Carolina Escobar Sarti
Desde que tengo memoria, en casa hubo un sinfín de animales, entre los cuales no podían faltar los perros. A mis años, tengo muchas historias de varios de ellos que formaron parte inseparable de mi vida. Cada uno diferente del otro por mucho, pero una cosa común recuerdo de todos: siempre, llegando la época de Navidad, pasaban mucho tiempo escondidos debajo de las mesas y las camas, porque la quema de los “cuetes” nunca dejó de asustarlos. Algo similar pasaba con mis hijos o mis sobrinos y sobrinas cuando eran bebés y llegaba el fin de año;
a la primera detonación de una ametralladora, un mortero o de un simple paquete de cuetes, brincaban del susto y comenzaban a llorar. Con el tiempo, dedos quemados, oídos dañados y un “es que en realidad a mí nunca me gustaron los cuetes”, es lo que iba quedando de cada Navidad.
Para quienes gustan de acudir a lo “natural”, lo natural es que alguien se asuste por un sonido que irrumpe con violencia su espacio de paz. Hace años, David Grossman, quien fuera teniente coronel del ejército de los Estados Unidos y se especializara en pedagogía militar, demostró que el ser humano no está naturalmente inclinado a la violencia, contradiciendo así los supuestos que justifican la industria armamentista en el mundo. No es nada fácil enseñar a matar al prójimo, señalaba Grossman, porque educar para la violencia que brutaliza al soldado exige intensos y prolongados adiestramientos. Este proceso, según él, comienza más o menos a los 18 años de edad en cualquier cuartel. Pero no hay padre o madre que no sepamos que en verdad inicia mucho antes, incluso antes del nacimiento, a través de las prácticas enajenantes y violentas que están presentes en nuestra sociedad, y que luego se fijan gracias a esa niñera de 24 o 32 pulgadas que se cuela hasta en los sueños de la niñez, llamada televisión. Muchas veces termina uno reproduciéndolas, porque lo hostil y la violencia se “normaliza”.
No se nace siendo un ser para la guerra; se aprende a serlo. Aunque haya inclinaciones más violentas en unas personas que en otras, en vez de sublimarlas, nuestras sociedades las fomentan y fertilizan. Si no, que lo digan los artífices y cómplices del terrorismo mundial que han enderezado guerras inútiles, sólo para hacerse de petróleo y engrosarles las cuentas a los dueños de las armas. Está visto que la paz no es negocio.
La sacrosanta industria armamentista del mundo se asegura de mantener los conflictos al día en países como el nuestro, así como los controles políticos y mediáticos en sus manos, para aumentar sus ganancias. Nos lanzan al vacío desde un avión en llamas, para luego darnos un paracaídas de plomo. Según informes como el del Instituto Internacional de Investigación para la Paz (Sipri), cada segundo la humanidad gasta en armamento 35.120 euros, lo cual da un total de 1.107.550 millones de euros al año, equivalente a 3.034 millones de euros diarios. En ese mismo tiempo, con el 1% de ese gasto, la educación de la niñez mundial podría costearse totalmente.
De todas las muertes violentas que se produjeron en Guatemala este año, el 80% fueron causadas por armas de fuego; no tengo ni qué recordar cuántos quemados y muertos hay después de las fiestas. Esto, sin contar los niños y niñas que son explotados laboralmente desde los 4 años, para hacer cohetillos. Creo haber mencionado en otro artículo que las tradiciones son hechas para cuestionarlas, romperlas o continuarlas, depende de cuánto bien o no nos hacen. No es más macho el niño que quema más cohetes o más hombre el que vacía una tolva de su pistola a medianoche del 24. Ese fuego, el de las armas, no es nuestro, y no lo queremos. En mi familia hay nuevos bebés y, tres generaciones después de aquellas que mencionara al inicio, estos también se siguen asustando.
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