El 17 de diciembre de
2014, el mundo fue testigo del sorpresivo anuncio simultáneo de los
Presidentes Raúl Castro y Barack Obama, acerca del restablecimiento de
las relaciones diplomáticas, interrumpidas más de cinco décadas atrás.
Sin embargo, flotaba en el aire la falacia de que esta decisión
representaba un paso hacia la “normalización”. Aquél día, Obama afirmó
que la medida estaba dirigida a “ normalizar las relaciones entre los
dos países.” No obstante esta histórica decisión, se trataba de la
reapertura de las respectivas embajadas y no significaba en absoluto que
el camino iba de hecho hacia la normalización. No se trataba de eso.
De hecho, la “normalización” contradice la propia lógica detrás del 17
de diciembre de 2014 (fecha conocida por los cubanos como el “17D”),
cuya decisión de Obama indicaba que Estados Unidos consideraba que su
política hacia Cuba había sido un fracaso, dado que no se lograron
alcanzar los objetivos estadounidenses, entre otras cosas, de llevar la
“democracia” a Cuba (a la manera del sistema multipartidista
estadounidense), o presionar a Cuba hacia una “economía abierta”
(economía de mercado o capitalismo). La política tampoco tuvo éxito –en
efecto, fracasó− en su objetivo de aislar a Cuba del resto de América
Latina. Como consecuencia, Estados Unidos se vio obligado a cambiar sus
tácticas con el fin de lograr el mismo objetivo histórico de llevar los
cambios mencionados a Cuba y aumentar su menguante influencia en lo que
considera “su patio trasero”.
A pesar de la afirmación de Obama,
no existen en absoluto las bases para creer que se estaba llevando a
cabo un proceso de normalización. Más aún, es posible hacer referencia a
algunos pocos ejemplos que perforaron su hinchada bandera tachonada de
estrellas. El primero es el permanente bloqueo estadounidense que Obama
tan sólo modificó ligeramente (a pesar de sus amplios poderes ejecutivos
que le hubiesen permitido hacer mucho más), mientras que impuso
voluntariamente un número récord de multas a las organizaciones
internacionales, financieras y de otro tipo, por sus relaciones
comerciales con Cuba. Esto, por supuesto, endurece los efectos del
bloqueo.
En segundo lugar, a pesar de sus poderes ejecutivos
para hacerlo (y de contar con la mayoría de demócratas en el Congreso en
su primer mandato), no clausuró la prisión de Guantánamo ni devolvió el
territorio a Cuba. En tercer lugar, su administración prácticamente
superó a todos sus predecesores en la asignación de fondos para la
ejecución de programas subversivos, con el apoyo de la CIA, para la
“promoción de la democracia” en Cuba. En este sentido, algunos
documentos publicados recientemente indican que, de 2014 a 2016, hubo
una cantidad masiva de fondos provenientes de Estados Unidos, con apoyo
de la CIA. Cabe recordar que esto tuvo lugar mientras la administración
de Obama realizaba negociaciones diplomáticas con Cuba (lo que
caracteriza, de forma insolente, esta nueva política de
“normalización”), incluso después de anunciar públicamente la nueva
política hacia Cuba. Así, muchas autoridades cubanas y analistas se
preguntaban de qué tipo de normalización de trataba.
No
obstante, contra toda evidencia, persistía la ilusión de la
“normalización”. Más aún, a principios de 2016, mientras que Obama
planeaba su viaje a Cuba del mes de marzo, para coronar la firma de su
principal legado en materia de política exterior, este ensueño fue
aumentando, pasando de un serio blanco y negro a color.
Sin
embargo, durante la visita de Obama a La Habana en marzo de 2016, la
política de Estados Unidos hacia Cuba que fomentaba ese engendro de la
imaginación de la “normalización”, fue incluso más lejos, convirtiéndose
en una superproducción de Hollywood en alta definición. El golpe al
paroxismo fue orquestado a través de una proyección al estilo
hollywoodense de la nueva imagen del imperialismo estadounidense, que
tomó la forma de Obama y su séquito. Durante esos tres días de marzo,
¡nada parecía más “normal” en la escena internacional que las relaciones
Cuba-Estados Unidos! Para algunos, se trataba de una euforia apenas
velada.
Así, la “normalización” se afianzó aún más para algunos como un hecho consumado.
Deliberadamente, la seducción reemplazó a la agresión abierta para
lograr el inalcanzable objetivo, sostenido durante cinco décadas, de
quebrantar la voluntad de Cuba a fin de llevar el archipiélago al
dominio de los intereses de Estados Unidos. La “agresión” y la
“seducción” están estrechamente relacionadas, no sólo literalmente, sino
también políticamente, pues son dos caras de la misma moneda.
No obstante, dado el alto nivel de conciencia política de la inmensa
mayoría de cubanos, éstos no se dejaron encantar por Obama, mimetizado
en el flautista de Hamelín. No todos cayeron en esto. Inmersos en las
ideas de Fidel, los revolucionarios cubanos desde el gobierno y la
prensa tomaron inmediatamente la espada en la pluma y la palabra hablada
para deconstruir la narrativa de Obama. Esto encendió el debate en
Cuba. Sin embargo, fue el mismo Fidel quien asestó un golpe demoledor a
las seductoras fantasías estadounidenses, la nueva táctica para
reemplazar la agresión abierta.
¿Quién podría olvidar la ahora
legendaria e irónica reflexión del Comandante titulada “El hermano
Obama”, donde Fidel despedazó la narrativa de éste? En esencia, Obama
buscaba conquistar a los cubanos (por primera vez desde la ventajosa
posición de Estados Unidos actuando al interior de Cuba) a través
de la idea de que su futuro se encuentra ligado a la benevolencia de
Estados Unidos. Como dijo Obama el 17D (evocando la noción de los
peregrinos puritanos del siglo XVII acerca del surgimiento de Estados
Unidos como el “pueblo elegido”): “Algunos de ustedes nos han buscado
como fuente de esperanza, y continuaremos alumbrando una luz de
libertad.” Esta concepción errónea de compartir posibles intereses y
“valores comunes”, conduce a la falsa noción de que, las relaciones
diplomáticas, combinadas con unas pocas medidas cosméticas, conducen a
la “normalización”.
La propuesta evangelizadora de Obama a los
cubanos incluía un llamamiento a “derribar las barreras de la historia y
la ideología” −como lo dijo él, con el fin de construir el mito de la
fácil compatibilidad entre los dos sistemas. Un deslizamiento hacia la
conformidad mutua sólo podía significar que Cuba renunciara a sus
principios. ¿Podría acaso Estados Unidos renunciar a su sistema político
y económico para identificarse con Cuba y así facilitar la
“normalización”?
“El Hermano Obama” de Fidel es tan sólo un
ejemplo entre muchos que muestra su desconfianza en la meta
estadounidense de subvertir la revolución por medio de tácticas
cambiantes. Esta idea Fidelista ha sido repetida de muchas formas desde
1959. Por ejemplo, hace varias décadas él afirmó que “Incluso si
algún día mejoran las relaciones entre Cuba socialista y el imperio, el
imperio no cesará de aplastar la Revolución Cubana...” (El autor está en deuda con el periodista Patricio Montesinos y Cubadebate por llamar esta cita a nuestra atención).
Para dar un ejemplo más, tan sólo un mes después del 17D, Fidel escribió una misiva a los estudiantes universitarios:
“No confío en la política de Estados Unidos ni he intercambiado una
palabra con ellos, sin que esto signifique, ni mucho menos, un rechazo a
una solución pacífica de los conflictos o peligros de guerra” (27 de
enero de 2015).
El pensamiento de Fidel puede ser sintetizado
de esta manera: sí a las relaciones diplomáticas buscadas desde 1959; no
a la confianza en el objetivo de largo plazo de Estados Unidos,
escondido tras el espejismo de la normalización ad infinitum.
Conmemoramos el primer aniversario del fallecimiento de Fidel, sucedido
tan sólo unas pocas semanas después de la inesperada victoria de Trump.
Esta nueva administración estadounidense inició el cambio de la
política seductora de Obama hacia una narrativa hostil y agresiva,
combinada con las correspondientes medidas para endurecer el bloqueo,
mientras mantiene relaciones diplomáticas como la principal
característica de la apertura de Obama.
En el contexto de la
política de Trump hacia Cuba, los dogmas del mito de la “normalización”
−alentados por la casi total oposición mayoritaria y generalizada en
Estados Unidos y en el extranjero a la política de Trump hacia Cuba−
ahora han intensificado la promoción del cuento de la “normalización” de
Obama. Aprovechando el hecho de que la política de Obama hacia Cuba
pareciera tan inmaculada en comparación con la de Trump, ¿quién se
atreve a argumentar que Obama no deseaba la “normalización”, hacia la
cual él dio el primer paso? ¿Quién puede cerrar los ojos ante el hecho
de que la política de Obama está siendo pasada por alto por Trump?
Asociar a Obama con la “normalización” es “políticamente correcto” en
algunos círculos, hasta tal punto que se supone que todo comentarista
disidente puede ser intimidado por esta esperada opinión hegemónica
acerca de las relaciones Cuba-Estados Unidos.
¿Ha perdido
vigencia la resistencia fidelista frente a la narrativa de la
“normalización” como una solución mágica? ¿Ya no son aplicables sus
claras ideas acerca del uso oportunista de los cambios tácticos por
parte del imperio para alcanzar los mismos objetivos elusivos de
dominación?
Independientemente de quién ocupe la Casa Blanca,
las relaciones Cuba-Estados Unidos nunca serán las mismas a las
existentes antes del 17D. Las incursiones ideológicas y políticas de
EE.UU. en la cultura socialista de Cuba después del 17D, aunque
relativamente marginales, toman nuevas dimensiones con nuevos
partidarios. Un observador serio no podría ignorar, por ejemplo, que
entre algunos jóvenes y cuentapropistas del sector privado existen
opiniones positivas preconcebidas acerca de la sociedad, la cultura e
incluso el sistema político estadounidense. Consideremos esto como un
indicador de la opinión de que las incursiones culturales de Estados
Unidos trascienden los mandatos presidenciales: ¿Ha disminuido la
proliferación de banderas estadounidenses en las calles de La Habana,
desgastadas como ropa (después de aumentar con la nueva política hacia
Cuba del 17D de Obama, y luego de ampliarse después de su visita a La
Habana) después de la elección de Trump y su retórica agresiva? No. De
hecho, esta tendencia hacia un constante aumento no presenta ningún
signo de disminución, a pesar del hecho de que Trump es la cabeza del
imperio y su rostro es visible, junto con la bandera. El nuevo
presidente está sacando provecho del legado de Obama de irrupción en la
cultura socialista cubana.
A manera de una última reflexión en
estos días, cuando examinamos la vigencia del pensamiento de Fidel: ¿Qué
sucederá si los demócratas reconquistan el poder presidencial en 2020?
Si esta tendencia continúa –creando ilusiones acerca de la
“normalización” y su corolario de un sistema político y económico para
Cuba más cercano al de Estados Unidos que a la Revolución Cubana− ¿qué
ocurrirá en noviembre de 2020? Los sistemas socialista y político de
Cuba serán el objetivo de una ofensiva ideológica y política coordinada y
sin precedentes, basada en el sueño hecho realidad de la
“normalización” con los demócratas.
El pensamiento de Fidel
acerca de las relaciones Cuba-Estados Unidos no solamente sigue vigente
en la actualidad, sino que representa una lucha de vida o muerte por
conservar y ampliar la Revolución Cubana. Las ideas de Fidel constituyen
el más importante referente, –hoy y mañana− en las relaciones
Cuba-Estados Unidos, para todos aquellos quienes estamos comprometidos
en la defensa de la Revolución Cubana.
Sus ideas no sólo
enmarcan el contenido como una guía sólida e insustituible, sino que
igualmente resulta importante la forma que utilizaba Fidel para
presentar sus ideas. Él afirmó y expresó sus ideas con valor −con
precisión en su forma de comunicar− en defensa de la Revolución Cubana.
Este fue su único criterio.
Un año después de su fallecimiento,
las ideas de Fidel y su heroica actitud al declararlas están más
vigentes que nunca. Su ejemplo sobresale no sólo para los cubanos, sino
para los revolucionarios de todo el mundo.
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