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jueves, 14 de enero de 2010


La inmoralidad mayor

John Saxe-Fernández
La inclusión de Cuba en la lista de países que el Departamento de Estado califica de patrocinadores del terrorismo internacional, a la que congresistas de derecha quieren agregar Venezuela, además de arbitraria e injusta, como afirmó el Ministerio de Relaciones Exteriores de la isla, es otro indicio de que con Obama persiste y se amplía lo que C. Wright Mills llamó la inmoralidad mayor. Es decir, el ascenso de la cúpula castrense que, en medio de la crisis que abate la economía imperial, hace de la guerra y el narcotráfico el mejor de los negocios, convirtiéndose en un estrato capitalista que engrana intereses del alto capital con la política del sector militar, a la vez que acentúa el papel castrense en las decisiones de política exterior y de seguridad nacional.

La cincuentenaria y renovada embestida contra Cuba se inscribe en una amplia gama de operaciones del Consejo de Seguridad de Obama: esquemas de guerra psicológica de corte propagandístico-electoral contra fuerzas progresistas y nacionalistas de Latinoamérica, que incluyen la activa participación de grandes firmas (como la que protagonizó Halliburton de México durante el mandato Bush/Cheney en la campaña contra AMLO en 2006); de fundaciones, ONGs y del National Endowment for Democracy, vinculado al aparato de inteligencia, que también opera en la región con un notorio aumento presupuestal que, de 53, pasó a poco más de 300 millones de dólares, lo que dice mucho en tiempos de penuria económica.

El variado menú imperial contra gobiernos de centro-izquierda tiene platillos del poder suave y duro que incluyen intimidaciones como las de Clinton contra los que osan seguir políticas domésticas y externas soberanas, que recuerdan oscuras épocas de la diplomacia mundial, y también atroces operativos de terrorismo de Estado: ataques a civiles inermes usando tropas no oficiales; golpes de Estado, como en Honduras (integrante de la ALBA) seguidos de brutal represión policial-militar y, como en Afganistán, con su dosis de ejecuciones extrajudiciales. Agréguese la proliferación de bases en Colombia y Panamá; la profundización de la campaña contra Venezuela y las violaciones de su espacio aéreo, así como frecuentes manoseos en las relaciones cívico-militares sudamericanas por parte del Comando Sur, y se tendrán pistas sólidas de la continuidad con el atroz régimen Bush/Cheney. Se trata de una tendencia estructural signada por la aguda militarización de la política exterior y sus operaciones diplo-militares, integrando los programas de intervención y ocupación que realizan el Comando Norte en México y Canadá, y el Comando Sur en América Central y Sudamérica: de ahí la semejanza con las operaciones de terror de Estado en Irak, Afganistán y Pakistán donde, como ocurre con el Plan Colombia, son endémicas las masacres de la población civil usando fuerzas paramilitares y ejércitos mercenarios que operan como firmas de seguridad.

El asunto es grave: Estados Unidos es una potencia militar bajo fuerte crisis económico-financiera, energética, ambiental y de acceso a recursos naturales estratégicos, con inclinación a recurrir a los instrumentos castrenses para neutralizar su debilitamiento hegemónico, monetario y la competencia de otros polos industriales y geopolíticos en Europa y Asia, también ávidos de mercados y recursos naturales. Lo que coloca a la inmoralidad mayor como amenaza de primer orden a la estabilidad y seguridad internacional, y por tanto en primer lugar de la agenda de las naciones, empezando por las de América Latina y el Caribe y de la Corte Penal Internacional.

Además de cerrar filas con Cuba y Venezuela, es crucial exigir el ingreso de Estados Unidos a la comunidad civilizada de naciones: los crímenes de guerra (Irak, Afganistán, Colombia…) se castigan bajo jurisdicción internacional. Para empezar, que Estados Unidos respete el derecho internacional y se someta, como el resto del mundo, a las Convenciones de Ginebra.

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