El curso revolucionario actual en Bolivia está comprobando esas afirmaciones. En el surco abierto por el gobierno nacionalista de Gualberto Villarroel (1943-1946) con la primera asamblea indígena y después por la revolución de 1952 y por la asamblea popular a fines de los años 60, en tiempos del gobierno del también nacionalista general Juan José Torres, el gobierno de Evo Morales-Alvaro García Lineras está construyendo una Bolivia con un Estado basado en el masivo consenso indígena, una nación democrática y moderna que lucha por su independencia y la de todos los países latinoamericanos, en la perspectiva de la creación de un régimen social diferente que saque al país del capitalismo en condiciones de aguda dependencia.
Ahí empiezan los problemas, porque la meta social está definida mucho más por lo que no debe ser –ni el llamado socialismo real
totalitario, ni la imposible política de la socialdemocracia– que por un proyecto común. Existe la convicción de que ese cambio social no puede ser ni calco ni copia de la experiencia rusa, yugoslava, china, cubana, sino que debe apegarse a la historia y las condiciones bolivianas. Y, por supuesto, la conciencia de que un aparato estatal fuerte apoyado en el movimiento campesino y en los trabajadores urbanos será la herramienta fundamental para construir las bases de una transformación profunda de Bolivia, que es un país vasto y riquísimo, apenas poblado por menos de 10 millones de habitantes y con gran cantidad de trabajadores emigrados, sobre todo a Argentina, Brasil y España.
Pero ahí acaban las coincidencias en el mismo gobierno y en su partido, el Movimiento al Socialismo. Hay, en efecto, quien teoriza que el gobierno actual es el gobierno de los movimientos
. Pero éstos no tienen proyecto alternativo al capitalismo y, además, se basan en la defensa dentro de este sistema de las condiciones de vida y trabajo de sus integrantes y, por eso, entran muchas veces en choque con otros movimientos sociales y con el gobierno mismo y asumen muy a menudo un aspecto corporativo.
También existe quien piensa que es posible crear un modelo capitalista de los pobres, llamado capitalismo andino, que se basaría en una alianza entre lo que queda de los ayllus (es decir, las comunidades prehispánicas) y la incipiente burguesía nacional, con el Estado como aglutinante. Pero ese Estado es hoy capitalista y, por lo tanto, somete aún más a un tremendo desgaste a los restos comunitarios –mediante el mercado, la educación, las leyes, los impuestos– y tiende además a sustituir a los elementos de la naciente burguesía nacional, que incluso nacen también de la disolución de las comunidades. Los ayllus, por otra parte, ya desde tiempos de la Colonia dejaron de ser autosustentables porque dejaron de ser territoriales (es decir, de tener tierras en las montañas, en la falda de éstas y en los valles, para compensar con diversas producciones los problemas climáticos) y tuvieron que concentrarse en comunidades inventadas.
Hay también los que se dan como meta un socialismo comunitario no muy bien definido. Es cierto que, como planteaba Marx en sus célebres cartas a Vera Zasulich, es teóricamente posible que en algunos países no industrializados y con fuerte base campesina tradicional el socialismo se apoye fundamentalmente en las comunidades agrícolas no destrozadas aún por el desarrollo del capitalismo. Pero el capitalismo de hoy no es el del siglo XIX y existen aymaras que exportan a China y allí instalan sus hijos porque salen de la comunidad directamente al mercado mundial. El capitalismo, por otra parte, subsume hoy la agricultura y todas las relaciones precapitalistas y penetra, con sus ideas y sus mercancías, por cada poro de la sociedad. Las comunidades se diferencian internamente a gran velocidad y se disgregan. Además, el socialismo requiere una educación colectiva, pero también alternativa, científica, desmistificadora. Ese es el papel del partido que aún no existe y que el MAS no desempeña, ni cumplen tampoco los movimientos sociales. Para ser socialista, por otra parte, hay que dejar de verse primordialmente como comunitario, indígena, obrero o campesino, para no perder esas identidades pero integrarlas en una superior, la de un hombre o una mujer libres, internacionalistas, solidarios, lo cual está lejos de ser el caso en la actualidad.
Hoy, si dejamos de lado algunos militantes provenientes de los viejos partidos de la izquierda, el grueso de los cuadros del MAS son nacionalistas pragmáticos y atribuyen al Estado el tradicional papel extractivista y distribucionista que tenía el desarrollismo nacionalista clásico de 1952. Al mismo tiempo, encuentran en la particularidad de sus movimientos la oportunidad para hacer carrerismo en el Estado apoyándose en bases propias, que tienden a controlar burocráticamente. Esto abre el camino a una doble burocratización: la de los dirigentes que se integran en el aparato estatal y la de la verticalización creciente de las organizaciones de base, con fines y por medios clientelares. Aquí está el nudo del problema: en la carencia de fines claros para la superación del capitalismo y en la falta de un partido, democrático, pluralista, no estatista, que dé importancia a la discusión teórica y a la formación política de sus cuadros.
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