Editorial La Jornada--
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terroristas, son hechos que ponen en evidencia el absurdo de una violenta aventura neocolonial que ha entrado ya en su noveno año y que ha causado destrucción, muerte y sufrimiento indecibles a la población afgana y la pérdida de unos mil 600 soldados ocupantes. Es decir, a casi una década de que George W. Bush lanzó la incursión punitiva contra ese país de Asia central, en venganza por los ataques del 11 de septiembre de 2001, parece que la sensatez empieza a abrirse paso entre los dirigentes de la alianza occidental y que, poco a poco, van llegando a la conclusión de que la campaña de aniquilamiento contra Al Qaeda y sus aliados, los talibanes, carece de sentido, y que la confrontación entre los integrismos islámicos armados y el gobierno de Washington pasa necesariamente por el diálogo y la negociación.
Lo que a fines de 2001 parecía una victoria militar y política fácil –la expulsión de los talibanes de Kabul y la posterior conformación de un gobierno títere presidido por Hamid Karzai, ex colaborador de la CIA y de empresas petroleras occidentales, cuya familia aparece vinculada al tráfico de drogas– se ha revelado como un pantano sangriento en el que las fuerzas estadunidenses y europeas se desgastan y los civiles afganos mueren por millares a consecuencia de errores
de los ocupantes. La virulenta campaña emprendida por el anterior gobierno estadunidense en contra de los fundamentalistas ha debido ceder terreno a gestiones diplomáticas incipientes, pero inevitables. La más formidable máquina de guerra y destrucción del mundo ha sido incapaz de imponer un control territorial mínimamente creíble y permanece a la defensiva frente a grupos guerrilleros irregulares, mal armados y pertrechados, que exigen la salida de las tropas extranjeras de territorio afgano.
El único factor que puede explicar el empecinamiento bélico occidental es la existencia de poderosos intereses corporativos estadunidenses y europeos que, al igual que en Irak, han resultado los grandes beneficiarios de la ocupación y la devastación de Afganistán. En su momento, tales intereses lograron incluso imponer al candidato presidencial Barack Obama –y luego, al actual presidente de Estados Unidos– una política de continuidad de lo perpetrado por Bush en el país centroasiático, y hasta de profundizarlo y agravarlo.
Lo ilusorio de los triunfos militares estadunidenses puede apreciarse también en Irak, en donde, después de casi siete años de cruenta ocupación militar, los contingentes bélicos extranjeros han sido incapaces de erradicar una violencia que ayer, en Bagdad, se expresó en una cadena de atentados dinamiteros contra hoteles de esa metrópoli que cobró cuatro decenas de vidas.
En uno y otro caso Washington tendría ya que tener claro que lo procedente es sacar sus tropas a la brevedad y dar paso a gestiones internacionales de pacificación. Cada día que los soldados de la superpotencia y de sus aliados permanecen en esos países tiene un costo adicional en vidas, en destrucción, en derrumbe de la ética y en liquidación de la lógica.
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