Carolina Escobar Sarti
Alrededor de dos millones de niñas de entre 5 y 15 años edad son introducidas anualmente en el comercio sexual en todo el mundo. Hasta hace pocos años esto sucedía en mayores proporciones en Asia, pero en los últimos tiempos ha experimentado un notable incremento en América Latina.
Por ello, la trata de personas ha sido calificada por algunos como “un fenómeno criminal rentable”, definición que sociológicamente quizás sea suficiente, pero no en términos de su dimensión humana. ¿Qué niña o niño sexualmente explotado desde su infancia será, en su madurez, una persona capaz de sostenerse en pie en un mundo que le ha sido tan hostil? ¿De qué fe en la humanidad estamos hablando?
Trata de personas no es lo mismo que tráfico de personas y alrededor de estos dos términos se ha generado mucha confusión. El tráfico de personas es una violación contra el Estado, mientras la trata es una violación contra una persona. Por medio del negocio del tráfico se hace que las personas crucen fronteras sin los documentos y procedimientos requeridos por ley, mientras la trata involucra un acto contra la voluntad del individuo.
Una niña de 7 años que migra sola, por ejemplo, puede empezar su travesía de la mano de un traficante, pero durante el viaje o en el lugar de destino es obligada a entrar en una situación de trata que puede ir desde un trabajo forzoso hasta la prostitución infantil. Si el traficante tuvo que ver con ese hecho forzoso, es también un tratante. Si, en otro caso, esa niña o sus padres fueron engañados por alguien que le “arregló” a ella los papeles para que entrara a otro país legalmente, pero luego la obliga en ese otro país a prostituirse, es también un caso de trata.
En Guatemala, la trata de personas ha ido en aumento y es considerada una de las formas contemporáneas más crueles de esclavitud, un problema de carácter transnacional, un crimen de lesa humanidad y una de las peores violaciones a los derechos humanos. Y aunque vivimos aún en el paraíso de la impunidad, fue muy importante la aprobación a la Ley contra la Violencia Sexual, Explotación y Trata de Personas, que entró en vigor el 14 de abril del 2009. Esa norma tipifica y sanciona las conductas ilícitas relacionadas con la explotación y la trata de personas, y establece disposiciones mínimas en la atención y protección de las víctimas, la prevención de la problemática y la restitución de los derechos violentados.
Esas mafias de tratantes no solo están en las calles, para funcionar necesitan enquistarse meticulosamente en el sistema de justicia, en instancias gubernamentales, en empresas y, por qué no, hasta en instancias de derechos humanos y en la academia. ¿O no nos recordamos de aquella red de prostitución infantil que se quebró por la mitad en un recinto universitario costarricense, hace pocos años? Por ello, la ley antes mencionada es un paso adelante en el sentido correcto, aunque las cosas caminen lento y haya que trabajar mucho en su efectiva aplicación. En ese sentido, alianzas como la que acaba de establecerse entre el Refugio de la Niñez y la Procuraduría General de la Nación son importantes para ofrecer una mejor atención a las víctimas de la violencia sexual, explotación y trata de menores de edad, así como para la persecución penal de los victimarios.
Dicen que nunca se da tanto como cuando se da esperanza, así que ante la enorme deuda que, en este sentido, hemos contraído con la niñez y adolescencia de nuestro país, habrá que levantar pactos civilizatorios del tamaño de la paz y la justicia que anhelamos, mucho más rentables que el crimen.
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