MARCELO COLUSSI.
Dejamos de lado aquí la exacta precisión semántica de qué entender
por “izquierda”, sabiendo que allí nos encontramos con un muy amplio
abanico de expresiones, desde la socialdemocracia más conformista hasta
grupos radicales que levantan la lucha armada como vía, desde posiciones
favorables a la participación en las elecciones democráticas en los
marcos burgueses hasta variadas manifestaciones de contestación
antisistémica que, a su modo, abren críticas contra el capitalismo
(“progresismo” amplio: movimientos feministas, reivindicaciones
étnico-culturales, expresiones de la diversidad sexual, grupos
ecologistas). En un sentido muy general, todo eso es izquierda, en tanto
crítica al modelo hegemónico vigente.
Pues bien: desde la izquierda, cualquiera que ésta sea, es imperioso
reconocer que la derecha está ganando la lucha ideológica. ¡Y está
ganando agigantadamente! ¿Cómo es posible que poblaciones hundidas en la
miseria, violentadas, alejadas de los logros del desarrollo social que
trae el mundo moderno, opten por estar con su verdugo? ¿Cómo es posible
que una persona afrodescendiente vote a favor de un blanco racista?
¿Quién puede explicar casos como la llegada a la presidencia de un
Mauricio Macri en Argentina, o un Jair Bolsonaro en Brasil? El “fracaso
del «progresismo», en Brasil como en otros países, abre grandes las
puertas a gobiernos ultraconservadores y fascistoides que aprovechan la
frustración y la desesperanza de la gente, deslumbrada y enceguecida por
las promesas brutales de un gobierno «fuerte» que resolverá todos los
problemas”, apunta el analista Alejandro Teitelbaum. Algo parecido
sucedió en Argentina con el actual presidente, un neoliberal
multimillonario admirador de la dictadura. La explicación arriba citada
no se equivoca: las grandes masas aturdidas, asustadas, desesperadas,
buscan salidas mesiánicas. Ese es el principio de las religiones. Y
también del nazi-fascismo.
Fenómenos así se repiten con mucha frecuencia: triunfo de un racista
xenófobo, machista y homofóbico como Donald Trump en Estados Unidos, una
derecha anti-inmigración de corte neofascista que va ganando posiciones
en Europa, poblaciones atemorizadas que votan por opciones de “mano
dura” en distintos países, británicos que apoyan el Brexit para salirse
de la Unión Europea –como respuesta racista– o candidatos con posiciones
de ultraderecha visceral que ganan elecciones apelando a mensajes
religioso-apocalípticos. ¿Cómo entenderlo? ¿Síndrome de Estocolmo? Quizá
la explicación psicológica no termina de dar cuenta de la complejidad
del fenómeno.
Lo dicho por Teitelbaum es sumamente coherente. Lo cual nos lleva a
profundizar preguntas que se hacía Edgar Borges, y que hago mías aquí: “¿Son
estos sujetos ultraderechistas marcianos que ganan elecciones en la
Tierra, o son interpretaciones de lo que piensa una mayoría?” (manipulada y asustada, deberíamos agregar), “¿Acaso
el avance mundial de la ultraderecha no se debe a que la izquierda,
desde los años 80, quedó desubicada de la actual metamorfosis del
capitalismo?”
Todo ello nos plantea dos ámbitos: 1) la derecha está manejando con
mucha solvencia la lucha ideológica, y 2) la izquierda no tiene claro su
rumbo. Ambas cuestiones son básicas, se interpenetran e interactúan.
La derecha está manejando con mucha solvencia la lucha ideológica
También al decir “derecha” tenemos un campo muy amplio de opciones
político-culturales. Son de derecha, pro-capitalista, tanto la
socialdemocracia nórdica como los halcones belicistas de Estados Unidos,
los empresarios industriales como aquellos que medran (mafiosamente)
con la especulación financiera, el Opus Dei como sectores modernizantes
que pueden permitirse, por ejemplo, el matrimonio homosexual mientras no
se toquen los resortes económicos básicos. Pero a todas estas
expresiones une algo en común: defienden a muerte la propiedad privada,
“su” propiedad privada. Ser de derecha, en definitiva, es eso: tener
algo que perder. Los trabajadores, siguiendo el Manifiesto Comunista de
1848, “no tienen nada que perder, más que sus cadenas”.
Suele decirse que es un inveterado vicio de la izquierda estar
fragmentada y desunida. Gran verdad, por cierto. Pero no lo es menos
para la derecha. Acaso las guerras –donde ponen el cuerpo los pobres del
mundo, no olvidar– ¿no son una expresión de las luchas mortales entre
los grupos de poder? ¿No hay lucha entre distintas facciones de poder
político de derecha dentro de los países? Lo remarcable es que, ante la
posibilidad de un cambio real en la propiedad privada de los medios de
producción, la derecha se une. Como clase sabe claramente, y no lo
olvida ni por un instante, que su enemigo mortal es la clase trabajadora
(proletariado urbano, obreros agrícolas, pobrerío en sentido amplio
–“pobretariado”, para utilizar la correcta caracterización que realiza
Frei Betto–). Ante la más mínima muestra de protesta y posibilidad de
cambio real en lo social, la derecha, cualquiera sea ella, reacciona. Y
reacciona cerrando filas, impidiendo los cambios justamente.
Derecha e izquierda, como grandes polos de la sociedad humana, están
continuamente enfrentadas, en guerra mortal, tratando por todos los
medios de derrotar al enemigo. No hay ninguna duda que la derecha (el
sistema capitalista) tiene mucha ventaja en esta guerra. Siglos de
acumulación le permiten disponer de toda la riqueza, saber, fuerza
bruta, mañas y demás ingredientes para perpetuar su situación de
privilegio. La prueba está en lo difícil, terriblemente difícil que se
hace cambiar algo de verdad en el aspecto económico-político-social.
Cambios superficiales, cosméticos, por supuesto que son posibles.
Gatopardismo: cambiar algo para que no cambie nada en sustancia. La
derecha lo sabe, y se lo puede permitir. Pero cuando las luces rojas de
alarma se encienden, reacciona airada. Si es necesario, reprime, mata,
tortura, arrasa poblaciones completas, olvida las enseñanzas religiosas
de bondad y piedad y no le tiembla la mano para disparar las más
mortíferas armas.
En esa guerra ideológica total que disputa minuto a minuto, no
escatima esfuerzos para derrotar a su enemigo de clase. Por tanto:
miente. Miente mucho, tergiversa las cosas, embauca. Logra hacer que el
esclavo piense con la cabeza del amo; y para eso tiene a su disposición
una monumental parafernalia de herramientas, cada vez más sofisticadas y
poderosas: medios masivos de comunicación, especialistas en imagen, en
manejo de masas, psicología publicitaria, iglesias fundamentalistas de
corte neoevangélico, una clase política psicópata dispuesta a todo,
profesionales de la mentira. “Miente, miente, miente. Una mentira repetida mil veces termina convirtiéndose en una verdad”,
enseñaba hipócrita el Ministro nazi de Propaganda, Joseph Goebbels. No
se equivocaba: la derecha es exactamente eso lo que hace a cada
instante; la ideología capitalista encubre la verdad del sistema, es
decir: la explotación.
Últimamente esa derecha ha encontrado un nuevo “nicho” de maniobra
ideológica con el tema de la “corrupción”. Puede decirse que lo hecho
por la estrategia estadounidense durante el 2015 en Guatemala fue su
laboratorio. A partir de ahí, con resultado exitoso –se consiguió
movilizar a parte de la población, básicamente clase media urbana, con
lo que pudo desplazarse del poder al por entonces presidente, Otto Pérez
Molina, acusándolo de hechos de corrupción– se repitió la maniobra en
otras latitudes. Los casos de Argentina y Brasil fueron los más
connotados. Aprovechando hechos reales de corrupción, se magnificaron
las denuncias consiguiendo “indignar” a buena parte de la población, lo
cual sirvió de base para frenar propuestas medianamente progresistas. Y
así surgieron, respectivamente, un Macri –aliado servil del FMI y del
Banco Mundial– y un impresentable Bolsonaro –un ex militar
ultraderechista–.
¿La gente es tonta por aplaudir esas propuestas? La explicación
resulta más compleja: la “tontera” no explica nada. El ser humano es, en
términos colectivos, parte de una masa. Las operaciones psicológicas,
es decir, las groseras manipulaciones de pensamiento y sentimiento de
las masas, existen. Y por cierto: ¡dan resultado! “La masa no tiene
conciencia de sus actos; quedan abolidas ciertas facultades y puede ser
llevada a un grado extremo de exaltación. La multitud es extremadamente
influenciable y crédula, y carece de sentido crítico”, anticipaba
Gustave Le Bon a principios del siglo XX. Si las religiones por milenios
estuvieron haciendo eso, las modernas técnicas de manipulación masiva
(¡ingeniería humana se las llama!) no hacen sino llevar a grados
superlativos esa tendencia, con precisión científica. El tema de la
corrupción, indudablemente, posibilita esos manejos.
¿Cómo es posible, por ejemplo, que en un país como Brasil, con una de
las distancias entre ricos y pobres más insultante del planeta, con
millones de personas desocupadas, viviendo en condiciones indignas, con
niveles de violencia cotidiana monstruosos, hayan permeado tan
significativamente las denuncias de corrupción? Porque, sin dudas, ese
manejo está muy bien hecho. La corrupción es una lacra, desde ya, pero
ni remotamente constituye la verdadera causa de esa situación
estrepitosa del país carioca. ¿La gente es tonta y solamente piensa en
fútbol y el carnaval, como maliciosamente se ha dicho? No, en absoluto.
Pero la ingeniería humana del caso apunta a que así sea.
La izquierda no tiene claro su rumbo
Junto a esta avanzada ideológica de la derecha, la izquierda parece
estar sin rumbo. La represión sufrida en décadas pasadas paralizó
grandemente al campo popular. El miedo aún está incorporado. Las
montañas de cadáveres y ríos de sangre que enlutaron toda Latinoamérica
en años recientes han dejado secuelas. La “pedagogía del terror” hizo
bien su trabajo.
Por otro lado, el discurso mediático sin precedentes que va teniendo
lugar a través de los medios comerciales y toda la parafernalia
comunicacional (consiguiendo resultados evidentes), es una marea
incontenible. La izquierda, además de no disponer de todos los medios de
que sí dispone la derecha, no puede ni debe apelar a la mentira como
método. “En política se vale todo”…, para la derecha. La izquierda
mantiene posiciones éticas irrenunciables. La guerra de cuarta
generación (guerra mediático-psicológica con operaciones encubiertas) no
puede ser, nunca jamás, un medio de acción política revolucionaria. Si
de algo se trata en el ideario mínimo de la izquierda, es la pasión por
la verdad.
Pero ¿qué pasa que las poblaciones parecieran rechazar las propuestas de izquierda? ¿Será cierto que la misma “quedó desubicada de la actual metamorfosis del capitalismo”?
Porque, sin dudas, el sistema capitalista se va reciclando a una
velocidad fabulosa. Décadas atrás, con el auge de un capitalismo
industrial, Estados Unidos entronizaba la imagen de “buenos” (acérrimos
defensores de la propiedad privada) castigando a “malos” (quien osara
enfrentar a esa propiedad). Hoy, con un desaforado capitalismo
financiero y guerrerista, el mensaje cambió: se entroniza al “exitoso”,
no importando cómo logre su éxito. De ahí que la nueva tendencia es
vanagloriar al “que la supo hacer”. “Mate, robe, viole, transgreda,
estafe, haga lo que sea… ¡pero conviértase en el Number One!”,
pasó a ser la actual consigna. El capitalismo cambia, encuentra nuevas
caras, atrapa con sus luces de colores. O, mejor dicho, enceguece. En
otros términos: vive transformándose, ofreciendo nuevas mercancías.
Tomado literalmente eso de “saber adecuarse a la metamorfosis del
capitalismo”, podría hacer pensar en la necesidad de “actualizarse”
siguiendo los tiempos que corren, con lo que dejaríamos de hablar de
lucha de clases para centrarnos en buscar paliativos, amansar al
sistema, hacer un capitalismo de rostro humano. Pero ello no es así. Hoy
como ayer, “no se trata de reformar la propiedad privada, sino de
abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de
abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de
establecer una nueva”, como dijera Marx hacia 1850. Pero no caben
dudas que el llamado de la izquierda no termina de cuajar. Impactan más
las iglesias neopentecostales y un llamado apocalíptico que la consigna
de luchar aquí en la tierra.
Ahora bien: estos progresismos, supuestamente a la izquierda, que
atravesaron varios países de Latinoamérica en años recientes, no
constituyeron, en sentido estricto, propuestas de transformación real.
Fueron buenas intenciones (matrimonio Kirchner en Argentina, el PT en
Brasil, etc.), pero no tocaron los resortes estructurales de sus
sociedades. Por tanto, no hubo ningún cambio sustancial. Y sumado a
ello, no dejaron de moverse con las prácticas corruptas y clientelares
de cualquier partido político de la derecha. En otros términos:
resultaron una muy mala –quizá pésima– propaganda para la izquierda.
Llegados a este punto, la izquierda –la que sienta que aún la
revolución socialista sigue siendo posible y necesaria, aquella que
sigue fiel al ideal marxista de “no mejorar la sociedad existente sino establecer una nueva”–
debe formularse una profunda autocrítica. Es hora de reflexión. ¿Por
qué puede ganar una propuesta de ultraderecha en las favelas más pobres?
¿Qué está pasando?
Además de los golpes sufridos, además de las más refinadas técnicas
de manipulación de masas de que dispone la derecha, ¿qué se está
haciendo mal en la izquierda?
Por lo pronto, y como mínimo, tener claro que las propuestas tibias,
de progresismo superficial, de socialismo sin socialismo, más que
contribuir a avanzar en la justicia social, terminan siendo un tiro por
la culata. Valen palabras de Rosa Luxemburgo de 1917 cuando analizaba la
naciente revolución bolchevique: “No se puede mantener el «justo
medio» en ninguna revolución. La ley de su naturaleza exige una decisión
rápida: o la locomotora avanza a todo vapor hasta la cima de la montaña
de la historia, o cae arrastrada por su propio peso nuevamente al punto
de partida. Y arrollará en su caída a aquellos que quieren, con sus
débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino, arrojándolos al abismo”.
Quizá la peor atadura que pueda tener la izquierda es su miedo, su propio temor a autocriticarse, su conformismo. Si “ser realistas es pedir lo imposible”,
tal como rezaban las consignas del Mayo Francés de 1968, pues habrá que
ser un soñador con los pies sobre la tierra, ser utópicamente
realistas.
Sin dudas luego de la derrota sufrida en las pasadas décadas por
parte de la izquierda y el campo popular, luego de años de silencio y
dolor, una propuesta medianamente progresista que hablara de
redistribución de la riqueza –tal como empezó a suceder en varios países
de América Latina en estos últimos años– parecía ya un fenomenal
avance. Pero luego del deslumbramiento inicial, ahora podemos ver que la
izquierda sigue ausente, golpeada, secuestrada. Hay que reflexionar
tranquila, serena y muy profundamente sobre estos tópicos. Quizá es
momento de revisar supuestos básicos, no para negarlos, sino para
enriquecerlos.
La mentira de la derecha, aunque se pavonee victoriosa, está sentada
sobre una bomba de tiempo, pues sabe –aterrada– que en algún momento las
clases oprimidas, que nunca desaparecieron de la lucha, pueden volver a
tomar la iniciativa. La cuestión es cómo encontrar los caminos que
devuelvan la posibilidad de tomar esa iniciativa. El debate está
abierto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario