Rolando Cordera Campos / I
A partir de que la crisis
de la deuda externa nos explotara en las manos, el país tuvo que
encarar nuevas oleadas de adversidad a cual más corrosiva. Viendo hacia
atrás, debe reconocerse que el bloque dominante de entonces sacó fuerzas
de flaqueza y capeó el temporal aunque a un costo muy alto.
Desde el Estado, en efecto, se llevó a cabo una radical reforma de
Estado y se modificaron sustancialmente las relaciones económicas y
políticas con el exterior, a la vez que se hacía una radical revisión
del papel del gobierno en la economía. Las privatizaciones fueron vistas
como prendas de que la mudanza iba en serio y como acciones ejemplares
de nuevas y mejores formas de ampliar y recrear espacios para los
negocios, la acumulación y la obtención de lucros.
La joya de la corona de tanto cambiar fue la firma del TLCAN a fines
de 1993, junto con la reafirmación de que se abría una nueva era en las
relaciones de México con Estados Unidos y buena parte del mundo. El
espíritu de Houstonfue cultivado y festejado con esmero por los presidentes de Estados Unidos y México. El Estado se ausentó del diálogo reivindicativo por un nuevo orden concentrado en el Grupo de los 77 y ocurrió lo mismo con varios proyectos y empeños de vinculación con América Latina.
El ingreso a la OCDE confirmó esta decisión y nuestra obligada y
secular mirada al Norte se volvió vocación obsesiva. Todo empezó a verse
con lentes adquiridos en Houston y algunos afortunados negociantes se
atrevieron a explorar territorios ignotos en Wall Street y hasta en la City londinense.
Atrás parecían quedar los desdenes sufridos en Davos o en las
celebraciones del bicentenario de la Revolución Francesa y la coalición
gobernante en formación recogió las condiciones y exigencias del capital
y los negocios, tras el trago amargo de la nacionalización bancaria de
1982. El Mexican moment volvía a aparecer en el horizonte y
esta vez no basado en la riqueza petrolera que nos había mandado a las
Grandes Ligas allá por fines de los años 70.
Larga saga ésta, que se alteró en 1994-95, con el
error de diciembrey, antes, el alzamiento de los zapatistas o vectores que conspiraban contra ese cambio terso acariciado por las élites. El camino andado se retomó y reconfirmó con el rescate mexicano operado por el presidente Clinton, mediante una orden ejecutiva por encima de las veleidades y necedades de su Congreso y su partido.
Así, el TLCAN registra un despegue virtuoso, impulsado por el boom
de la economía estadunidense y la economía mexicana cierra el siglo XX
con una mejora de 6 por ciento. Sin inflación ni devaluación.
El pluralismo político tutelado desde el poder del Estado, irrumpe
como alternancia democrática en el Poder Ejecutivo y así, parecen
concretarse y cumplirse las expectativas de un cambio político gradual,
positivo y pacífico.
Las elecciones no sólo se respetan; son notablemente equitativas,
sobre todo si se les compara con su triste tradición de abuso del poder e
inequidad en los recursos. La transición promete llegar a una
consolidación democrática, como lo reclamaban los poderes financieros y
económicos, así como la presidencia de Clinton. La
normalizaciónmexicana está a la vista, con una economía abierta y de mercado y una democracia robusta y respetada por todos. El IFE se afianza como árbitro democrático y el presidente Zedillo vislumbra una reforma electoral
definitiva, mientras trata de asimilar la reforma económica de mercado con una política de Estado que desea definitiva.
México podía presumir de haber sido pionero aventajado de la
globalización que el presidente Bush veía como nuevo orden mundial
después de la Guerra fría y el desplome de la URSS, mientras el
Estado se adelgazaba y el Tratado era presentado como candado virtuoso
contra las veleidades de la tradición revolucionaria. Los cambios han
sido muchos y poco ha quedado intocado.
Ahora, con una generación adulta que no conoció otra cosa que
promesas globalizadoras y salidas múltiples a la informalidad laboral y
profesional y que ahora se estrena como generación gobernante, el
balance es obligado. Las señales de cansancio proliferan y la desazón y
el miedo por la inseguridad y el crimen desbordados amenazan darse la
mano con los resultados de una economía que no avanza ni genera los
empleos y los excentes necesarios para empezar a construir un auténtico
Estado de bienestar y una sociedad habitable.
Sometida a una
trampa de bajo crecimiento y desigualdad, como la describiera Jaime Ros, la economía política resultante de tantos años de mudar aparece no sólo más compleja que la de hace 30 años, y se nos presenta como un agresivo desafío que no puede seguirse posponiendo, a la espera de nuevos rescates del exterior. Acomodarse a una voluptuosa economía global no fue suficiente, como tampoco lo ha sido la normalización democrática. En sus órganos de deliberación y decisión por excelencia, como el Congreso, los medios y los partidos, no se delibera ni se decide sobre lo fundamental y el nuevo gobierno, en vez de tomar la iniciativa para el giro indispensable en la conducción politicoeconómica del país, insiste en negar para no ver lo urgente que se ha vuelto decisivo: una nueva reforma del Estado para fortalecerlo para hacer lo que no se hizo: acrecer las finanzas públicas y acometer políticas de fomento industrial dirigidas a interiorizar las ganancias de una globalización que para nosotros se quedó a medio camino: acentuó la integración regional y propició la desintegración productiva nacional.
La política, la de antes y la de ahora, no se tomó la molestia de
tomar nota y sus valedores optaron por el obtuso deporte de vaciarla de
contenido. Para ser diferentes hay que asumir la necesidad de cambiar de
régimen político hacia la proporcionalidad total con rumbo a un
parlamentarismo efectivo. Pero para esto es vital crecer para poder
distribuir algo más que migajas y nostalgias. Para hacer, del cambio
estructural y de la democracia, continentes y no sólo componentes de un
nuevo curso de desarrollo.
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