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martes, 12 de julio de 2011

Ian Blair y la tortura




Robert Fisk

No mucho después de la guerra de 34 días entre Hezbolá e Israel, en 2006 –en la que Israel llegó a su marca casi rutinaria de matar mil 300 libaneses, la mayoría civiles (Hezbolá mató 130 israelíes, la mayoría soldados)–, recibí una larga carta de un hombre de apellido Blair. No lord Blair de Isfahan (como ahora hay que llamarlo), sino sir Ian Blair, comisionado de la policía metropolitana que luego fue obligado a renunciar por Boris Jonson en uno de los abusos políticos más flagrantes que se hayan hecho jamás del cargo de alcalde de Londres.

La carta me impactó, primero porque no es habitual que reciba cartas de policías, y segundo porque fue escrita a mano en dos hojas por los dos lados. Me invitaba a tomar un té con él en Scotland Yard la próxima vez que estuviera en Londres.

Era una oportunidad demasiado buena para perderla. Lo había perturbado mi columna sabatina del 12 de agosto de 2006, en la cual, según él, fui muy injusto con su segundo de a bordo, Paul Stephenson –hoy, el comisionado–, quien había alardeado en una conferencia de prensa de haber aplastado la red terrorista más grande de la historia. Había impedido que múltiples atacantes suicidas se hicieran estallar en aviones comerciales en vuelo sobre el Atlántico, y así lo confirmaron procesos judiciales subsecuentes.

Mi problema era que mientras observaba a Stephenson faroleando en la BBC –en una de esas raras horas en que había electricidad durante la guerra en Líbano–, Israel perpetraba actos de verdadero terror en Beirut (y Hezbolá cometía algunos más pequeños en Israel). Me habría encantado, escribí, tener a Paul y sus muchachos para detener algún terror real... el cual tal vez estaba conectado con esas conjuras terroristas en Europa.

Entonces llegó la carta de Blair. Pero lo que la hizo más extraña fue que, cuando pasé por Londres, no hubo mención alguna de Paul Stephenson. Fue como si el tema se hubiera borrado de la mente de Blair. El funcionario se mostró amigable, pero estaba claro que otras preocupaciones lo embargaban. Acordamos hablar fuera de libreta, pero como de entonces para acá Blair ha escrito lo que sus editores llaman su historia interna, no veo por qué no deba ahora recordar nuestra reunión.

Salió a relucir la palabra tortura. Blair rumiaba un muy serio problema moral: le perturbaba actuar con base en información de inteligencia procedente de Pakistán que pudiera haber sido obtenida por medios que la policía metropolitana no recomendaría.

Y vaya que no. Los chicos de seguridad en Lahore, Pindi o Karachi son muy capaces de cortar con navaja partes de los genitales de un hombre o violar a sus familiares si la información tarda en llegar. (Ya hablaremos de un tal Jean Charles de Menezes.) “Obtengo información –me dijo– y encontramos en Londres las armas exactamente donde los paquistaníes dijeron que estarían. Y entonces, ¿qué hago? ¿Paso por alto lo que me dicen y pongo en peligro vidas de londinenses? No, tengo que actuar a partir de esa información.”

Pero, le pregunté, ¿proporcionaba él información a los paquistaníes? Me dijo que no tenía ningún contacto con ellos. Sin embargo, apunté, cada cierto tiempo se realizaba una junta de una unidad llamada Centro de Análisis Conjunto sobre Terroristas, en la cual participaban cuerpos de seguridad británicos y el propio Blair. ¿Acaso él no daba información a nuestros servicios de seguridad, que después la transferían a los paquistaníes? Sin duda éstos regresarían a su país a extraer más datos a aquellos infortunados. Blair pareció doblarse en el asiento y murmuró: Tendré que pensar en eso.

Blair era el comisionado cuando los bombardeos del 7/7 de 2005, y le preocupaba la conducta de jóvenes británicos de origen paquistaní. No era culpa de los padres, decía. La vieja generación vino a Gran Bretaña a trabajar, a disfrutar de la buena paga y las condiciones de vida, y se sentía feliz de ser británica. Fueron los jóvenes, que crecieron aquí y, luego de visitar la tierra de sus padres, se preguntaron qué hacían en Gran Bretaña.

Me pareció una apuesta segura: en ningún lado del mundo ha habido un atacante suicida de 60 años. Pero me di cuenta del problema de Blair: era un diversificador, un liberal, y acabó tratando de averiguar si la diversificación del país había errado el camino. La mayoría de los diarios la tomaron contra él, se peleó con sus propios compañeros de la policía y acabó decapitado por Boris. En nuestra reunión me pareció un poco abatido.

Su único intento de humorismo fue una deliciosa anécdota de cómo Eliza –Manningham-Buller, directora del MI5– perdió toda su compostura luego de la conjura de las bombas, cuando un oficial de seguridad del aeropuerto, con celo excesivo, los echó a todos por si llevaban material para fabricar bombas. Fue la única vez en su vida, contó Eliza a Blair, en que “estuvo a punto de decir: ‘¿sabe quién soy?’”

Tal vez lo que deprimía a Blair era el caso de Jean Charles de Menezes, trabajador brasileño totalmente inocente que fue abatido a tiros en el metro de Londres por policías que lo tomaron por un atacante suicida. Al levantarme para despedirme, le pregunté por él. “Creo que su periódico le dio el ángulo correcto –dijo–. El titular decía: ‘En el lugar y el momento equivocados’. Eso fue... y volverá a ocurrir.”

Bueno, gracias a Dios que no. Pero no olvidaré esa última acotación. Como solía decir John Gordon en el viejo Sunday Express: es como para enderezarse un poco en la silla, ¿no?

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

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