Malala Yousafzai se llama la adolescente paquistaní de 14 años que, hace un mes, recibió un disparo que le cruzó la cabeza y el cuello, para terminar alojándosele en el hombro. Iba en el bus escolar. Esta joven activista que se ha pronunciado repetidamente a favor de la educación de las niñas de su país sobrevivió de milagro al ataque. Hoy se recupera en un hospital de Inglaterra.
Carolina Escobar Sarti
Con cierta prisa y hasta diría que, con cierto placer, los talibanes se atribuyeron la responsabilidad del ataque, diciendo que Malala era el “símbolo de los infieles y la obscenidad”. Es más, su portavoz, Ehsanullah Ehsan, advirtió de que si sobrevivía, intentarían matarla de nuevo, pero no solo a ella, sino también a su padre. Todo, por haberle permitido abrir un blog, desde los 12 años, en el cual relataba cómo era su vida bajo el régimen talibán que gobernaba su país. Eran tiempos en que los talibanes prohibían a las niñas ir a la escuela.
Y es que, cuando los talibanes gobiernan, las mujeres conocen el infierno. No pueden trabajar, no tienen acceso a la educación, no pueden ser atendidas por un médico bajo ninguna circunstancia, y muchas de ellas mueren al momento del parto en esa cárcel llamada casa. Deben usar burkas que las cubren de pies a cabeza y se las ven, literalmente a cuadros, desde la rejilla tejida frente a sus ojos, única ventana al mundo. Sin compañía masculina no pueden ir a ninguna parte, y la cárcel puede ser su destino final si no se casan con el cuñado al quedar viudas. Pueden ser violadas en serie, las veces que los shuras o consejos tribales consideren necesario “castigarlas”, y ni siquiera por “faltas” cometidas por ellas, sino por los crímenes cometidos por sus parientes masculinos. Así, en su cuerpo se cobran las deudas adquiridas por los hombres de su linaje. El paso de los talibanes ha sido devastador en países como Afganistán y Pakistán, y aunque hoy ya no gobiernan, aún hacen sentir los coletazos del dinosaurio herido.
Lo sucedido a Malala ha profundizado el debate en Pakistán sobre el acceso de las mujeres a la educación. Desgraciadamente, el oficio de resistir de muchas mujeres que buscan cambiar la historia para ellas y sus congéneres pasa por intentar doblegar o aniquilar sus cuerpos. Pero en todas partes se cuecen habas y no sólo “esas” culturas les otorgan el derecho a los hombres de corregir a sus mujeres en público o en privado. Hace ya algún tiempo, en un programa de televisión que hablaba sobre la violencia contra las mujeres en Inglaterra y Gales, el dato era que, semanalmente, dos mujeres son asesinadas por sus esposos o compañeros. Y un reporte sobre el tema de Población, publicado por la Universidad Johns Hopkins en EE. UU., señaló que “mundialmente, por lo menos una mujer de cada tres ha sido golpeada, forzada a tener relaciones sexuales, o maltratada de alguna manera en el curso de su vida. El agresor es con frecuencia un familiar. Cada vez se reconoce que la violencia basada en el género es un importante problema de salud pública y una violación de los derechos humanos.”
Pero no me alcanza ni me place la condición de víctimas. Que a muchos les sirva y que algunas pueden llegar a acostumbrarse es una cosa, que sea un estado ideal, para nada. De ahí que, históricamente, tantas mujeres hayan practicado el oficio de resistir. Francisca Xcapta, quien en 1814 lideró un acto de rebeldía contra la autoridad española en Santa Catarina Ixtahuacán, Sololá, hecho registrado en los archivos judiciales de la época. Las Abuelas y Madres de la Plaza de Mayo, que han dejado profundas huellas en la historia Argentina del siglo XX. Camila Vallejo, lideresa indiscutible de la juventud chilena y planetaria de hoy. Rosalina Tuyuc, voz de las viudas de la guerra en Guatemala. Helen Mack, quien marcó un antes y un después en la justicia de nuestro país. Las sufragistas del mundo, las que protegen a sus comunidades del despojo, las de cada día que resisten a la violencia expresada de tantas maneras, y tantas más que se me quedan en el tintero pero que llevo en la sangre con gratitud, a sabiendas de que resistir la opresión no es una opción, sino el obligado oficio de la libertad.
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