Carolina Escobar Sarti
Alaíde Foppa Falla desapareció un 19 de diciembre de 1980. Tenía 66 años y fue secuestrada aquí en Guatemala, la tierra de su madre. Habiendo nacido en Barcelona un 3 de diciembre de 1914, de madre guatemalteca y padre argentino, Alaíde había sobrevivido a dos guerras mundiales, a la Guerra Civil Española, a la Revolución de Octubre de 1944 en nuestro país, a las luchas feministas que empujó desde México hacia todo el continente latinoamericano, y a la incertidumbre de toda madre, sobre todo la de una como ella que tuvo a dos hijos y una hija en la clandestinidad.
Había sobrevivido también a la muerte de Juan Pablo, su hijo menor, y a la de su marido, Alfonso. Pero no pudo sobrevivir a la G-2, fuerza represora del gobierno militar del general Romeo Lucas García, ni a las tácticas mortales de su celador, Donaldo Álvarez Ruiz. Con ella desapareció también su piloto, Leocadio Ajtún Chiroy, según se relata en una noticia de diario El Gráfico, del 22 de diciembre de ese mismo año.
Treinta años después, su familia la hace aparecer. Silvia, Julio y Laura, sus tres hijos, junto al Grupo de Apoyo Mutuo (GAM) y varias organizaciones y personas vinculadas a temas de justicia y derechos humanos, presentaron ayer, en el Ministerio Público y la Suprema Corte de Justicia, una demanda que permitirá encaminar el proceso hacia un juicio por desaparición forzada contra quienes se deduzcan, al final, como los responsables. ¡Treinta años después! La impunidad en este país da vergüenza.
Si hemos de referirnos en frío al “caso” de Alaíde, podemos buscarlo en el Tomo III, capítulo tercero, del Informe del REMHI. Y el antecedente de esta petición de justicia nos remite a 1999, cuando Julio Solórzano Foppa, su hijo mayor, iniciara, junto con la Fundación Rigoberta Menchú y otros familiares de víctimas, el proceso ante la Audiencia Internacional de España contra Donaldo Álvarez Ruiz y otros acusados por los delitos de tortura, genocidio y terrorismo de Estado. Sin embargo, entre aquella iniciativa y la de hoy, hay cosas que han cambiado; ahora es la familia de Alaíde la que pide justicia, no uno de sus miembros. Por otra parte, el delito por el cual ahora se pide justicia es el de desaparición forzada. Antes no se habría podido, pero los tres antecedentes en los casos de Chimaltenango, El Jute y el de Fernando García, han creado jurisprudencia en Guatemala por el delito de desaparición forzada.
Alaíde era nuestra, pero universal. Poeta, académica y traductora, feminista, crítica de arte y madre. Nadie supo nunca cómo le daba tiempo para todo, cómo siempre tuvo tiempo para recibir a tanta gente en su casa, cómo pudo formar redes humanas en tantas partes. De familia acomodada y una vasta cultura, lo que le correspondía era “no meterse en babosadas” y reproducir el papel que se esperaba de una mujercita como ella. Pero Alaíde supo distanciarse de las referencias establecidas y acercarse a nuevas realidades. Este proceso implicó, seguramente, un sentido de pérdida de los hábitos de pensamiento y de representación cultivados hasta entonces y, por lo tanto, fue un proceso no exento de dolor. Y es que, como dice Rosi Braidotti, “ningún proceso de toma de conciencia lo está”.
Algunos insisten en negar que nuestra guerra se cobró más de 200 mil muertes y 45 mil desapariciones; están “cansados”, dicen, de que se intente volver siempre al pasado. No se han dado cuenta de que somos muchos más los que queremos justicia para todas las Alaídes de este país. También estamos cansados, pero en nuestro caso, por algo muy distinto: por tanta impunidad y su legado de horror en Guatemala. Estamos con la familia de Alaíde.
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