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viernes, 15 de julio de 2011

ALEPH: El legado de un revolucionario

Carolina Escobar Sarti
Con la muerte de Alfonso Bauer Paiz se termina una época en Guatemala, pero el legado de su espíritu revolucionario es y será irreductible en la construcción de nuestra historia. En este país huérfano de liderazgos fundacionales, su muerte ha significado una especie de diáspora, porque si bien es cierto que una luz se ha apagado, también lo es que cientos de luminarias han quedado encendidas a partir de su legado. Con las distancias que los tiempos y las circunstancias marcan, muchas de las batallas que Alfonso Bauer Paiz

dio a lo largo de su vida en nuestro país, aún tienen hoy una razón profunda de ser. Cuando pasamos, a vista de pájaro, por el tema del poder en Guatemala, sabemos que aún hay mucho que trabajar por equilibrar las fuerzas y generar un país que sea de todas y todos. Para ello no necesitamos más políticos en serie como los que ahora dicen representarnos, sino más personas que simbolicen la decencia, como Alfonso Bauer Paiz.

Quizás el primer legado que podemos recoger de él es el haber luchado desde su juventud contra el imperio. Pero no sólo contra “El Imperio” que se identifica desde una postura marxista y que tiene nombre y apellido, sino contra todos los imperios que oprimen, no sólo los que están fuera de fronteras o fuera de nosotros mismos, sino también dentro nuestro. Poncho, y lo digo con toda la propiedad de quien lo conoció y amó desde una postura de identidad ética y no sólo desde la identidad que dan la sangre y el parentesco, fue un hombre que se sostuvo sobre principios, pero que “caminó” su pensamiento hasta el día de su muerte.

Cometió errores, como todos, pero se atrevió a nombrar la injusticia, la explotación y a desnudar el sistema de despojo y muerte que perdura al día de hoy. Y eso es mucho. A lo largo de los últimos 50 años, él fue construyendo un pensamiento, como lo hacen los verdaderos revolucionarios. Ya lo decía Wittgenstein, que revolucionario es sólo quien se revoluciona a sí mismo, tantas veces como sea necesario. Cada consigna y cada palabra que él decía no era un llamado en vacío, como sucede tantas veces con gente de todas las ideologías. Cuando él levantaba un puño y decía un discurso, sabíamos que había leído años sobre el tema, que no tomaba lo realmente importante como un asunto personal, sino que era de los que veía al horizonte, mucho más allá de los asuntos pequeños de personas. Él veía a un país.

Radical, le llamaron muchos, pero su pensamiento era más abierto que el de muchos que se autodenominan de “amplio criterio”. Y es que radical viene de raíz. Entonces yo también me atrevo a llamarle radical, porque ningún liderazgo se construye desde las ramas o sobre ellas. Para cambiar la historia, necesitamos una radical decencia, no discursos levantados sobre prédicas dogmáticas, cargados de fanatismos y prácticas de vida incongruentes. Poncho fue siempre la memoria de un país desmemoriado y la conciencia de un país roto; pero además, fue uno de los pocos que, a sus 93 años, tenía a una cantidad de jóvenes respetándolo y admirándolo. Con todo y lo que eso significa hoy, en un mundo de orfandad de modelos a quienes seguir.

Fue la juventud universitaria la que le cantó y despidió, fue la juventud campesina la que llevó su ataúd en brazos por las calles de esta ciudad, fue la juventud toda la que lo despidió con cantos en su entierro. Esto nos dice algo... esa juventud se sintió honrada de llevar en hombros a un símbolo, a un hombre digno, a uno de aquellos que llamamos indispensables. ¡Hasta siempre, Poncho!

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