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jueves, 19 de abril de 2012

Barack Obama, sus trajes blindados y otros secretos


Obama usó trajes blindados en Cartagena

Obama usó trajes blindados en Cartagena

Juan Gossaín
El Tiempo, Colombia

Parecen tan normales que nadie se dio cuenta, pero todos los vestidos que Barack Obama lució en Cartagena estaban blindados, salvo la piyama blanca de mangas largas que se puso las dos noches.

Se trata de un recubrimiento a prueba de balas, llamado kevlar, hecho con una fibra flexible y liviana que le permite caminar sin rigideces.

Cuando los sastres que confeccionan sus trajes los entregan en la Casa Blanca, los especialistas del Servicio Secreto, que integran la guardia presidencial, proceden a agregarles el blindaje. Es como forrar la ropa por dentro, pero con hilos de acero.

El viernes en la noche, por ejemplo, concurrió a la recepción en la fortaleza de San Felipe de Barajas con un vestido entero de color oscuro y una camisa blanca sin corbata y el cuello abierto. El atuendo completo era blindado. Eso no impidió que subiera la colina con la agilidad que pone en cada acto público y que tanta admiración provocó entre los cartageneros.

Ahora entiendo por qué, a pesar de su delgadez, Obama a veces produce la impresión de que la ropa le quedara grande. O de que hubiera engordado de repente.

Además, durante el festejo en el mismo castillo, sobre su mesa podía verse una misteriosa cajita envuelta discretamente: son sus medicamentos, que incluyen pastillas contra la acidez estomacal, pero también un poderoso antídoto para el caso de posibles envenenamientos. No probó bocado durante la cena.
El sábado por la mañana, el presidente de Estados Unidos, que debía de tener hambre, pidió en el Hilton un desayuno abundante: café, jugo de naranja, huevos revueltos muy amarillos, al estilo americano, y una canasta de panes.

Luego, en camino hacia la instalación de la Cumbre, se detuvo un instante en la cocina, para perplejidad de los empleados, y se tomó fotos con ellos.

Ese día, en el almuerzo oficial, en el Centro de Convenciones, tampoco tocó ni un grano de arroz. Los meseros empezaron a preguntarse si es que Barack Obama no come nunca. Abandonó la mesa y prefirió encerrarse en la oficina que le tenían asignada. Del hotel le trajeron una ensalada de vegetales y algo de frutas. Apenas la picoteó.

Comió solo y comió poco. Luego regresó a la mesa de sus colegas, pero no compartió con ellos ni el postre.

Del barco de Roosevelt al hotel de Obama

En 1934, hace poco menos de 80 años, Franklin Delano Roosevelt, que fue presidente de Estados Unidos cuatro veces, almorzó en el Club Cartagena con su colega colombiano Enrique Olaya Herrera y durmió en la ciudad, acompañado de sus dos hijos y su silla de ruedas, pero a bordo de una fragata de guerra que estaba anclada en las afueras de la bahía.

De manera que Barack Obama es el primer presidente de su país que duerme en tierra firme colombiana, también en Cartagena, y dos noches seguidas. Cuando ya había anunciado que solo vendría por unas cuantas horas, el único que logró convencerlo de lo contrario fue Michael McKinley, su embajador en Bogotá.

En un comienzo, los organizadores de la Cumbre habían reservado los diez pisos del Hilton, a la orilla del mar, para alojar a tres de los países más poderosos de América: Estados Unidos, Brasil y México.

De repente llegó un mensaje de Washington: necesitaban el hotel completo para ellos. Brasileños y mexicanos, en un gesto comprensivo, accedieron a mudarse. Los estadounidenses alquilaron entonces todas las 360 habitaciones.

Al Presidente lo instalaron en la suite más importante, en el centro del octavo piso.

Al entrar a la habitación de Obama lo primero que se encuentra es una amplia sala de reuniones que tiene dos sofás de cuero, una mesita de centro con un florero y dos butacas. Viene luego el dormitorio presidencial, con una cama gigantesca que no parece doble sino cuádruple, y un clóset inmenso. El baño con tina es casi tan grande como un apartamento. Y por último, un comedor con asientos para ocho personas. Tiene un ventanal que mira a los jardines, pero no había nada que temer: el vidrio estaba más blindado que la ropa del Presidente.

El Gobierno de Estados Unidos había anunciado a la Cancillería colombiana que Obama vendría acompañado por tres aviones y seis automóviles. Pero la movilización se volvió tan grande que terminaron llegando diecinueve aviones y ventiocho carros.

El sábado a medianoche el Presidente levantó el teléfono de su mesita de noche, al que le habían instalado tres líneas diferentes, y en un castellano fluido solicitó que le bajaran la intensidad al aire acondicionado. Pidió el favor dos veces: please, please.

Le trajeron hasta el agua

Y aunque disponía de una neverita repleta de bebidas, no consumió nada, ni siquiera agua. La verdad es que sus ayudantes le trajeron el agua desde Washington, envasada en unas botellas transparentes de tenue color azul.

Para la cena del sábado, ofrecida por el presidente Santos en la Casa de Huéspedes Ilustres, le mandaron preguntar a Obama si quería comer algo en especial.

“El Presidente acepta lo que le brinden, pero pide que lo atiendan sus propios meseros”, fue la respuesta de sus asesores.

Así se hizo y llevaron cinco, todos ellos del Servicio Secreto. Tenían, como es de suponer, la misión de probar cada alimento por anticipado. Los acompañaban un hombre y una mujer enigmáticos que jamás se despegaron de Obama a lo largo de la visita. Son el doctor Scoutt Young, su médico de cabecera, reputado como uno de los mejores internistas del mundo, y la señora Susie Maron, su enfermera personal, que ostenta el grado de mayor del Ejército de Estados Unidos.

Entre los seis médicos que acompañaron al Presidente había uno que, además, es experto en manejar un helicóptero en caso de emergencia.

En mis apuntes finales de la Cumbre de las Américas encuentro otro hecho que merece destacarse: la victoria de la guayabera, aunque haya sido por estrecho margen, como dicen los comentaristas deportivos. Al acto de instalación concurrieron trece mandatarios ataviados con guayabera, doce con saco clásico -ya sabemos cuál de ellos estaba acorazado-, otro lo hizo con una chaqueta típica (el boliviano Evo Morales), cuatro más eran mujeres y solo uno asistió en mangas de camisa: el colombiano Juan Manuel Santos.

A las nueve y media de la mañana, la delegación de Estados Unidos se despidió del hotel, con su equipaje a cuestas. Obama ni siquiera se detuvo ante el puesto de ventas que las señoras de la embajada en Bogotá habían instalado en el fondo de la recepción.

Ofrecían camisetas y tazas con una cara de Obama ‘muerto’ de risa, otra de García Márquez en sus 85 años y una de Hillary Clinton guiñando un ojo. Cada una valía 20.000 pesos. Las utilidades serán para obras de beneficencia.

A la hora de la foto oficial con todos los presidentes, Obama masticaba un chicle. Hacia las seis de la tarde, mientras el avión presidencial tomaba vuelo entre el cielo espléndido de Cartagena, más de 700 personas de su comitiva, que se quedaron a disfrutar del turismo un par de días, alquilaron el Café del Mar, situado encima de las murallas venerables, para celebrar su propia rumba.

“Despachamos al hombre”, dijo uno de ellos, con sonrisa picaresca.

“Y ahora arranca nuestra fiesta”.

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