Sheriff Joe Arpaio: “Lo primero que hay que hacer es meter en la cárcel a los que saltan esta valla”
El sheriff dirige una inusual prisión para las personas sin documentos que ingresan a Estados Unidos.
Al sheriff del condado de Maricopa en Arizona, Joe Arpaio, le gusta presentarse como el más duro de Estados Unidos, cazador sin piedad de indocumentados e inventor de una cárcel en la que los prisioneros viven en tiendas de campaña, a 50 grados a la sombra en verano.
“La próxima vez que quiera quejarse acerca de la cárcel, piense en lo dura que es la vida para nuestros soldados en Irak”, desafía un cartel en la entrada de la cárcel de Maricopa, que puede albergar hasta 2.000 prisioneros.
En la cárcel de Maricopa los detenidos son mayores de 18 años, unos son criminales acusados de delitos menores, como conducir en estado de ebriedad, y otros son migrantes indocumentados.
Los presos están en tiendas de campaña en un gran patio bajo un sol inclemente, rodeados de alambradas y de torres de vigilancia, y visten uniformes sacados de las viejas películas estadounidenses, de rayas blancas y negras.
Su ropa interior, medias y toallas son de color rosa, para evitar que se las roben, según Arpaio. Pero muchos creen que es una forma de humillación, como el cartel que Arpaio ha colocado en la torre de vigilancia más alta, a 15 metros de altura, y que anuncia en Phoenix: “Hay plazas libres”.
Alejandra Soler Mett, directora de la Unión Americana por las Libertades Civiles de Arizona, expresó que Arpaio solo busca humillar.
Arpaio fue elegido como sheriff del condado de Maricopa por sus conciudadanos en 1992 y desde entonces ha renovado su cargo cuatro veces consecutivas.
Sus agentes llegan en cualquier momento a edificios, barrios, fábricas o cualquier otro lugar donde se reúnan latinos o inmigrantes. Con documentos o sin ellos, los arrestan. En dos años ha detenido a 33 mil inmigrantes “sin papeles”, según Soler.
El “sheriff Joe”, como se conoce en Phoenix a Arpaio, que cumplirá 78 años en el mes de junio, no disimula que está orgulloso de su obra. “Yo cumplo las leyes”, aseguró.
La nueva ley migratoria SB 1070 aprobada en Arizona da potestad a la Policía para actual al estilo Arpaio y detener a cualquier extranjero sospechoso de no tener sus papeles en regla y actuar.
La popularidad de Arpaio es tan grande dentro y fuera de Arizona que hasta se rumoró que iba a presentarse para gobernador del estado en las próximas elecciones. Pero él descartó esa posibilidad porque aseguró que quiere seguir sirviendo como sheriff.
Sin embargo, la cárcel de Maricopa luce desde hace dos años más vacía, con una media de 800 prisioneros, entre ellos migrantes, desde que el Gobierno Federal le quitó a Arpaio la posibilidad de colaborar en un programa de lucha contra los criminales indocumentados.
Los críticos de Arpaio, igual de feroces que sus partidarios, aseguran que bajo su aparente eficiencia yace un racismo latente, en un estado con 460.000 indocumentados, la mayoría de ellos hispanos.
Agustín García, un obrero mexicano y deportado, declaró: “Hemos estado en Estados Unidos durante 18 años, pero Arpaio nos envió de regreso”. “Al sheriff Arpaio no le gusta la gente de piel oscura”, relató otro deportado.
Arpaio, hijo de migrantes italianos, no se muerde la lengua y rechaza el epíteto racista. “Es una lástima que no me quieran”, dijo con una sonrisa. Luego acotó: “lo primero que hay que hacer es meter en la cárcel a los que saltan esta valla (en la frontera con México) que costó 1.000 millones de dólares”.
Arpaio ha conseguido crear un clima de miedo en la comunidad migrante de Arizona, pero también es vigilado muy de cerca por el gobierno federal.
“El sheriff Joe no es alguien agradable, es su estilo. No tienes derecho a café, a cigarrillos”, explicó Christopher Lee, un recluso de 32 años, mientras acariciaba un caballo. Como parte del programa de trabajo dentro de la cárcel, Lee y otros prisioneros cuidan animales maltratados, en una pequeña granja. También participan en otros programas de lucha contra la adicción a las drogas y hasta hay un pequeño centro escolar.
EFE / El Telégrafo
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