Salvo los voceros oficiales, todos los análisis han subrayado el fiasco no mitigado que significó la cumbre del G-20. El lenguaje encontrado para expresar el consenso en el comunicado oficial resultó tan distante de la realidad que fue difícil tomarlo en serio. Qué hueco suena el compromiso de llevar adelante los esfuerzos coordinados y actuar de consuno para generar un crecimiento fuerte, sostenible y equilibrado
, proclamado en el numeral 4 de la declaración de Seúl. La división abismal entre quienes, como Estados Unidos, han persistido en sus esfuerzos por nutrir y reanimar una recuperación que alcance la dimensión necesaria para reducir de manera sensible la desocupación y aquellos que, liderados por Alemania, insisten en dar prioridad a la consolidación de las finanzas públicas, abatir los déficit en lapsos perentorios e imponer a los países más expuestos a los renovados ataques especulativos brutales políticas de ajuste recesivo.
Las propuestas de convenir en acciones colectivas, como la de establecer un límite cuantitativo de equis puntos del PIB a los desequilibrios externos, tanto en el caso de los déficit como en el de los superávit, fueron desechadas casi en el momento mismo de plantearse y sin abrir espacio a una consideración cuidadosa. Otras ideas valiosas, como la de establecer criterios que permitan medir el efecto de las acciones nacionales sobre la perspectiva económica global y la particular de terceros países, se perdieron en la cacofonía del debate sobre tipos de cambio y acciones de expansión monetaria, que parecían hacer que todo dependiera de que un país aceptase devaluar su moneda u otro consintiera en no seguir creando liquidez.
En suma, ni coordinación de políticas, ni sostenibilidad de la recuperación –el año cierra en un ambiente de debilitamiento pronunciado de la actividad y de revisión a la baja de las previsiones de crecimiento para los dos próximos años–, ni esperanza de corrección de los mayores desequilibrios globales.
A partir de Seúl, es de dudarse que el G-20 pueda realmente actuar como el foro principal para la cooperación económica y financiera global. Las divisiones no sólo afloraron entre los países avanzados, como ya se ha señalado, sino entre las economías emergentes más significativas. El BRIC, tras haber sido el principal factor de impulso de los acuerdos para reformar la gobernación de las instituciones financieras multilaterales, parece haberse enredado en una disputa sin futuro acerca de qué tipo de acciones de estímulo o de rebalanceamiento son admisibles a la luz de sus efectos sobre los tipos de cambio relativos y las corrientes de capital especulativo y sus efectos desequilibradores. Por cierto, esos acuerdos para reformar a las instituciones de Bretton Woods y dar en ellas mayor poder de decisión a las economías emergentes constituyen el único elemento positivo y esperanzador en un panorama esencialmente sombrío.
Sobre este trasfondo se desencadena la segunda crisis del euro, ahora en Irlanda. Los acuerdos de los países de la zona del euro para evitar la especulación depredadora y para hacerle frente de manera casi automática, adoptados a raíz de la primera crisis del euro, en Grecia, parecen haberse atascado. Al no poder evitarse la irlandesa, se favorece la apuesta de los especuladores contra el euro en Portugal, en España y en los que vengan más adelante. No parece exagerado calificar de excesivas, inefectivas y, desde luego, contraproducentes, las condiciones impuestas a Dublín para darle acceso al financiamiento de emergencia. Colocado entre la espada y la pared, el gobierno de coalición hubo de aceptarlas para acceder a los fondos del paquete de rescate definido por la Unión Europea y el FMI. La forma en que se negoció dio lugar a que el Partido Verde rompiese su coalición con el Fianna Fáil y precipitase una crisis política que desembocará en elecciones anticipadas, a dirimirse en un ambiente político enrarecido. El de Irlanda ha sido el primer gobierno derribado por la especulación contra el euro y todo mundo se pregunta quiénes siguen.
Las predicciones de fin de año sobre el comportamiento de la economía mundial son, como se dijo, desalentadoras. La divulgada por el Economist Intelligence Unit el 17 de noviembre espera una desaceleración global de un punto en 2011 respecto de la tasa prevista para el año en curso: 2.5 frente a 3.5 por ciento, respectivamente. En paralelo, el EIU también espera una desaceleración muy marcada del comercio mundial. Tras crecer quizá 12.2 por ciento en 2010, compensando la caída de 2009 (11.1 por ciento), en 2011 la tasa de aumento se estima en sólo 5.9 por ciento, menos de la mitad de la del año precedente. Por su parte, la OCDE –estructuralmente optimista– anunció el 22 de noviembre que en el tercer trimestre del año los países que la integran habían crecido en solo 0.6 por ciento, tres décimas de punto menos que en el trimestre anterior. Días antes, en la más reciente edición de su perspectiva económica
había señalado que, en los próximos dos años, la recuperación seguirá siendo desigual y persistirá un desempleo elevado
. Como tantas veces se ha dicho, las secuelas de la gran recesión continuarán presentes al menos en los primeros años del segundo decenio del siglo.
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