montes, víctima aleatoria de las ráfagas de plomo que uno de los custodios lanzó a los reclusos. También aprovecharon para repudiar una Ley de Amnistía que implica la ratificación indirecta de la legitimidad de sus condenas –algunas, como las de tres miembros del Movimiento Campesino, de más de 200 años- y la preparación de una ruta hacia la impunidad para los grupos de paramilitares y policías que asesinaron a más de 300 personas durante las marchas cívicas y el desmantelamiento de las barricadas que pusieron al país en vilo por más de tres meses.
La amnistía llegó tras varias semanas de impasse en el diálogo. La Alianza Cívica, cuya delegación representa a varios sectores de la oposición, había abandonado las negociaciones alegando que el gobierno no estaba honrando los acuerdos. No es la misma Alianza Cívica que el 16 de mayo de 2018 se sentó a dialogar bajo la coordinación de la Conferencia Episcopal de Nicaragua. Es una Alianza Cívica cuya composición corresponde más a la estrategia de Ortega: sin la tutela de la Conferencia Episcopal, con la retirada delMovimiento Campesino, con débil presencia de las organizaciones estudiantiles -la mayoría de los líderes estaban en prisión o en el exilio- y con una redoblada presencia del empresariado, a quien Ortega juzgó dócil y maleable, habida cuenta de que la recuperación de la economía es un área sensible en la que sus intereses y los del gran capital se superponen. Pero ninguna Alianza Cívica que no quisiera enfrentar el repudio de un amplio sector de la ciudadanía iba a calzar en el plan de Ortega como el zapato a la Cenicienta.
El estilo recalcitrante de los negociadores orteguistas terminó desplazando a los elementos más tibios de la Alianza Cívica hacia una mayor firmeza en sus coincidencias con los sectores más antiorteguistas, generando una confluencia –si bien frágil y quizás efímera– entre opositores radicales y conciliadores bien avenidos a aceptar componendas. La izquierda opuesta al régimen, sea o no de raíces sandinistas, se ubica entre los radicales que aspiran a que la remoción de Ortega incluya un cambio de sistema político e inaugure una nueva era en el país.
Las razones que motivaron la amnistía son bastante claras. Destaca la necesidad imperiosa de sacudirse las sanciones ya aprobadas por el Congreso de Estados Unidos y las sanciones potenciales de la Unión Europea. Esas sanciones incluyen el veto de préstamos de los organismos multilaterales y la multiplicación de castigos individuales a altos jerarcas del régimen: anulación de visas, congelamiento de activos en Estados Unidos y la imposibilidad de hacer transferencias mediante bancos estadounidenses.
Ortega supone que al librarse de las sanciones conseguirá dar un golpe de timón en el rumbo de una economía que, a raíz de la represión, registra una caída cercana al 10% del PIB, un creciente desempleo, la reducción de más de la quinta parte de los cotizantes a la seguridad social y una fuga de más de la cuarta parte de los depósitos en el sistema financiero. Esta situación está teniendo un efecto devastador sobre las finanzas estatales y puede afectar la capacidad de sustentar el aparato represivo sobre cuyos fusiles se asienta el régimen.
La amnistía también busca recomponer el tablero político. Liberar a los presos arrebata a la oposición una bandera de lucha unificadora. Ortega necesita acallar una demanda nacional e internacional, pero quizás también calcula la posibilidad de dividir a una oposición a la que la represión dotó de un máximo común denominador. Desea sentar a la oposición nuevamente a la mesa del diálogo, esta vez sin uno de los mayores cohesionadores: la exigencia de la liberación de presos. La demanda de justicia y democracia persistirá. Pero es posible que Ortega suponga que la satisfacción de esa demanda puede tener muchas traducciones y que logrará desgastar a la oposición explotando el hecho de que segmentos ligados al Partido Liberal no tragan a segmentos de raíces sandinistas, profundizando las fisuras al interior del Movimiento Campesino y potenciando a la oposición que es funcional al régimen, la que no tuvo papel alguno en la rebelión ni quiso tenerlo.
Los significados de la amnistía son menos unidireccionales. En ese terreno se multiplican las preguntas y las señales ambivalentes. ¿Ortega se prepara para dejar el poder? La imposición de un «autoperdón» para los crímenes cometidos durante la sangrienta represión solo tiene sentido hacia el futuro. Por el momento, el control sobre la policía y el Poder Judicial son la mejor garantía de impunidad. ¿Es posible que en este momento considere la posibilidad de perder el poder y tome medidas? Tomar en serio esta posibilidad requiere piezas que faltan: un ultimátum de Estados Unidos, el estado de las finanzas estatales, el deterioro de los negocios de la cúpula del régimen, el crecimiento del pánico al interior de El Carmen –la residencia de los Ortega y su abultada prole de tres generaciones-, la percepción del repudio del que los hacen objeto incluso miembros de las élites con quienes antes se codeaban, los consejos procedentes de Cuba, la merma de la ayuda venezolana y un largo etcétera de incógnitas.
El motivo para aferrarse al poder sigue siendo válido: Ortega no puede dejarlo. No hay sitio más seguro para Ortega que Nicaragua ni situación más conveniente que seguir sosteniendo la batuta. Todos sus colegas del ALBA tienen regímenes inestables. Y otros gobernantes no lo pondrían a resguardo de un juicio por crímenes de lesa humanidad. Por otro lado, su salida implica el desmontaje de todo un sistema donde hay muchos implicados dentro y fuera del país. Tras las matanzas ocurridas entre abril y octubre de 2018, hay una especie de pacto tribal de sangre que comprometió a funcionarios estatales de todos los niveles. Son militantes sandinistas que no pueden dejar que el Comandante se vaya porque su salida los hundiría económicamente y los enfrentaría a la justicia. Todas esas voces claman que el Comandante se quede.
Sin embargo, la Ley de Amnistía apunta también en otra dirección: el destino de Nicaragua aparece ahora menos vinculado al del régimen de Maduro en Venezuela. Hasta poco antes de declarar la amnistía, Ortega estaba confiado en la ayuda venezolana y, sobre esa base, mantenía una posición de fuerza inflexible. La amnistía fue una señal de que cedió ante la presión internacional y así lo interpretaron miembros de su base social, que recibieron la noticia con amargura y reaccionaron con declaraciones furibundas y enorme profusión de memes que ofrecen balas a los excarcelados.
Tal vez para complacer a los fieros descontentos y enviar una señal de signo contrario la policía ha emprendido nuevas capturas y otro tipo de castigos, menos numerosos y ejecutados con más discreción. Irlanda Jerez –lideresa del mercado informal más grande del país y encarcelada por hacer un llamado a la desobediencia fiscal– no pudo ir a su casa al salir de la cárcel. Su vivienda fue invadida por paramilitares que la saquearon, robaron su pasaporte y golpearon a su esposo el día en que la amnistía entró en vigencia. Esa vivienda tiene una semana de estar ocupada y lo mismo ha ocurrido con otros negocios de la célebre activista. Un matrimonio amigo la fue a buscar a las puertas de La Esperanza, la cárcel de mujeres. Una semana después, orden judicial en mano, la policía decomisó el vehículo de esa pareja solidaria. Es posible que el tratamiento a Irlanda Jerez sea una especie de proyecto piloto, una muestra de cómo será la nueva etapa de la represión: más puntual, menos masiva, menos mediática, menos llamativa y aparatosa que acumular 700 presos políticos confinados en dos centros penales.
Ortega tiene que dar pasos más consistentes y sustanciales si quiere vender la idea de que, como reza la ley de amnistía y el discurso oficial, busca la paz y la reconciliación. La nueva ola represiva es una mala señal. Y aún quedan muchas tareas pendientes. No todas ni todos los presos fueron liberados. Las instalaciones y equipos de los medios de comunicación confiscados no han sido devueltos. La policía niega permisos a manifestaciones de la oposición y sigue intimidando y reprimiendo. Los grupos paramilitares siguen operando. La Dirección General de Aduanas sigue reteniendo en sus bodegas los insumos que medios escritos y otras empresas importan y son imprescindibles para su funcionamiento. Las condiciones restrictivas persisten y también la voluntad de someter.
No obstante, la liberación de los presos políticos ha abierto una nueva etapa en la que los sectores contestatarios están volviendo a las calles con renovados bríos. Los estudiosos de las pandillas solíamos decir: si la calle es la escuela, la cárcel es la universidad. Un semestre en prisión dio a los excarcelados una fortaleza y unas redes que los graduaron como rebeldes con causa. En ese contexto surgen las preguntas: ¿Es la Ley de Amnistía sólo un autoperdón? ¿O encubre un giro del régimen, muy a su pesar y el de sus bases? ¿Los recién graduados de rebeldes podrán explotar las oportunidades de este punto de inflexión? No podemos tomar la amnistía simplemente en su valor cosmético. Cabe sospechar que significa más que un autoperdón y puede tener más consecuencias de las que hasta el momento se visualizan.

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