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sábado, 25 de noviembre de 2017

Una crítica libertaria de la izquierda del capitalismo

Miguel Amorós


Sobre-el-Capitalismo-y-sus-instituciones


La proletarización del intelectual casi nunca genera un proletario. ¿Por qué? Porque la clase burguesa, bajo la forma de la educación, le impartió desde la infancia un medio de producción que sobre la base del privilegio educativo hace que el intelectual sea solidario con dicha clase, y en una medida acaso mayor, hace que esta clase sea solidaria con él. Tal solidaridad puede pasar a un segundo plano, e incluso descomponerse; pero casi siempre sigue siendo lo bastante fuerte como para impedir que el intelectual esté siempre listo para actuar, o sea, para excluirlo estrictamente de la vida en el frente de batalla que lleva el verdadero proletario
Walter Benjamín, Reseña de “Los Empleados”,
de Siegfried Krakauer
El capital ha proletarizado al mundo y a la vez ha suprimido visiblemente las clases. Si los antagonismos han quedado subsumidos e integrados y ya no hay lucha de clases, entonces no hay clases. No hay clases rebeldes, ni tampoco sindicatos en el sentido genuino del término. En efecto, si el escándalo de la separación social entre poseedores y desposeídos, entre dirigentes y dirigidos, entre explotadores y explotados, ha dejado de ser la fuente principal de conflicto social y las escasas luchas que se originan transcurren siempre dentro del sistema sin cuestionarlo jamás, eso es porque no hay clases en lucha, sino masas a la deriva. Los sindicatos y los partidos “obreros”, la carcasa de una clase disuelta, persiguen otro objetivo: el mantener la ficción de un mercado laboral regulado y de una política socialista. Hoy en día el obrero es la base del capital, no su negación. Éste a través de la tecnología se adueña de cualquier actividad y su principio estructura toda la sociedad: realiza el trabajo, transforma el mundo en mundo tecnológico de trabajadores consumidores, trabajadores equipados con artefactos técnicos que viven para consumir. Fin de una clase obrera aparte, exterior y opuesta al capital, con sus propios valores; tecnificación, generalización del trabajo asalariado y adhesión a los valores mercantiles. Genocidio cultural y fin también de la polarización abrupta de las clases en el capitalismo. La sociedad no se divide en un 1% de elite financiera que decide y un 99% de masas inocentes y uniformes sin poder de decisión. Las masas se hallan terriblemente fragmentadas, jerarquizadas y comprometidas de grado o por fuerza con el sistema; sus fragmentos intermedios, cada vez más numerosos, enfermos de prudencia, desempeñan un papel esencial en la complicidad. La división entre oligarquías dirigentes por un lado y masas excluidas por el otro queda amortiguada con un amplio colchón de clases medias (middle class), una categoría social diferenciada, con sus propios intereses y su propia conciencia “ciudadana”. Las clases medias son al capitalismo de consumo, a la sociedad del espectáculo, lo que la clase obrera fue para la utopía socialista y la sociedad de clases. Las clases medias modernas no se corresponden con la antigua pequeña burguesía, sino con las capas de asalariados diplomados ligados al trabajo improductivo. Han nacido con la racionalización, la especialización y burocratización del régimen capitalista, alcanzando dimensiones considerables gracias a la terciarización progresiva de la economía (y de la tecnología que la hizo posible). Son los estudiantes de antaño: ejecutivos, expertos, cuellos blancos y funcionarios. Cuando la economía funciona dichas clases son pragmáticas, luego partidarias en bloque del orden establecido, o sea, de la partitocracia. Denominamos partitocracia al régimen político adoptado habitualmente por el capitalismo. Es el gobierno autoritario de las cúpulas de los partidos (sin separación de poderes), nacido de un desarrollo constitucional regresivo (que suprime derechos), y constituye la forma política más moderna que reviste la dominación oligárquica. El Estado partitocrático determina de alguna forma la existencia privada de las clases en cuestión. El divorcio entre lo público y lo privado es lo que dio lugar a la burocracia administrativo-política, parte esencial de estas clases. Por su situación particular, las clases medias son dadas a contemplar el mercado desde el Estado: lo ven como mediador entre la razón económica y la sociedad civil, o mejor, entre los intereses privados y el interés público, que es así como consideran su interés “de clase”. Igual que la antigua burguesía, sólo que ésta contemplaba el Estado desde el mercado. Sin embargo, Estado y mercado son las dos caras de un mismo dios –de una misma abstracción– por lo que desempeñan el mismo papel. En condiciones favorables, las que permiten un consumismo abundante, las clases medias no están politizadas, pero la crisis, al separar el Estado partitocrático del Estado del bienestar consumidor, determina su politización. Entonces de su seno surgen pensadores, analistas, partidos y coaliciones hablando en nombre de toda la sociedad, teniéndose por su representación más auténtica.
Nos encontramos inmersos en una crisis que no sólo es económica sino total. Se manifiesta tanto en el plano estructural en la imposibilidad de una sobrecapacidad productiva y un crecimiento suficiente, como en el plano territorial con los efectos destructores de la industrialización generalizada. Tanto en el plano material, como en el moral. Sus consecuencias son la multiplicación de las desigualdades, la exclusión, la degradación psíquica, la contaminación, el cambio climático, las políticas de austeridad y el aumento del control social. En la fase de globalización (cuando ya no existe clase obrera en el sentido histórico de la expresión) se ha producido de forma muy visible un divorcio entre los profesionales de la política y las masas que la padecen, que se acentúa cuando la crisis alcanza y empobrece a las clases medias, la base sumisa de la partitocracia. La crisis considerada sólo bajo su aspecto político es una crisis del sistema tradicional de partidos, y por descontado, del bipartidismo. La corrupción, el amiguismo, la prevaricación, el despilfarro y la malversación de fondos públicos resultan escandalosos no porque se hayan institucionalizado y formen parte de la administración, sino porque el paro, la precariedad, los recortes presupuestarios, las bajadas salariales y la subida de impuestos afectan a dichas clases. Las clases medias carecerán de pudor, serán indiferentes a la verdad, pero son conscientes de sus intereses, puestos en peligro por la clase política tradicional. Entonces, los viejos partidos ya no bastan para garantizar la estabilidad de la partitocracia. En los países del sur de Europa la ideología ciudadanista refleja perfectamente esa reacción desairada de las clases susodichas. Contrariamente al viejo proletariado que planteaba la cuestión en términos sociales, los partidos y alianzas ciudadanistas la plantean exclusivamente en términos políticos. Se dirigen a un nuevo sujeto, la ciudadanía, conjunto abstracto de individuos con derecho a voto. En consecuencia, consideran la democracia, es decir, el sistema parlamentario de partidos, como un imperativo categórico, y la delegación, como una especie de premisa fundamental. Así pues, el vocabulario progresista y democrático de la dominación es el que mejor corresponde a su universo mental e ideológico. Hablan en representación de una clase universal evanescente, la ciudadanía, cuya misión consistiría en cambiar con la papeleta una democracia de mala calidad por una democracia buena, “de la gente”. Así pues, el ciudadanismo es un democratismo legitimista que reproduce tópico por tópico al liberalismo burgués de antaño y con mucho alarde trata de correrlo hacia la izquierda. La crema fundadora de los nuevos partidos ciudadanistas proviene del estalinismo y del izquierdismo; para ella la palabrería democrática equivale a una actualización de las viejas cantinelas autoritarias y vanguardistas de corte leninista, que todavía asoman como actos fallidos en la prosodia verbal de algunos dirigentes. Formalmente pues, se sitúa en la izquierda del sistema. Claro, ya que es la izquierda del capitalismo.
La mayoría de los nuevos partidos y alianzas, dirigidos principalmente por profesores, economistas y abogados que, inspirándose en el cambio de rumbo de la izquierda populista latinoamericana y griega, o lo que viene a ser lo mismo, identificando las instituciones tal cuales como el principal escenario de la transformación social, trasladan a los consistorios y parlamentos las energías que antes se disipaban en las fábricas, en los barrios y en la calle. En realidad tratan de cambiar una casta burocrática mala por otra supuestamente buena a través de comicios y posteriores componendas, algo en lo que siempre habían fracasado el neoestalinismo y el izquierdismo. Aspiran a convertirse en la nueva socialdemocracia –para el caso ibérico, bien constitucionalista o bien separatista–. Todo depende de los votos. La revolución ciudadanista empieza y termina en las urnas. Las reformas dependen exclusivamente de la aritmética parlamentaria, o sea, de la gobernabilidad institucional, algo que tiene que ver más con la predisposición a los pactos de la socialdemocracia vieja o del estalinismo renovado. Se han de conseguir nuevas mayorías políticas “de cambio” para asegurar la “gobernanza”, ya que nadie desea una ruptura social, ni siquiera los que persiguen una ruptura nacional, sino una “democracia de las personas”: una partitocracia más atenta con sus creyentes. La desmovilización, el oportunismo y la rápida burocratización que ha seguido a las diversas campañas electorales demuestran que los agitadores de la víspera se vuelven gestores responsables a la hora de instalarse en las instituciones. El resto de los mortales han de conformarse con ser espectadores pasivos del juego mezquino de la política con sus representaciones gestuales de cara a la galería, puesto que la actividad institucional ha eliminado precisamente del escenario a “las personas”. El espectáculo político es un poderoso mecanismo de dispersión.
La derecha del capital ha venido apostando por la desregulación del mercado laboral y por la tecnología, generando más problemas que los que pretendía resolver. Por el contrario, imitando el modelo desarrollista latinoamericano, la izquierda del capital apuesta en cambio por el Estado, ya que en periodos de expansión económica mundial, con el precio de las materias primas por las nubes, podía desviarse parte de las ganancias privadas hacia políticas sociales, y en periodos de recesión podía evitarse que las masas asalariadas, y sobre todo las clases medias, soportaran todo el coste de la crisis: algo de neokeynesianismo en el cocido neoliberal. De ahí viene una cierta verborrea patriótica anti Merkel o anti troika, pero no antimercado: se quiere un Estado social soberano “en el marco de la Unión Europea”, es decir, bien avenido con las finanzas mundiales. Aunque la crisis no pueda superarse, puesto que es “una depresión de larga duración y alcance global” según dicen los expertos, la reconstrucción del Estado como asistente y mediador quiere demostrar que se puede trabajar para los mercados desde la izquierda. Y especialmente para el mercado que explota la materia prima “sol, playa y discoteca”, el petróleo de acá. Es más, los partidos ciudadanistas se creen en estos momentos los más cualificados para dejar las incineradoras en su sitio, respetar la privatización de la sanidad, imponer recortes y cobrar nuevos impuestos. Para los ciudadanistas el Estado es tan sólo el instrumento con el que tratar de maquillar las contradicciones generadas por la globalización, no el arma encargada de abolirla. La preservación del Estado y no el fin del capitalismo es pues la prioridad máxima de los nuevos partidos, de ahí que su estrategia de asalto a las instituciones, ridículo sucedáneo de la toma del poder leninista, se apoye sobre todo en los electores conformistas y resignados decepcionados con los partidos de siempre y subsidiariamente, en los movimientos sociales manipulados. Por desgracia, los abogados y los militantes con propensión a convertirse en vedettes han conseguido monopolizar la palabra en la mayoría, neutralizando así todo lo que estos movimientos podían tener de antiautoritario y subversivo. La actividad institucional promueve una lectura reformista de las reivindicaciones colectivas y anula cualquier iniciativa moderada o radical de la base.
En definitiva, el ciudadanismo no trata de cambiar la sociedad sino de administrar el capitalismo –dentro de la eurozona– con el menor gasto y también con la menor represión posible para las clases medias y sus apoyos populares. Intenta demostrar que una vía alternativa de acumulación capitalista es posible y que el rescate de las personas (el acceso al estatuto de consumidor) es tan importante como el rescate de la banca, es decir, que el sacrificio de dichas clases no solamente no es necesario, sino que es contraproducente: no habrá desarrollo ni mundialización sin ellas. Quiere aumentar el nivel de consumo popular y volver al crédito a mansalva, no transformar de arriba abajo la estructura productiva y financiera. Por consiguiente, apela a la eficacia y al realismo, no al decrecimiento, los cambios bruscos y las revoluciones. El diálogo, el voto y el pacto son las armas ciudadanistas, no las movilizaciones, las ocupaciones o las huelgas generales. Pocos son los ciudadanistas que se han significado en una lucha social. Lo que quieren es un diálogo directo con el poder fáctico, y con “las personas” un diálogo virtual-mediático. Las clases medias son más que nada clases pacíficas y conectadas al espacio virtual: su identidad queda determinada por el miedo, el espectáculo y la red. En estado puro, o sea, no contaminadas por capas más permeables al racismo o la xenofobia tales como los agricultores endeudados, los obreros desclasados y los jubilados asustados, no quieren más que un cambio tranquilo y pausado, desde dentro, hacia lo mismo de siempre. En absoluto desean la construcción colectiva de un modo de vida libre sobre las ruinas del capitalismo. Por otra parte, en estos tiempos de reconversión económica, de extractivismo y de austeridad, hay poco margen de maniobra para reformas, por lo que los partidos ciudadanistas “en el poder” han de contentarse con actos institucionales simbólicos, de una repercusión mediática perfectamente calculada. En la coyuntura actual, el nacionalismo resulta de gran ayuda, al ser una mina inagotable de poses. Las burocracias ciudadanistas dependen de la coyuntura mundial, del mercado en suma, y éste no les es favorable ni lo será en el futuro. En definitiva, sus gestos rompedores ante las cámaras han de esconder su falta de resultados cuanto más tiempo mejor, a la espera o más bien temiendo la formación de otras fuerzas, antiespectáculo, anticapitalistas o simplemente antiglobalizadoras, más decididas en un sentido (un totalitarismo mucho más duro) o en otro (la revolución).
El capitalismo declina pero su declive no se percibe igual en todas partes. No se ha considerado la crisis como múltiple: financiera, demográfica, urbana, emocional, ecológica y social. Ni se tiene en cuenta que fenómenos tan diversos como la egolatría post moderna, el nacionalismo y las guerras periféricas son responsabilidad de la mundialización capitalista. En el sur de Europa la crisis se interpreta como un desmantelamiento del “Estado del bienestar” y un problema político. En el norte, con el Estado del bienestar aún mal que bien en pie, tiende a tomarse como una invasión musulmana y una amenaza terrorista, o sea, como un problema de fronteras y de seguridad. Todo depende pues del color, la nacionalidad y la religión de los asalariados pobres (working poor), de los inmigrantes y de los refugiados. La división internacional del trabajo concentra la actividad financiera en el norte europeo y relega el sur al rango de una extensa zona residencial y turística. Por eso el sur es mayoritariamente europeísta y opuesto a la austeridad; su prosperidad depende del “bienestar” consumista norteño. El norte es todo lo contrario; su prosperidad y buena conciencia “democrática” dependen de la eficacia sureña en el control de los pasos fronterizos y de las aguas mediterráneas. La reacción mesocrática es contradictoria, pues por una parte la ilusión de reforma y apertura domina, pero, por la otra, se impone el modo de vida industrial en burbuja y la necesidad de un control absoluto de la población, lo que a la postre significa un estado de excepción “en defensa de la democracia”. A eso Bataille, Breton y otros llamaron “nacionalismo del miedo”. Las mismas clases que votan a los ciudadanistas en un sitio, votan a la extrema derecha en el otro. Los libertarios –los amantes de la libertad entendida como participación directa en la cosa pública– han de entender esto como propio de la naturaleza ambivalente de dichas clases, que se dejan arrastrar por la situación inmediata. Han de denunciar este estado de cosas e intentar construir movimientos de protesta autónomos en el terreno social y cotidiano “a defender”. Pero si las condiciones objetivas para tales tareas están dadas, las subjetivas brillan por su ausencia. Hoy por hoy, las clases medias llevan la iniciativa y los ciudadanistas la voz cantante. No abunda la determinación de usar la inteligencia y la razón sin dejarse influir por los tópicos característicos del ciudadanismo. La abstención podría ser un primer paso para marcar distancias. No obstante, la perspectiva política solamente se superará mediante una transformación radical –o mejor una vuelta a los comienzos– en el modo de pensar, en la forma de actuar y en la manera de vivir, apoyándose aquellas relaciones extra-mercado que el capitalismo no haya podido destruir o cuyo recuerdo no haya sido borrado. Asimismo mediante un retorno a lo sólido y coherente en el modo de pensar: la crítica de la concepción burguesa posmoderna del mundo es más urgente que nunca, pues no es concebible un escape del capitalismo con la conciencia colonizada por los valores de su dominación. La necesaria desaculturación (desalienación) que destruya todas las identidades de guardarropía (tal como las llama Bauman) que nos ofrece el sistema, así como todos los disfraces deconstructivos del individualismo castrado, ha de cuestionar seriamente cualquier fetiche del reino de la mercancía: el parlamentarismo, el Estado, la “máquina deseante”, la idea de progreso, el desarrollismo, el espectáculo… pero no para elaborar las correspondientes versiones “antifascistas” o “nacionales”. No se trata de fabricar una teoría única con respuestas y fórmulas para todo, una especie de moderno socialismo de cátedra, ni de anunciar la epifanía de una insurrección que nunca acaba de llegar. Tampoco se trata de forjar una entelequia (pueblo fuerte, clase proletaria, nación) que justifique un modelo organizativo arqueomilitante y vanguardista, claramente reformista, ni mucho menos de regresar literalmente al pasado sino, insistimos, de lo que se trata es de salirse de la mentalidad y la realidad del capitalismo inspirándose en el ejemplo histórico de experiencias convivenciales no capitalistas. La obra revolucionaria tiene mucho de restauración, por eso es necesario redescubrir el pasado, no para volver a él, sino para tomar conciencia de todo el acervo cultural y toda la vitalidad comunitaria sacrificadas por la barbarie industrial. El olvido es la barbarie.
Es verdad que las luchas anticapitalistas aún son débiles y a menudo recuperadas, pero si aguantan firme y rebasan el ámbito local, a poco que el desarreglo logre aniquilar políticamente a las clases medias, pueden echar abajo la vía institucional junto con el modo de vida dependiente que la sostiene. No obstante, la crisis en sí misma conduce a la ruina, no a la liberación, a menos que la exclusión se dignifique y tales fuerzas concentren un poder suficiente al margen de las instituciones. La crisis todavía es una crisis a medias. El sistema ha tropezado sobradamente con sus límites internos (estancamiento económico, restricción del crédito, acumulación insuficiente, descenso de la tasa de ganancia), pero no lo bastante con sus límites externos (energéticos, ecológicos, culturales, sociales). Hace falta una crisis más profunda que acelere la dinámica de desintegración, vuelva inviable el sistema y propulse fuerzas nuevas capaces de rehacer el tejido social con maneras fraternales, de acuerdo con reglas no mercantiles (como en Grecia), amén de articular una defensa eficaz (como en Rojava o en Oaxaca). La estrategia actual de la revolución (el uso de la exclusión y las luchas en función de un objetivo superior) ha de apuntar –tanto en la construcción cotidiana de alternativas como en la pelea diaria– hacia la erosión de cualquier autoridad institucional, la agudización de los antagonismos y la formación de una comunidad arraigada, autónoma, consciente y combativa, con sus medios de defensa preparados.
Los libertarios no desean sobrevivir en un capitalismo inhumano con rostro democrático y todavía menos bajo una dictadura en nombre de la libertad. No persiguen fines distintos a los de las masas rebeldes, por lo tanto no deberían organizarse por su cuenta dentro o fuera de las luchas. Se han de limitar a hacer visibles las contradicciones sociales confrontando sus ideas con las nuevas condiciones de dominación capitalista. No reconocen como principio básico de la sociedad un contrato social cualquiera, ni la lucha de todos contra todos o la insurrección permanente; tampoco pretenden basar ésta en la tradición, el progreso, la religión, la nación, la naturaleza, el yo o la nada. Pelean por una nueva sociedad histórica libre de separaciones, mediaciones alienantes y trabas, sin instituciones que planeen por encima, sin dirigentes, sin trabajo-mercancía, sin mercado, sin egos narcisistas y sin clases. Y asimismo sin profesionales de la anarquía. El proletariado existe por culpa de la división entre trabajo manual y trabajo intelectual. Igual pasa con las conurbaciones, fruto de la separación absurda entre campo y ciudad. Ambos dejarán de existir con el fin de las separaciones.
El comunismo libertario es un sistema social caracterizado por la propiedad comunal de los recursos y estructurado por la solidaridad o ayuda mutua en tanto que correlación esencial. Allí, el trabajo –colectivo o individual– nunca pierde su forma natural en provecho de una forma abstracta y fantasmal. La producción no se separa de la necesidad y sus residuos se reciclan. Las tecnologías se aceptan mientras no alteren el funcionamiento igualitario y solidario de la sociedad, ni reduzcan la libertad de los individuos y colectivos. Conducen a la división del trabajo, pero si ésta debiera producirse por causa mayor, nunca sería permanente. Al final, iría en detrimento de la autonomía. La estabilidad va por delante del crecimiento, y el equilibrio territorial por delante de la producción. Las relaciones entre los individuos son siempre directas, no mediadas por la mercancía, por lo que todas las instituciones que derivan de ellas son igualmente directas, tanto en lo que afecta a las formas como a los contenidos. Las instituciones parten de la sociedad y no se separan de ella. Una sociedad autogestionada no tiene necesidad de empleados y funcionarios puesto que lo público no está separado de lo privado. Ha de dejar la complicación a un lado y simplificarse. Una sociedad libre es una sociedad fraternal, horizontal y equilibrada, y por consiguiente, desestatizada, desindustrializada, desurbanizada y antipatriarcal. En ella el territorio recobrará su importancia perdida, pues contrariamente a la actual, en la que reina el desarraigo, será una sociedad llena de raíces.
1 Charla en la Cimade, Béziers (Francia), 29 enero 2016.

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