Colombia forma los comandos especiales antinarcóticos del continente, donde ahora se han sumado tropas de elite mexicanas.
Por Sandra Weiss (*)
MÉXICO - En un territorio verde y agreste a unas tres horas en coche al sur de Bogotá se ocultan 17 mil hectáreas fortificadas en medio de colinas selváticas. Sólo estando adentro de ese enclave militar se percibe un constante ir y venir de camiones, camionetas y pickups llenos de uniformados en verde oliva y trajes de fatiga. Hombres apertrechados con todo tipo de armamento sofisticado, casco y chaleco antibalas, cuidan los accesos detrás de retenes pintados de negro y en medio del ensordecedor ruido de helicópteros. Es el mundo aparte del nuevo Centro de Operaciones de la Policía colombiana, construida con una inversión de 90 millones de dólares, financiada en parte con dinero del Plan Colombia de los Estados Unidos para lograr la pacificación y crear estrategias contra las mafias del narcotráfico. Una vez terminados todos los trabajos que avanzan a marcha forzada, este súper complejo bélico tendrá de todo: desde un casino para oficiales, pasando por un helipuerto y puestos de tiro hasta su propia plantación de coca con un laboratorio para fabricar cocaína. Es un centro de formación de élite, una nueva Escuela de las Américas para la guerra anti-narcótica; una referencia no solamente para los policías colombianos sino, desde 2006, también para todos los países vecinos. Por el famoso “Comando Jungla”, el curso de comandos más exigente del centro; basado en la doctrina de los servicios británicos, han pasado uniformados de toda Latinoamérica, desde República Dominicana hasta Chile. Y últimamente, son cada vez más los mexicanos que aprenden aquí tácticas para una guerra irregular, sin frentes claros, con enemigos disfrazados de civiles o escondidos entre la maleza de los montes. Milenio Semanal y ContraPunto los acompañó en sus extenuantes rutinas diseñadas con vistas a combatir a un enemigo cada vez más elusivo.
Es uno de esos amaneceres espectaculares en la selva colombiana. El sol naciente baña las paredes desnudas de los cerros aledaños con una luz dorada, los pájaros saludan al nuevo día con los más diversos cantos. Desde lejos se escucha murmurar el río Cuello, cuyas aguas abundantes por las intensas lluvias se estrellan contra las rocas creando un fondo sonoro permanente. El termómetro todavía no llega a los 30 grados y los mosquitos no acechan aún. Pero Menéndez, Sánchez, Díaz y los demás mexicanos aprendieron a desconfiar de ese panorama bucólico. El enemigo - o sus minas antipersonales - pueden estar en todas partes. Así lo han aprendido en el Comando Jungla en estos días. Aunque sean minas de humo y balas de pintura. A esta altura del curso, ficción y realidad ya no se distinguen mucho.
Vestidos de verde olivo, cargando su kit de munición y de sobrevivencia de unos 20 kilos, los mexicanos se están preparando para el patrullaje, pintándose las caras de camuflaje en verde-olivo. Cada quien tiene su estilo: a uno le gustan las rayas diagonales, el otro prefiere manchas redondas, como de jaguar, el tercero pinta una obra abstracta de formas irregulares. Una pequeña rebelión de individualidad en un ambiente uniformado. Los comandos especiales tienen que ser eficientes, atemorizantes, anónimos. Desembarcan a una sola voz al lugar adonde se les ordena, le caen a la “presa dorada”, como suelen llamar a sus objetivos, los arrestan o los matan. Después desaparecen tan rápidamente como llegaron. Sin que nadie los identifique. “Así nos cuidamos de los enemigos y también de nosotros mismos, de no fraternizar con la población civil y amafiarnos.” El vocabulario es del teniente Arboledas (todos los nombres han sido cambiados a petición de los entrevistados), el único militar del equipo, suboficial de las fuerzas especiales del Ejército mexicano. No le gusta que le digan “Rambo” o “máquina de matar”, tampoco a los colombianos. “Aquí ponemos mucho énfasis en los derechos humanos”, subraya el responsable del curso, Sargento Armando Lozano. “Les enseñamos sobre derecho humanitario y tienen que aprender a discriminar blancos. Les ponemos situaciones en donde hay rehenes, civiles en medio o instituciones como la Cruz Roja y el que dispara indiscriminadamente es castigado.”
Les entregan las armas en el depósito: fusiles automáticos probados en todas las guerras recientes, M-60, M-16, todas norteamericanas. Los Estados-Unidos, en el marco del Plan Colombia, le pagaron al país andino unos siete mil millones de dólares para la lucha antidroga. La mayor parte regresó a Estados-Unidos, a los bolsillos de los fabricantes de armas a quienes los colombianos compraron su equipamiento de guerra: armas, helicópteros, aviones, radares. En México se está repitiendo la misma historia, pero los alumnos no se detienen en esos enredos políticos y comerciales. Aunque saben que hay una barraca que es solamente de los “gringos”. Nadie más tiene acceso a ese lugar prohibido, no se sabe qué hacen allí, no se muestran mucho.
Los “muchachos” del comando están aquí para otra cosa. Hoy toca practicar en emboscadas, pero no lo saben. Parece un patrullaje normal en medio del monte, uno tras otro, caminando a unos dos metros de distancia en un pequeño sendero flanqueado de árboles y maleza espinosa. De repente aparecen los enemigos desde la nada y estallan las detonaciones, se descarga la emoción electrizante: ¡pum, pum, pum, pum! Llevan armas reales, pero no las disparan. Imitan el sonido. No siempre es así, a veces, se usan balas verdaderas o de pintura. Pero el puro griterío es suficiente para disparar la adrenalina. Los reclutas forman enseguida un “túnel”, una doble fila, cada quien tirando hacia afuera. Otra vez: ¡Pum, pum, pum, pum! “Son muchos, no pueden, que van a hacer, rápido, le están matando la gente”, presiona el instructor. El jefe del comando mexicano ordena la retirada. Hay gritos, sudores, ruido, excitación, todo parece caótico. Pero tiene su coreografía: Uno por uno, de izquierda a derecha, empezando por los de adelante, levantan el arma y corren por el interior del túnel. Cuando pasan, el compañero de al lado, le tocan el hombro, señal de que es su turno. En menos de un minuto el sitio está despejado. El policía Vargas, con 24 años el más joven del grupo, tiene gruesas gotas de sudor en la cara. “Uno se acostumbra a estar bañado en sudor”, dice sin inmutarse. Ahora, se siente preparado, no siempre fue así: “En sus inicios, la Policía Federal no tenía preparación, no teníamos equipo, ni siquiera chalecos antibalas”, recuerda. Los mandaron a la guerra sin fusil.
Llegaron a Colombia 20 efectivos y terminaron 13. Con ese balance, los comandos
mexicanos están en el promedio: el 30% de los participantes fracasa y no logra terminar el Curso Jungla. Tienen entre 24 y 40 años. Vinieron de Ciudad Juárez, de Michoacán, del D.F., de Puebla. Casi todos son policías federales. La mayoría ya han estado en operaciones anti-narcóticas peligrosas, presumen fotos de sus hazañas o del desfile militar en el zócalo capitalino. Pasaron por una estricta selección en México, y aún así, siete tuvieron que regresar anticipadamente, por lesiones, por fallar en los exámenes teóricos y prácticos, por no aguantar la presión sicológica. Aún así, Lozano, está contento con los mexicanos. “Son unos berracos”, dice con ese adjetivo colombiano, que expresa admiración ante la perseverancia de los mexicanos. No son como los afganos que mandaron los norteamericanos hace algún tiempo y a quienes Lozano recuerda con una amplia sonrisa porque interrumpían los ejercicios cada tanto para rezar y se negaron a meterse en el agua. No son así los mexicanos. Arboledas hasta sacó el primer lugar, fue el mejor del curso en todas las pruebas; que más que nada, son una prueba de carácter. Así lo concibieron los ingleses del SAS, los servicios especiales británicos, inspirados por las lucha independistas en sus colonias. A veces, los ejercicios parecen sacados de un manuel de boy scouts: cómo hacer fuego sin cerillos, cómo orientarse en la selva siguiendo el curso de un río o leyendo el crecimiento de las hojas, cómo recolectar y filtrar agua en palos de bambú partidos a lo largo.
Pero más que nada, hay que aguantar. Aguantar frío, hambre, falta de sueño, mosquitos y culebras, cansancio, humillaciones, insultos, presiones. Cada quien encuentra sus límites en algún momento. Los primeros alumnos salieron el primer día, cuando apenas los instructores estipularon las reglas: un afeitado de cabeza al ras para todos, estar siempre acompañado por un compañero, llamado “garra” en la jerga militar, sanciones drásticas por indisciplina o malas calificaciones. Quien pierde un examen, no sale de descanso. A uno de los participantes por dormirse en una lección, lo mandaron a subir a un árbol y quedarse aferrado a una rama como perezoso durante casi una hora.
Sánchez, el mayor de los mexicanos, sufre desde el primer día. Pesa unos 70 kilos por 1,70 de estatura, pero no está en forma. Los trotes en la madrugada, las lagartijas interminables, cada quien con un instructor enfrente y con la amenaza de ser castigado si no roza el puño del implacable entrenador, todo eso lo llevó al borde de la rendición. “A los 15 días, tenía los brazos inflamados y me dolían las piernas”, recuerda. Dormir solamente cuatro o cinco horas lo agotaba. Comer a veces en menos de cinco minutos el almuerzo fue otra prueba dura. Pero sus compañeros lo alentaron a seguir. No podía dejarlos, era el papá de todos, el ejemplo. El médico le recetó unas cremas y píldoras, y Sánchez continuó. “Si la mente quiere, el cuerpo puede”, afirma. Ahora pesa 58 kilos, tiene algunas canas más y está orgulloso por formar parte de la “Junglería”, como los colombianos llaman a todos que logran terminar el curso y reciben la medalla de reconocimiento.
Para Menéndez el momento crítico llegó con los ejercicios acuáticos. Viene de Ciudad Juárez y el agua no es su elemento. Sabe nadar bien; pero cruzar un lago, dos kilómetros a nado con todo el equipo incluyendo las botas, lo llevó al límite. Y estar todo el día mojado, tener el agua hasta el cuello y tener que comer en medio del río le resultó una prueba de voluntad terrible. “Sólo aguanté pensando en mi familia, no los quería defraudar”, recuerda. Díaz por su parte, casi se queda en el páramo, cómo los colombianos llaman la parte alta de las montañas, donde un frío húmedo se mete entre los huesos y el pantano dificulta cada paso. Tuvieron que caminar y dormir en esa zona inhóspita durante una semana, casi sin dormir. “Es un paso adelante y tres para atrás”, resume Díaz. Es deliberado. Se trata de formar un grupo de élite, líderes, personas que nunca pierden el control, que tengan un agudo instinto de sobrevivencia.
Estos hombres serán los que van a ser llamados para operaciones antinarcóticos. Cuándo y cómo, no lo saben. Y lo más probable es que ni siquiera estarán juntos. Algo, que los colombianos consideran clave: el espíritu de cuerpo, forjado por el comando jungla, debe crear un equipo donde todos se confían ciegamente. Y debe de blindar contra la infiltración y las tentaciones, por lo menos teóricamente.
Entre los mexicanos, sin embargo, reina la desconfianza. “Los policías, sobre todo los estatales y municipales son mercenarios, van con quien más les paga”, espeta Arboledas. En los años 80, así le pasó a la Policía colombiana. Los policías fungieron de guardaespaldas de narcotraficantes, cuidando cargamentos, se enfrentaban a tiros con los militares. Ahora, los 165.000 efectivos están bajo un mando único, se someten a estrictos exámenes de admisión y control permanente, tienen la posibilidad de estudiar una carrera y tienen beneficios como centros vacacionales y hospitales. Y aún así, todavía hay infiltraciones, deserción, corrupción, desconfianza de la población y colaboración con grupos criminales.
Pero los norteamericanos constatan avances y están contentos. Al general que realizó la reforma interna, Oscar Naranjo, lo galardonaron el año pasado como el “mejor policía del mundo”. “Para nosotros, la Policía colombiana debe ser un ejemplo”, dice Arboledas. Sus colegas asienten con la cabeza mientras almuerzan y tratan de cortar un pedazo de carne tan dura como la suela de un zapato. La comida no ha sido lo mejor del Campamento Jungla y el hambre es tenaz.
Después, toca tomar una casa. Sigilosamente, pegados al muro y todos en fila india, el fusil apoyado en el hombro del predecesor, se acercan a la puerta principal. El primero, muy despacio, saca primero la punta del fusil, después su cabeza y examina rápidamente la entrada. No hay nadie. Da una señal con la mano y el gusano avanza, casi sin hacer ruido. “Pegados a la pared”, grita el instructor. Así entran por la segunda puerta de vidrio que marca la entrada a las oficinas, se dispersan corriendo, cada quien agarra a otro empleado, gritan, los tumban al piso para revisarlos. Es un ambiente intimidante, hostil. Todo dura menos de un minuto. Un performance impresionante. ¿Pero cómo llegar hasta el mero núcleo si los narcotraficantes como El Chapo Guzmán tienen sus huestes hasta en los altos mandos políticos y militares y se protegen con hasta nueve anillos de seguridad, a varios kilómetros de distancia?
Es una pregunta para la cual los colombianos tampoco tienen una respuesta clara ya que desde el nacimiento del Plan Colombia a mediados de los 90, las fuerzas de seguridad optaron por perseguir más bien a la guerrilla izquierdista que en ese momento, desde sus escondites en la selva, con tácticas guerrilleras y terroristas, logró controlar una tercera parte del país, incluyendo las principales carreteras y amenazaba con bombas a las grandes ciudades. Se financiaba con secuestros, extorsiones, el narcotráfico y ayuda internacional de simpatizantes. Sin embargo, los grandes capos del narco, no suelen andar por la selva. Son otros. Los jefes paramilitares por ejemplo, con quienes el gobierno del presidente Álvaro Uribe (2002-2010) prefirió negociar. Los paramilitares se desmovilizaron, la guerra contra la guerrilla sigue, el narcotráfico también, y los viejos paramilitares fueron reemplazados por “nuevas bandas criminales” que no abandonaron ni sus métodos, ni su negocio, pero sí las ambiciones políticas que los antiguos paramilitares al estilo de Carlos Castaño, Salvatore Mancuso y Don Berna tenían. Ellos llegaron a controlar una tercera parte del Congreso colombiano bajo Uribe, algo que desembocó en el escándalo de la para-política y llevó a la cárcel hasta el primo del Presidente.
Esa guerra es complicada como una hiedra de mil brazos que devora más y más vidas. En el patio del Comando Jungla, la marcial estatúa metálica del capitán Wilson Quintero lo recuerda, un agente del comando que fue rehén de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), logró escapar con unos compañeros, fue traicionado por un campesino después de marchar días por la selva y asesinado por los guerrilleros. En estos cuatro meses en Colombia, los mexicanos han escuchado miles de historias como ésta. Y algunas preguntas surgen. “Esto que aprendimos no nos sirve en las ciudades como Monterrey, Acapulco o Veracruz. Son tácticas para zonas rurales, en Michoacán, Guerrero, el Triangulo Dorado”, dice Menéndez. Él mismo estuvo en una emboscada en Michoacán de la cuál salieron con ocho heridos y dos muertos. Los refuerzos nunca llegaron. Es una de las mayores inquietudes entre esos hombres, que son los que ponen el pellejo cuando la mayoría de los oficiales nunca han estado en un tiroteo de verdad, no saben reaccionar, dudan, titubean, o dan marcha atrás a las operaciones. O simplemente no tienen buena información de inteligencia. Navegan a ciegas. Los ejemplos abundan. Y con ellos aflora esa sensación de malestar, de duda, de incertidumbre, esa zona gris que no tiene cabida en la guerra.
Luces y sombras del Plan Colombia
Lo idearon los presidentes Bill Clinton (USA) y Andrés Pastrana (Colombia) al final de los años 90. Washington buscaba la reducción de los cultivos y del tráfico de droga; para Colombia era un apoyo importante en su lucha contra los grupos armados asociados al narcotráfico, principalmente la guerrilla. Desde que se implementó en el 2000, el Plan Colombia ha contado con una inversión estadounidense de siete mil millones de dólares. Tras más de una década, las hectáreas cultivadas con coca han disminuido de 145.000 a 59.000 hectáreas, pero Colombia sigue siendo uno de los principales productores de droga en el mundo. Los cocaleros se han desplazado a regiones montañosas, donde la fumigación aérea no es posible, cultivan nuevas especies más rentables, aumentaron la productividad de la planta con técnicas de poda y esconden sus plantaciones bajo la sombra de árboles frondosos, escondiéndolas de los satélites.
El Estado colombiano logró recuperar la seguridad en muchas partes de su territorio anteriormente bajo control de los grupos armados. Ha modernizado y aumentado la Fuerza Pública y se dieron golpes duros a la guerrilla, hoy replegada a zonas selváticas del suroccidente del país. Pero paralelamente al declive de la guerrilla y la desmovilización incompleta de los paramilitares, han surgido nuevas bandas criminales que incursaron en el tráfico de drogas y representan un nuevo desafío al Estado colombiano. Al mismo tiempo, cambió el mapa del negocio del narco: Los grandes cárteles colombianos se desarticularon y los pequeños que tomaron el relevo, ya no tienen la capacidad de exportar directamente a Estados-Unidos sino entregan la carga a los socios mexicanos que hoy en día dominan las rutas de tránsito y acumulan la mayor parte de la ganancia del negocio ilícito.
Una evaluación de la oficina de rendición de cuentas del Congreso de los Estados Unidos llegó a la conclusión que el plan ha tenido resultados aceptables en términos de seguridad en Colombia, y malos en la reducción de la oferta de drogas en Estados Unidos.
(*) Colaboradora de ContraPunto
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