Impactada por la colosal desgarradura humana que día a día se profundiza en Haití, he releído una de las joyas imperecederas de la literatura cubana, El reino de este mundo, de Alejo Carpentier, obra en la que puede hurgarse en las raíces de “ese inacabable retoñar de cadenas, ese renacer de grillos, esa proliferación de miserias” en que ha devenido la nación que produjo la “primera república negra de la historia”.
Novela imprescindible para la comprensión de la Revolución Haitiana, El reino de este mundo constituye, a un tiempo, la obra en que, por vez primera, Carpentier realiza su peculiar visión de lo que él llama “lo barroco americano” y “lo real maravilloso”. Es la visión del artista que traduce en imágenes y significados el abigarrado mundo latinoamericano y caribeño de las oposiciones, las paradojas, las contradicciones humanas dimanantes de una cultura mixta, híbrida, heterogénea, cargada, que se resiste a cualesquiera moldes, esquemas y preconceptos propios de la llamada “cultura occidental”.
En este mundo -habitado por quienes Jorge Guillermo Federico Hegel se atrevió a llamar “pueblos sin historia”-, la maravilla y la magia no constituyen deslices, gazapos o lapsos de la Diosa Razón, destinados a caotizar un orden prestablecido por “el entendimiento”; menos aún representan evidencias de “oscurantismo”, “atraso”, “subdesarrollo”, “puerilidad” o “pereza mental”. Se trata, antes bien, de expresiones objetivas de la propia realidad, de su riqueza diversa, profusa e inmarcesible. Como en algún lugar apuntara Armando Hart, “la visión real, maravillosa, barroca y universal” de Carpentier “se sale del marco o del esquema intelectual que la civilización occidental impuso como una limitación al pensamiento independiente del hombre. (…) Es una visión artística de quien se impacta ante la complejidad, los contrastes, el movimiento y la diversidad de tiempos históricos con que se presenta lo real americano. La reflexión viene de quien no puede amoldar en patrones convencionales lo que visualiza. Lo hace con asombro y sorpresa. Es la riqueza y variedad de lo real que se presenta como nuevo, como insólito. Su riqueza de imágenes viene de lo real mismo en su relación con la sensibilidad humana y los condicionantes del conocimiento y sus limitaciones.” La idea de “lo real maravilloso” procura “superar todo escolasticismo y sus vestigios modernos, y se corresponde con las formas del pensar y sentir de América.”
Ofrecemos a los lectores de NosOtros un fragmento del célebre “Prólogo” de El reino de este mundo (1949), en el que el autor expone de forma concisa su credo histórico, estético y, podríamos decir, filosófico. Huelga insistir en que, al hacerlo, invitamos al análisis, la reflexión y el debate.
(…) Lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado límite”. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos, ni los que no son Quijotes pueden meterse, en cuerpo, alma y bienes, en el mundo de Amadís de Gaula o Tirante el Blanco. Prodigiosamente fidedignas resultan ciertas frases de Rutilio en Los trabajos de Persiles y Segismunda, acerca de hombres transformados en lobos, porque en tiempos de Cervantes se creía en gentes aquejadas de manía lupina. Asimismo el viaje del personaje, desde Toscana a Noruega, sobre el manto de una bruja. Marco Polo admitía que ciertas aves volaran llevando elefantes entre las garras, y Lutero vio de frente al demonio a cuya cabeza arrojó un tintero. Víctor Hugo, tan explotado por los tenedores de libros de lo maravilloso, creía en aparecidos, porque estaba seguro de haber hablado, en Guernesey, con el fantasma de Leopoldina. A Van Gogh bastaba con tener fe en el Girasol, para fijar su revelación en una tela. De ahí que lo maravilloso invocado en el descreimiento -como lo hicieron los surrealistas durante tantos años- nunca fue sino una artimaña literaria, tan aburrida, al prolongarse, como cierta literatura onírica “arreglada”", ciertos elogios de la locura, de los que estamos muy de vuelta. No por ello va a darse la razón, desde luego, a determinados partidarios de un regreso a lo real -término que cobra, entonces, un significado gregariamente político-, que no hacen sino sustituir los trucos del prestidigitador por los lugares comunes del literato “enrolado” o el escatológico regodeo de ciertos existencialistas. Pero es indudable que hay escasa defensa para poetas y artistas que loan el sadismo sin practicarlo, admiran el supermacho por impotencia, invocan espectros sin creer que respondan a los ensalmos, y fundan sociedades secretas, sectas literarias, grupos vagamente filosóficos, con santos y señas y arcanos fines -nunca alcanzados-, sin ser capaces de concebir una mística válida ni de abandonar los más mezquinos hábitos para jugarse el alma sobre la temible carta de una fe.
Esto se me hizo particularmente evidente durante mi permanencia en Haití, al hallarme en contacto cotidiano con algo que podríamos llamar lo real maravilloso. Pisaba yo una tierra donde millares de hombres ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal, a punto de que esa fe colectiva produjera un milagro el día de su ejecución. Conocía ya la historia prodigiosa de Bouckman, el iniciado jamaiquino. Había estado en la Ciudadela La Ferriére, obra sin antecedentes arquitectónicos, únicamente anunciada por las Prisiones Imaginarias del Piranese. Había respirado la atmósfera creada por Henri Christophe, monarca de increíbles empeños, mucho más sorprendente que todos los reyes crueles inventados por los surrealistas, muy afectos a tiranías imaginarias, aunque no padecidas. A cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías. Lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del Continente y dejaron apellidos aún llevados: desde los buscadores de la Fuente de la Eterna Juventud, de la áurea ciudad de Manoa, hasta ciertos rebeldes de la primera hora o ciertos héroes modernos de nuestras guerras de independencia de tan mitológica traza como la coronela Juana de Azurduy. Siempre me ha parecido significativo el hecho de que, en 1780, unos cuerdos españoles, salidos de Angostura, se lanzaran todavía a la busca de El Dorado, y que, en días de la Revolución Francesa -¡vivan la Razón y el Ser Supremo!-, el compostelano Francisco Menéndez anduviera por tierras de Patagonia buscando la Ciudad Encantada de los Césares. Enfocando otro aspecto de la cuestión, veríamos que, así como en Europa occidental el folklore danzario, por ejemplo, ha perdido todo carácter mágico o invocatorio, rara es la danza colectiva, en América, que no encierre un hondo sentido ritual, creándose en torno a él todo un proceso iniciado: tal los bailes de la santería cubana, o la prodigiosa versión negroide de la fiesta del Corpus, que aun puede verse en el pueblo de San Francisco de Yare, en Venezuela.”
(…) Por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología, por la presencia fáustica del indio y del negro, por la Revelación que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos mestizajes que propició, América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías.
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