Mercedes Hernández
Activista de Derechos Humanos. Formada en Ciencias Jurídicas, Sociales y Citotecnología. Presidenta de la Asociación de Mujeres de Guatemala
A finales de diciembre de 1996, el Gobierno de Guatemala y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) firmaron los Acuerdos de Paz, poniendo fin a 36 años de un conflicto armado interno que dejó al menos 250.000 víctimas mortales. Hoy, 15 años después, con el rearme bélico e ideológico de los antiguos grupos armados, junto a mafias de más reciente surgimiento –que se disputan el territorio y la soberanía del Estado–, se hacen más evidentes y profundas las heridas que dejó el autoritarismo militar de aquellos años.
Como resultado de los propios Acuerdos de Paz surgió la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), que constató: el desplazamiento interno de más de 1,5 millones de personas; el exilio, principalmente hacia México, de 150.000 más; 626 masacres en aldeas, y al menos 250.000 personas asesinadas o desaparecidas. El 93% de estos delitos es responsabilidad del Ejército guatemalteco, el 3% de la guerrilla y del 4% restante no se ha podido determinar la autoría.
Entre 1980 y 1982, época en que ocurrió la mayoría de las masacres, bajo el mando de los generales Romeo Lucas García y Efraín Rios Montt, las mujeres llegaron a constituir el 42% de las personas asesinadas. La académica, Victoria Sanford, en su análisis cuantitativo del informe de la CEH, asegura: “A mediados de 1982 el número de homicidios de mujeres y niñas subió tan marcadamente que disminuyó el porcentaje de víctimas masculinas.” Este dato revela una estrategia planificada desde el Alto Mando del Ejército, cuya intención era exterminar no sólo las bases materiales de las comunidades, sino su capacidad para reproducirse. También evidencia la eliminación de población civil absolutamente desarmada, no combatiente.
A pesar de la contundencia de las cifras y de la ponderación de las responsabilidades derivadas de la ejecución de la política de tierra arrasada, que incluyó asesinatos de hombres y mujeres, de niños y niñas, violaciones sexuales masivas, feticidios, desapariciones, mutilaciones y torturas que iban más allá de la muerte con la prohibición de enterrar los cadáveres, los autores intelectuales y materiales –a excepción de una media docena de militares de bajo rango– permanecen sin juicio ni castigo. Peor aún, algunos, como el general retirado Otto Pérez Molina, presidente electo de Guatemala, que tomará posesión el 14 de enero de 2012, niegan categóricamente la existencia del genocidio perpetrado contra el pueblo maya por agentes estatales, algunos de los cuales actuaron bajo su mando.
El genocidio es considerado, en los diferentes instrumentos jurídicos internacionales, como un delito iuris gentium, o de lesa humanidad; si cabe, el más grave de todos y, por lo mismo, de naturaleza imprescriptible. Es un delito donde la intención se configura como elemento básico y constitutivo: la intención de destruir a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal, que en el caso de la jerarquía militar de Guatemala queda ejemplificada en procedimientos bélicos como la Operación Sofía: una ofensiva militar, ejecutada en la región conocida como Área Ixil, en el departamento de El Quiché, en 1982, destinada a “exterminar a los indígenas considerados subversivos”. De esta operación se tiene un registro completo, realizado por los propios militares, que determina, con total claridad, que la cadena de mando funcionaba en todo momento y que, como indica la analista del National Security Archive, Kate Doyle: “Las actuaciones de los soldados en el campo de batalla eran el resultado directo de las órdenes de los oficiales superiores, que se enteraron de todo en tiempo real y que enviaron nuevas instrucciones, que se cumplieron por las tropas durante las operaciones”.
Tras décadas de búsqueda de justicia, se han logrado algunas sentencias históricas en Guatemala, como la condena a 6.060 años de prisión para cada uno de los responsables materiales acusados de la masacre de la aldea Las Dos Erres. Otras, evolucionan favorablemente en cortes internacionales; tal es el caso de la querella presentada, en 1999, por Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz, que ha sido ampliada en 2011 para investigar, por el principio de Justicia Universal, los crímenes de género constitutivos de genocidio y delitos de lesa humanidad, en la Audiencia Nacional de España.
La persecución penal de los militares sindicados de crímenes de guerra, ha suscitado el rearme de las filas: junto a sus familiares y amigos, se han aglutinado en organizaciones como la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala (AVEMILGUA) y la Asociación Familiares y Amigos de Militares Accionando Solidariamente (FAMILIAS), desde las cuales han orquestado una campaña de desestabilización, admitida abiertamente, contra la fiscal general y jefa del Ministerio Público, Claudia Paz y Paz, denunciando a integrantes de su familia, con los objetivos de descalificarla como operadora de justicia y de “vengar” su eficaz desempeño en la consecución de las condenas contra los agentes castrenses. También se han querellado, junto a otras 49 personas, contra tres periodistas que se han dedicado a denunciar las violaciones a los derechos humanos cometidas por militares: Marielos Monzón, de Prensa Libre; Iduvina Hernández, de Plaza Pública y Miguel Ángel Albizures, actual presidente de la Asociación de Periodistas de Guatemala (APG), han sido acusados de participar en la organización y ejecución de secuestros y asesinatos de diplomáticos extranjeros. Monzón no había nacido en el año en que ocurrieron los hechos de los cuales se le acusa y Hernández tenía 12 años en la misma época.
Los intentos reiterados de procurar impunidad a militares y ex militares responsables de las graves violaciones de derechos humanos durante el conflicto armado incluyen ilegalidades flagrantes en el Congreso de la República, desde donde legisladores afines a estos hostis humani generis (enemigos de la humanidad) han llegado a falsificar documentos que recogen iniciativas parlamentarias, con la intención de sacar adelante una nueva modalidad de ‘ley de punto final’.
Asimismo, se exacerba el discurso de las tendencias ‘ultras’ de la derecha y de la izquierda, que reparte por igual la responsabilidad sobre unos y otros: una demagogia disfrazada de novedad pacifista, destinada a justificar las pretensiones dictatoriales de ‘perdón y olvido’, que cautiva a personas desconocedoras de las razones estructurales que tipifican jurídica y socialmente, tanto los delitos, como la responsabilidad de sus perpetradores. El genocidio no es una suma de asesinatos u otras agresiones, físicas o psíquicas, y entender su naturaleza, a la luz de las normativas vigentes, de las cuales Guatemala es país signatario, es indispensable para superar el drama histórico de todas las víctimas, sean cuales fueren sus verdugos.
Mientras, el rearme –bélico e ideológico– de los señores de la guerra, del pasado y del presente, incluidos los combatientes de las mafias y de los narco-comandos, está en marcha y sigue ganando territorio y soberanía al Estado, nutriéndose de cada brecha existente en un tejido social hipersegmentado por la desigualdad, la inseguridad y el racismo, herederos de las formas de subordinación colonial y de los regímenes dictatoriales más sanguinarios. Esos que siguen intentando aniquilar la Justicia con memoria.
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