La nación que las tropas estadunidenses dejan atrás ha sufrido un grave daño político, económico y sicológico, como es de esperarse después de 30 años de guerra, guerra civil, sanciones y ocupación. Buena parte del daño fue obra de Saddam Hussein, pero mucho fue resultado de los esfuerzos estadunidenses por gobernar directamente el país.
El problema de Estados Unidos en Irak es que deseaba derrocar a Saddam Hussein sin que fuera remplazado por partidos islamitas chiítas ligados a Irán, como sería el resultado inevitable de cualquier elección democrática, en la que los chiítas aliados a los kurdos obtendrían la victoria.
Irak es un país dividido con una constitución orientada a compartir el poder, lo cual ha institucionalizado las divisiones sectarias y étnicas entre chiítas, sunitas y kurdos.
Aun si el país está escindido y es violento e inestable, ello no quiere decir que vaya a desgarrarse o a hundirse en una nueva guerra civil. Todas las comunidades tienen interés en obtener una parte de los crecientes ingresos del petróleo. Más peligrosa a largo plazo sería una insatisfacción con un gobierno que es visto como una camarilla de transas. Mientras más se eleven los ingresos del petróleo, más iraquíes se preguntarán por qué el desarrollo económico va tan despacio.
Gran parte del presupuesto de 100 mil millones de dólares para este año se gastará en sueldos y pensiones; en cambio, la reconstrucción del país, fuera de Kurdistán, avanza con lentitud, aunque la producción petrolera crecerá con rapidez.
Los temores estadunidenses de que Irán domine a Irak son exagerados. Irán tiene influencia, pero no es el único jugador externo en la política iraquí, y existen límites a lo que una potencia extranjera puede hacer en Irak, como el propio Estados Unidos ha descubierto.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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