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domingo, 31 de julio de 2011

La justicia y el genocidio

Antonio Mosquera A., firmante de los Acuerdos de Retorno entre el Gobierno de Guatemala y las comisiones permanentes de refugiados.
 
La captura y enjuiciamiento de diversos personajes, acusados de crímenes de lesa humanidad, ha alterado a diversos sectores de la sociedad guatemalteca. Muchos están perplejos porque no hubo prontitud y consideran que se trata de algo especial, de una situación que plasma intereses políticos deleznables. Por ello, conviene aclarar tanto la necesidad de la persecución como el concepto de justicia que se encuentra tras estos procedimientos. 

1. Los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles

El convencimiento de que la persecución penal es una función que se ejerce por voluntad de la ciudadanía para buscar la reparación o castigo por ofensas a la conciencia pública, debe ser la primera constatación. No se trata de una venganza desproporcionada para mantener sujeción o privilegios, sino de establecer la validez de criterios que guían a una sociedad justa y ordenada. Los miembros de la sociedad esperan que la fortaleza de la organización de su proyecto social o Estado se muestre en determinados casos que sirven como examen para comprobar el buen funcionamiento de sus instituciones.

En Guatemala, la convivencia social fue brutalmente desorganizada, durante el enfrentamiento armado del siglo pasado. Muchas veces, la irracionalidad fue empujada ante la falta de fundamentación para la represión de cualquier oposición.

¿Cómo se puede explicar que un párroco conmovido por la llorosa súplica de unos familiares acude ante un oficial del Ejército a preguntar sobre un capturado del que se ignoraba su destino, y después de retirarse, corra igual suerte? O que los vecinos rurales que solo tienen en común con una familia que pudo haber ayudado a insurgentes armados el hecho de compartir esa vecindad sean asesinados por las fuerzas armadas del Estado. El secuestro para obtener información o fondos, no importa si destinados a una finalidad superior y desinteresada por sus hechores, provoca el desamor por los afectos para valorar el apego patrimonial. El egoísmo y la codicia sustituyen a la solidaridad en la sociedad.

La definición de un enemigo interno es una construcción endeble, como han demostrado muchos estudiosos de asuntos de seguridad. Lo que causa repulsa consiste en acudir a criterios étnicos, religiosos o sociales para enmarcar en el mismo a miles de personas desconocidas para el victimario. En la Segunda Guerra Mundial, el régimen nazi señaló a una parte de sus compatriotas con los que habían compartido las penurias de las guerras y depresiones económicas, como causantes de todos los males de la nación. Se armó una maquinaria con racionalidad industrial para exterminarlos. De manera similar, en Guatemala se determinó que miles de aldeas de campesinos desarmados, de diferentes edades y sexo, debían ser removidos a como diera lugar y permitir que se produjeran toda clase de excesos: asesinatos, infanticidios, pillaje, agresiones sexuales, incendios de las casas, etcétera, solamente porque hablaban un idioma o se vestían de una forma, o practicaban una religión que los identificaba como una etnia del país.

Por ello, la ciudadanía partidaria de una sociedad justa y ordenada ha condenado estas acciones y las califica de crímenes de lesa humanidad. La imprescriptibilidad es la garantía de que siempre será posible que las instituciones que administran la justicia consigan condenar a los hechores imponiendo una pena, cuando las condiciones sociales y políticas lo permitan.

2. El sistema de justicia es una institución social

En una sociedad ordenada se aspira a que sus jueces estén imbuidos de los valores socialmente dominantes, pero el funcionamiento de la administración de justicia no se basa en la moralidad personal, sino en el consenso traslapado, al que las diferentes moralidades han establecido como normas aceptables, para todos. Así, la ley se erige como un conjunto normativo respaldado por un proceso de discusión en instituciones legitimadas. En tanto, la administración de justicia es un conjunto de actos llevados a cabo por muchos actores que concluye finalmente en la resolución de un caso.

Mientras que la ley tiene carácter general, la administración de justicia tiene que resolver caso por caso. Inician unos patrulleros; luego, una unidad del Ejército; seguido, un general que planificó una campaña de ataque a la población civil; a continuación, un jefe policial que decidía sobre libertad y vida de ciudadanos; después, quizás, un jefe guerrillero que fue más allá del combate a fuerzas militares; en el futuro, un financista de escuadrones de la muerte etc. El punto es que cada caso debe tener pruebas y señalarse a la persona o personas presuntas hechoras.

No hay manera de hacer un proceso para todos por todo. Se aparta totalmente de una comprensión actual de la sociedad afirmar que: o se condena a todos o no se condena a nadie. El sistema judicial necesita despejar las situaciones sociales, caso por caso.

Por esa razón no se puede acudir a la lástima por la edad, hoja de servicios o similar; o, a indicar que otras personas no han sido indiciadas y cometieron similares hechos. Se tiene que juzgar al señalado por sus acciones y sobre la base de las pruebas reunidas que demuestren su autoría personal.

En consecuencia, tampoco es una venganza o una vindicta resultado de la opinión pública, los encargados de las instituciones de justicia serán los que finalmente decidan sobre la base de las pruebas.

Cuando se realizan estas consideraciones, tampoco se incurre en ingenuidad y falta de sentido crítico institucional. Durante el enfrentamiento armado, las instituciones de justicia no funcionaban, muchos de los jueces cerraron los ojos ante los acontecimientos que los rodeaban. Muchos de los que ahora juzgan iniciaron sus carreras con el favor de los que abusaban e infringían las garantías de la ciudadanía. Así, en primer lugar, no sorprende que tenga que pasar un tiempo para hacer justicia y se intente restablecer el criterio de la supremacía del Estado democrático de Derecho.

Para el efecto ha sido necesaria la renovación del poder judicial, así como la reconstitución del sentido de justicia que debe privar en ese organismo. A ese momento de cambio entre el reino de la impunidad y el establecimiento de la normalidad jurídica se le conoce como transición a la justicia o justicia transicional. En segundo lugar, tampoco es un ajuste de cuentas, al estilo de: antes tú mandabas, ahora mando yo. Algunos juristas llaman a estos procesos como justicia restaurativa porque termina con la impunidad generalizada, por medio de las acusaciones sustentadas, que consiguen las condenas que anuncian para toda futura actuación arbitraria ilegal, que se sufrirá las consecuencias previstas legalmente.

Por último, en tercer lugar, siempre habrá un déficit entre la actuación limitada de las instituciones y las grandes expectativas de la población, solo la abnegada actuación de todos los funcionarios de la cadena de justicia: acusación, jueces y miembros del sistema correccional son los que restauran la confianza en las instituciones, pero esta jamás será total, como enseña la experiencia.

3. Una enseñanza: la no repetición

Todo el esfuerzo que se dedica a terminar con la impunidad existente en el pasado cercano lanza el mensaje que no se repetirán estas actuaciones. Aquellos jefes policiales que se erijan en jueces y verdugos sabrán que se les perseguirá. No importa si sus víctimas fueron personas detenidas en las penitenciarías o jóvenes que se iniciaban en la carrera del crimen. Nadie, fuera del sistema de justicia, decide a las personas que habrán de ser excluidas de la vida libre en sociedad, mucho menos quitar la vida para “limpiar” la sociedad. Las penas y las medidas correctivas para los que infringen la ley no permiten la experimentación o la arbitraria invención. No importa si se es ministro, jefe de policía o empresario preocupado por la seguridad, se trata de un asunto de toda la ciudadanía que confía en la institucionalidad pública.

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