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domingo, 16 de mayo de 2010

Atrás a toda marcha, dos o tres siglos

Guillermo Almeyra

El capital utiliza la crisis que él mismo ha provocado y maneja para reducir ulteriormente los derechos y las conquistas históricas de los trabajadores, aumentar el número gigantesco de desocupados para pesar sobre los ocupados y sus salarios, y reducir al máximo sus ingresos reales. La mundialización capitalista ha permitido así, acabar con la jornada de ocho horas, con la prohibición del trabajo infantil y con la protección ambiental; ha reintroducido en masa la esclavitud, ha privatizado todo en beneficio de las grandes empresas y las trasnacionales, expropiando a los ciudadanos, y ha transformado todo –personas, ideas, valores– en mercancía; ha destruido las bases de la civilización y puesto en peligro de desaparición las bases materiales de la vida en el planeta. Decenas de miles de especies han desaparecido y otras decenas de miles las seguirán hacia la extinción durante la actual era del Antropoceno, provocada por la acelerada devastación capitalista.

Ésta, tras someter la agricultura y las zonas rurales de todo el mundo, se lanza ahora contra los bienes comunes subsistentes –el agua potable, los mares y los bosques– tal como, antes de la Revolución industrial, lo hizo contra los bienes de las comunidades (pastos, leña y arroyos) y las propias poblaciones. Para mantener alta la tasa de ganancia, reduce brutalmente el nivel de vida y de civilización, como en Grecia o España, recortando salarios y pensiones, eliminando subsidios y servicios a mujeres solas e inválidos, aumentando el impuesto al valor agregado, reduciendo derechos (indemnizaciones, vacaciones, aguinaldos), y carga sobre las mujeres el peso de la atención sanitaria de sus familiares y de la reproducción, elimina los jirones de soberanía que subsistían para servir al gran capital financiero internacional.

Éste, que pretende asiatizar los salarios directos e indirectos en los países metropolitanos y hacer retroceder dos o tres siglos el modo de vida, acaba de poner en marcha un nuevo Plan Marshall siete veces y medio mayor que el anterior. Los casi 900 mil millones de euros (un billón 200 mil millones de dólares, aproximadamente) aprobados para evitar la quiebra griega (y la española, irlandesa, portuguesa, inglesa e italiana, si las cosas seguían así) no tienen como motor –de acuerdo con el primer Plan Marshall– el miedo al comunismo, a la expropiación de los expropiadores, sino la necesidad de salvar a los especuladores y concentrar aún más la propiedad y el poder en manos de pocas y enormes empresas industrial-financieras. La represión brutal, como en Grecia, la guerra colonial de despojo (como en Palestina, Irak y Afganistán), el desconocimiento de los derechos humanos (como en el caso de Arizona y su racismo antinmigrante), son la respuesta del capital a la defensa de los trabajadores de sus conquistas sociales y de la civilización, a la voluntad de paz de los mismos, a la solidaridad en el seno de los explotados.

La crisis económica y la ecológica integran la ofensiva del capital contra los explotados y oprimidos, y contra la civilización resultante de la Revolución francesa (libertad, igualdad, fraternidad, para toda la humanidad). Por eso lo que sucede en Grecia o en España nos atañe directamente. Por eso no puede haber una solución meramente ecológica a la destrucción ambiental y la depredación de los recursos naturales, los cuales son finitos o pueden serlo, y a la desaparición de las otras especies. Por eso la defensa del ambiente debe hacerse –como destacó Evo Morales en la cumbre de Cochabamba– en el contexto de la lucha por un cambio de régimen. Pero éste no puede consistir sólo en la adopción de medidas ambientalistas o democratizadoras, sino que debe estar clara y políticamente dirigida a acabar con el poder de los hambreadores, despojadores, neoesclavistas y depredadores.

La autogestión del territorio y de sus recursos es también la construcción del poder en las mentes y en la sociedad, y de relaciones estatales democráticas y participativas que no pueden ser remplazadas por un aparato estatal burocrático neodesarrollista, dedicado a encarar reformas económicas y sociales, por importantes y bienvenidas que puedan ser. El aparato de Estado actual, cualquiera sea el gobierno, norma la integración del país en el mercado mundial capitalista y no es expresión de un inexistente socialismo comunitario. El Estado, en general, como relación de fuerzas entre las clases, es un terreno de la lucha de éstas, no un instrumento por arriba de la misma. Por eso los movimientos sociales defensores del mundo y la vida hoy atacado y que quieren preparar el porvenir, deben ser independientes del poder estatal y de sus instrumentos (como las instituciones, comprendidas entre éstas los partidos oficiales y la burocracia) y deben construir un poder dual frente al capital y el Estado. Si las leyes dan margen para eso, tanto mejor; si no, hay que hacer leyes mejores. Pero en ningún caso las leyes o la Constitución garantizan por sí mismas el éxito de la lucha, porque no son más que un pedazo de papel en la boca de un cañón. Lo decisivo es, por tanto, construir una relación de fuerzas favorable a la toma de conciencia anticapitalista.

La segunda ronda y (nosotros) sin novedad

Rolando Cordera Campos

La hecatombe financiera de 2008 llevó al mundo a una gran recesión que hizo evidente la no correspondencia entre las capacidades productivas y el consumo, en gran medida resultado de la mala distribución del ingreso y la riqueza a escala global. Esta contradicción clásica, que da lugar a una aparente sobreproducción, pudo ser sorteada por años gracias al crédito masivo que con el tiempo convirtió a Estados Unidos en un gran continente Gólem endeudado, cuya capacidad de pago disminuía aceleradamente. El gran desequilibrio entre China y Estados Unidos no ha hecho sino exacerbarse sin solución de continuidad a la vista.

Con el ingenio innovador de Wall Street y la City de Londres, entusiastamente imitado por otros circuitos financieros, la Torre de Babel de la especulación global se tornó castillo de naipes y el mundo de ayer, que hubiera dicho Stephan Zweig, estuvo a punto de desplomarse tan grande y arrogante como era. No lo hizo porque el Estado violó sus dogmas y rompió sin recato reglas que parecían mandamientos irrebatibles.

Lo que vivimos hoy, sin embargo, no es la simple continuación de la implosión del reino de la Alta Finanza. Ésta no sólo se apropió con bonos suculentos una buena parte del rescate, sino que está empeñada en una fiera prueba de fuerza con los gobiernos del planeta, en especial el del presidente Obama, que pugnan por introducir en esta formidable maraña de verbos, ideas, ocurrencias, y las fantasías más inverosímiles, un mínimo de racionalidad sistémica. Así, tras haber impedido la catástrofe con un extraordinario esfuerzo fiscal y un déficit mayúsculo, los gobiernos encaran el desafío de los mercados que acorralan al euro, ponen de rodillas a Grecia y España, y llevan a la Unión Europea en su conjunto a preguntarse por su viabilidad.

La jerga de acompañamiento de esta segunda oleada de la crisis no se distingue por su originalidad, como tampoco lo hace el coro de cacatúas de kafkahuamilpa: hay que revisar a fondo el modelo social europeo y acabar con la holgazanería y el desperdicio auspiciados por los sistemas de bienestar; hay que calmar los mercados, poner en orden la casa y someter este nuevo desborde de las democracias, cuyas miopes masas no parecen dispuestas a ceder lo conservado en seguridad, protección social y algo de tranquilidad frente el futuro incierto. Hay, en fin, dice el verbo encarnado de la restauración neoliberal, que hacer lo impensable para recuperar una disciplina fiscal y monetaria que, en realidad, nunca existió, salvo en las calenturas de los teóricos del mercado libre y las superganancias de los especuladores, pero cuya ruptura fue la única vía al alcance del gobierno más fundamentalista, el de Bush, por ejemplo, para evitar que la caída libre del sistema se convirtiera en un viaje al centro de la Tierra.

Europa, pero con ella el resto del mundo, enfrenta el desafío de una globalización cuya continuidad implica afectar sus equilibrios sociales y admitir que no puede haber unas políticas nacionales destinadas a usar con audacia el gasto público y a reformar unos sistemas monetarios horadados a la vez que llenos de cargas de profundidad siempre dispuestas a estallar. Que este desafío irrumpa en la Unión Europea da cuenta de la gravedad de la nueva situación: ha sido ahí, en ese espacio civilizatorio formidable, donde antaño ocurrieran las guerras más destructivas, donde más lejos se ha llegado en la ambición de combinar con eficacia algo de equidad social, democracia y globalización económica.

El que la política se haya mantenido detrás de la globalización económica europea explica en gran parte el quebranto actual, pero al admitirlo en los hechos (con el tan retardado rescate de Grecia) se ha abierto una mirilla de esperanza. Está por verse, en Grecia o España, Portugal o Irlanda, qué tanto está dispuesta la Unión a asumir su asignatura pendiente y encarar la magna tarea política de construir un Estado a la altura de su integración económica. Tal vez llegó la hora de preguntarse, como lo hiciera Alfonso Guerra, si no es el momento de anteponerle a la ley de bronce del salario, una ley similar a las ganancias.

Como escribiera Einstein en 1934: el rasgo distintivo de la situación política del mundo, y en particular de Europa, es que el desarrollo político no ha estado a la altura de la necesidad económica, que ha cambiado su carácter en muy poco tiempo. El interés de cada país debe subordinarse a los intereses de la comunidad más amplia. La lucha por esta nueva orientación política será dura, porque tiene la tradición de siglos en su contra. Pero el futuro de Europa depende de que esto se logre.

Tiempos interesantes, como los de la maldición china. Pero no preocuparse: en estos llanos llameantes de la periferia se vive y se muere a otra velocidad, porque la intensidad del drama global ha quedado sometida a la inmensa crueldad de la descomposición local.

Entre el no fue para tanto al pudo haber sido peor, los dos mantras cuan incongruentes como socorridos por el gobierno y las cúpulas del dinero según el humor con que amanecen, hemos llegado a una gran conclusión dialéctica: ahí la llevamos y más vale no moverle.

Se exportará lo que se pueda y seguiremos globales aunque sea de a poquito, y habrá ocupación para el que se deje. De lo demás, como la integración industrial mínima sin la cual el mercado interno es inconcebible, o el empleo normalizado y protegido indispensable para empezar a reconstruir la cohesión social, o la educación y capacitación de una juventud convertida en cargo insoluto, una vez echado por la borda el bono demográfico, mejor no hacer caso.

Al final de la ronda, sin embargo, habremos de volver al mundo y preguntarnos con él si es factible conservar la democracia que sea en un panorama global tan desolado. No más allá de 2012.

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