Latinoamérica y Estados Unidos disputan la hegemonía
El ALBA marca la agenda, incluso mundial, y el imperio amenaza
La Época
La Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) se ha convertido, por la naturaleza de sus gobiernos y el alto grado de la conciencia social de la población de sus estados miembros, en una verdadera pesadilla para los Estados Unidos, cuyo poder imperial se encuentra cada vez más cuestionado en esta parte del mundo. No es que el imperio se esté cayendo, pero el malestar de la Casa Blanca se hace más notorio conforme pasa al tiempo.
La Secretaría de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, el 11 de diciembre, en un informe sobre la situación política de América Latina, se encargó de encender la chispa al advertir a Bolivia y Venezuela de manera abierta sobre las relaciones diplomáticas con el régimen y gobierno iraníes. “Si la gente quiere flirtear con Irán, debería considerar las consecuencias que pueden tener para ellos, esperamos que se lo piense dos veces”, fueron las palabras textuales que brotaron de la boca de la canciller estadounidense que no disimula en su papel de proyectarse ante el mundo como la autoridad imperial de línea dura.
Pero la posición de Estados Unidos hacia América Latina más que proactiva se desnuda periódicamente como una expresión de reacción ante el avance sostenido de una emergencia latinoamericanista que está siendo motorizada por el ALBA y de manera particular por los procesos revolucionarios de Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua. De ahí que las palabras de la Clinton sean vistas como una suerte de exhortación al retorno, sobre nuevas condiciones, de la política del presidente Lyndon Johnson, quien en 1964 proclamó abiertamente que “los Estados Unidos prefieren contar con aliados seguros a tener vecinos democráticos”. Con la doctrina Johnson —que al mismo tiempo expresaba una readecuación de las políticas “del garrote”, “el buen vecino”, la “diplomacia misionera” y la “Doctrina Truman”—, en América Latina se dio inicio a una cadena de golpes militares que, salvo escasas primaveras democráticas, produjeron e instalaron sangrientas dictaduras hasta mediados de la década de los 80. En Nicaragua se tuvo a la “dinastía de los Somoza” hasta 1979, cuando triunfó la revolución popular sandinista.
En Bolivia a Barrientos —quien en 1967 autorizó el ingreso de marines para enfrentar a la guerrilla del Che—, a Banzer —cuyo lema de “Paz, Orden y Trabajo” persiguió, reprimió, asesinó y exilió a miles de hombres y mujeres entre 1971 y 1978— y García Meza, quien inauguró un régimen claramente narco-delincuencial en 1980. En Chile se tuvo a Pinochet, el motor de la internacional “Operación Cóndor”, hasta 1989, casi un año después de que un referéndum de dijo “No” a su continuidad en el poder.
El alcance de las advertencias de Clinton les queda claro a los presidentes de los países miembros del ALBA. El golpe de Estado en Honduras contra el presidente Manuel Zelaya y el respaldo, abierto a veces y encubierto otras, al gobierno de facto de Roberto Micheletti, se ha encargado de confirmar la profunda desconfianza, traducida en discurso político, de los gobiernos de izquierda en América Latina hacia los Estados Unidos, al punto tal que el 17 de diciembre, en Copenhague, el presidente boliviano Evo Morales afirmó categórico: “Obama es peor que Bush, solo ha cambiado el color del presidente de Estados Unidos”. La realidad es más testaruda que las buenas intenciones.
Marcando agenda
Vista la realidad de América Latina en al menos los últimos cinco años, la molestia e inquietud imperial tiene explicación. El ALBA —como proyecto de integración y unidad latinoamericana— ha crecido a un ritmo sostenido que incluso muchos estudiosos en temas internacionales que miraban con simpatía su aparición han quedado sorprendido por sus resultados. Impulsada por Fidel Castro y Hugo Chávez en diciembre de 2004 en la ciudad de La Habana, el ALBA parecía un nombre demasiado grandilocuente para un proyecto de integración que empezaba por el afianzamiento bilateral entre dos países y en medio de una situación política de relativa estabilidad en América Latina, a excepción de Bolivia y Ecuador, países en los que las rebeliones indígenas y populares mantenían a raya a los viejos bloques en el poder que, para tratar de oxigenarse, recurrieron a un recambio de presidentes.
Pero el carácter de la tendencia confirmaría la fuerza de razón y la confianza de Fidel Castro —que nunca como ahora había estado tan presente, tan lleno de vida y esperanza, de lo que siempre estuvo— y Chávez —que la historia le ha asignado el papel de vanguardia política—. El líder indígena Evo Morales salió victorioso en las elecciones de diciembre de 2005 con una votación jamás registrada en la democracia boliviana (54%) y el 6 de diciembre ha sido reelecto con un 64%, superando su propio récord. Pero Fidel, Chávez y Evo estaban lejos de ser “los tres mosqueteros” enfrentando con espadas a la alta tecnología militar y política del imperio. Nada de eso. A partir de 2006 hasta el año que culmina se han sumado Rafael Correa de Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua en la línea de profundas revoluciones en el siglo XXI y otros países del Caribe.
Entre diciembre de 2004 y diciembre de 2009 los resultados se presentan visiblemente superiores a los períodos de los llamados “viejo” y “nuevo” regionalismos, en los que ni con los estados a la cabeza —en el primer caso— y las transnacionales y la economía de mercado —en el segundo caso—, los pueblos habían recibido grandes beneficios a través de políticas sociales ni los estados un alto grado de autonomía —económica y financiera— ante los Estados Unidos. Millones de personas se han beneficiado con la atención de salud, otros tantos miles han recuperado la vista con la “Operación Milagro” y el analfabetismo ha sido eliminado en Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador.
Además de las políticas sociales, millones de dólares se han destinado a respaldar a pequeños e incluso grandes productores, el intercambio comercial —si bien tropieza con trabas burocráticas— está avanzando y la complementariedad de economías y vocaciones productivas, por la vía de las “empresas grannacionales”, se perfila como una de las mayores conquistas para el año que viene, a lo que se debe sumar la puesta en marcha del “Sucre”, una moneda virtual para los intercambios comerciales. Pero no es la cantidad de miembros del ALBA lo que a Estados Unidos le molesta. La inquietud del imperio se hace mayor pues la influencia de Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua en América Latina está fuera de toda discusión. Sin forzar el ingreso de otros países a este proyecto alternativo de integración y unidad latinoamericana, los gobiernos de los países del ALBA han dado pasos al fortalecimiento de las relaciones Sur-Sur, tanto dentro de la región como fuera de ella.
El cambio de orientación en el Mercosur —a pesar del bloqueo de la derecha al ingreso de Venezuela—, la fuerza creciente de UNASUR y las relaciones con los países de Asia y Africa se muestran auspiciosas y en poco tiempo han sacado de la agenda internacional el tipo de integración que Estados Unidos promovía con el ALCA —derrotado en Mar del Plata en 2004— y los Tratados de Libre Comercio. A lo anterior hay que incorporar tres grandes foros internacionales en los que Estados Unidos tuvo que morderse los labios: en la V Cumbre de las Américas, en Trinidad y Tobago del 17 al 19 de abril, Barak Obama, a pesar de la sonrisa y los abrazos que le dio a varios presidentes, tuvo que resignarse a: recibir de Chávez el libro Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, minutos después de decir que no había que quedarse en el pasado sino ver el futuro; apreciar los datos precisos de cómo el ALBA representaba beneficios tangibles frente a los perjuicios ocasionados por los tratados de libre comercio, hasta el extremo de reconocer el papel de los médicos cubanos y, sobre todo, escuchar el pedido unánime de levantar el criminal bloqueo a Cuba. La segunda oportunidad fue la Asamblea General de la OEA en Honduras —poco antes de que Zelaya fuese desplazado por el golpe militar—, en la cual se derogó la resolución por la que se alejaba a Cuba de ese organismo supranacional al que un canciller cubano llamó “el Ministerio de Colonias de EEUU”.
Todavía queda fresco el recuerdo de una Clinton en salida rápida de Tegucigalpa y un Tomas Shannon levantando la mano derecha, con los dientes apretados por la rabia, para respaldar la resolución. Como en la cueca —un baile típico boliviano—, no hay segunda sin tercera. En octubre pasado, en la asamblea general de las Naciones Unidas, el 28 de octubre, Estados Unidos experimentó la mayor derrota ante Cuba. De los 192 países que integran la ONU, solo tres votaron en contra —EEUU, Israel y Palau— y dos se abstuvieron —Islas Marshall y Micronesia—. El presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, Ricardo Alarcón, sostuvo que en realidad la votación fue de 187 a 1. La razón, la relación carnal de Estados Unidos e Israel y la subordinación colonial de los otros tres pequeños países al imperio.
Por si eso no bastara, los liderazgos de Morales y Chávez en el mundo, cada uno con sus peculiaridades bastante ricas, se han extendido hasta el mundo entero. No hay país en el planeta donde una reunión internacional multilateral o bilateral no congregue a miles de personas —movimientos sociales e intelectuales—, para escuchar al comandante que apuesta por el socialismo del siglo XXI y al líder indígena que quiere concretar el paradigma del Vivir Bien con el socialismo comunitario. Lo obrado en Copenhague confirma lo afirmado. Morales y Chávez, a pesar de la maniobra de querer dejar vacío el encuentro al momento de la intervención de los dos presidentes latinoamericanos, estremecieron y movilizaron con sus palabras a los jerarcas del mundo.
El boliviano desafío a organizar un referéndum mundial para decidir sobre el futuro del planeta y el venezolano, sobre la base de que antes que cambiar el clima hay que cambiar el sistema, llamó a los pueblos del Norte a sumarse a la revolución del Sur; es decir, a impulsar la revolución por toda la humanidad en el planeta.
La contraofensiva imperial
Pero pensar que el camino a la emancipación está libre de obstáculos sería una ingenuidad. Así lo entienden Fidel Castro, Evo Morales y Hugo Chávez. El primero, en su reflexión número 99 de este año, advierte que “el imperio está de nuevo a la ofensiva”. El segundo, a propósito de los cuestionamientos de Clinton, anticipó que si Estados Unidos ataca, la región se convertirá en el “segundo Vietnam”. El tercero afirmó que el imperio “está tratando de recuperar su patio trasero”. Los datos de la realidad son contundentes y las palabras —verbales o escritas— de los presidentes latinoamericanos citados, a los que hay que sumar a otros como Ortega, Correa, Lula y Fernández, están demasiado lejos de ser catalogadas como sensacionalistas. Estados Unidos, con la gestión inicial de Bush y la ratificación de Obama, ha concretado un convenio que garantiza la apertura de siete nuevas bases militares en territorio colombiano, que se suman a las dos ya existentes.
Asimismo, la Casa Blanca ha obtenido el visto bueno de Panamá para instalar cuatro bases militares en los primeros meses del siguiente año. A esta ampliación del Plan Colombia —cuya ejecución amenaza a otros países— hay que añadir a la Iniciativa Mérida o Plan México, acordada con Vicente Fox y ratificada por Calderón, que está militarizando el territorio mexicano a pasos más acelerados de los previstos. El presidente Chávez grafica la grave situación. “A Venezuela la están cercando por Aruba, Curazao —dos protectorados de los países del Reino Bajo controlados por el Pentágono (nota de redacción)—, Colombia y Panamá con bases militares”, expresó indignado.
Pero, como tampoco es una sorpresa, la avanzada militar estadounidense en América Latina es para retomar el control total y países como Ecuador —al que se le ha violado la soberanía en marzo de 2008 para asesinar al jefe rebelde de las FARC, Raúl Reyes y otros guerrilleros—, Bolivia —en el que se ha intentado un golpe cívico prefectural en septiembre del año pasado— y Nicaragua —al que es altamente probable se le ponga en marcha una campaña de hostilidad y agresión desde Honduras como en la década de los 80—, figuran como prioritarios en la lista de los enemigos que EEUU se ha propuesto derrotar. Las palabras de la Clinton —que en realidad expresan “la política del doble carril” del imperio— hacen plena prueba. Obama es parte de ella. Brasil también está preocupado y es uno de los más firmes de la constitución del Consejo de Defensa de UNASUR. El golpe de Estado en Honduras contra el presidente Zelaya el 28 de junio ha sido el punto de quiebre dentro de la estrategia estadounidense.
El derrocamiento, además de ser un “castigo” para un político conservador que osó salirse del libreto, fue una señal de advertencia contra los países miembros del ALBA. Sin embargo, limitar la contraofensiva de Estados Unidos al plano estrictamente militar sería un error. La estrategia imperial se asienta políticamente en México, Colombia, Perú y Honduras. Chile está a un paso de su incorporación. Los grados de adhesión a los planes del imperio solo dependerán de quién resulte electo el 17 de enero de 2010, cuando se registre la segunda vuelta. El derechista Sebastían Piñera, con un 44% de votación, cuenta con condiciones favorables para dar por finalizada dos décadas de gobierno de la Concertación, que con el conservador Eduardo Frei apenas llegó al 30%. Salvo que el joven político Marco Enriquez-Ominami, que con un sorpresivo 20% se ubicó tercero, cambie de opinión sobre su decisión de no respaldar a la Concertación en la segunda vuelta, el triunfo de la derecha pinochetista es un hecho.
Pero, aún cuando Frei dé la vuelta la situación adversa, es poco probable el democristiano siga la línea de mayor autonomía que la presidenta Michelle Bachelet desarrolló ante Estados Unidos. La estrategia del “cerco” estadounidense a los procesos revolucionarios de América Latina también estará en dependencia de lo que vaya a ocurrir en las elecciones de Argentina y Brasil el próximo año. En síntesis, los dos próximos años serán cruciales para ver la tendencia en América Latina y, sobre todo, el nivel de cohesión y resistencia de los procesos en Bolivia, Venezuela, Ecuador y Nicaragua. La lucha por la hegemonía latinoamericanista o imperialista está planteada.
Fuente
La Secretaría de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, el 11 de diciembre, en un informe sobre la situación política de América Latina, se encargó de encender la chispa al advertir a Bolivia y Venezuela de manera abierta sobre las relaciones diplomáticas con el régimen y gobierno iraníes. “Si la gente quiere flirtear con Irán, debería considerar las consecuencias que pueden tener para ellos, esperamos que se lo piense dos veces”, fueron las palabras textuales que brotaron de la boca de la canciller estadounidense que no disimula en su papel de proyectarse ante el mundo como la autoridad imperial de línea dura.
Pero la posición de Estados Unidos hacia América Latina más que proactiva se desnuda periódicamente como una expresión de reacción ante el avance sostenido de una emergencia latinoamericanista que está siendo motorizada por el ALBA y de manera particular por los procesos revolucionarios de Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua. De ahí que las palabras de la Clinton sean vistas como una suerte de exhortación al retorno, sobre nuevas condiciones, de la política del presidente Lyndon Johnson, quien en 1964 proclamó abiertamente que “los Estados Unidos prefieren contar con aliados seguros a tener vecinos democráticos”. Con la doctrina Johnson —que al mismo tiempo expresaba una readecuación de las políticas “del garrote”, “el buen vecino”, la “diplomacia misionera” y la “Doctrina Truman”—, en América Latina se dio inicio a una cadena de golpes militares que, salvo escasas primaveras democráticas, produjeron e instalaron sangrientas dictaduras hasta mediados de la década de los 80. En Nicaragua se tuvo a la “dinastía de los Somoza” hasta 1979, cuando triunfó la revolución popular sandinista.
En Bolivia a Barrientos —quien en 1967 autorizó el ingreso de marines para enfrentar a la guerrilla del Che—, a Banzer —cuyo lema de “Paz, Orden y Trabajo” persiguió, reprimió, asesinó y exilió a miles de hombres y mujeres entre 1971 y 1978— y García Meza, quien inauguró un régimen claramente narco-delincuencial en 1980. En Chile se tuvo a Pinochet, el motor de la internacional “Operación Cóndor”, hasta 1989, casi un año después de que un referéndum de dijo “No” a su continuidad en el poder.
El alcance de las advertencias de Clinton les queda claro a los presidentes de los países miembros del ALBA. El golpe de Estado en Honduras contra el presidente Manuel Zelaya y el respaldo, abierto a veces y encubierto otras, al gobierno de facto de Roberto Micheletti, se ha encargado de confirmar la profunda desconfianza, traducida en discurso político, de los gobiernos de izquierda en América Latina hacia los Estados Unidos, al punto tal que el 17 de diciembre, en Copenhague, el presidente boliviano Evo Morales afirmó categórico: “Obama es peor que Bush, solo ha cambiado el color del presidente de Estados Unidos”. La realidad es más testaruda que las buenas intenciones.
Marcando agenda
Vista la realidad de América Latina en al menos los últimos cinco años, la molestia e inquietud imperial tiene explicación. El ALBA —como proyecto de integración y unidad latinoamericana— ha crecido a un ritmo sostenido que incluso muchos estudiosos en temas internacionales que miraban con simpatía su aparición han quedado sorprendido por sus resultados. Impulsada por Fidel Castro y Hugo Chávez en diciembre de 2004 en la ciudad de La Habana, el ALBA parecía un nombre demasiado grandilocuente para un proyecto de integración que empezaba por el afianzamiento bilateral entre dos países y en medio de una situación política de relativa estabilidad en América Latina, a excepción de Bolivia y Ecuador, países en los que las rebeliones indígenas y populares mantenían a raya a los viejos bloques en el poder que, para tratar de oxigenarse, recurrieron a un recambio de presidentes.
Pero el carácter de la tendencia confirmaría la fuerza de razón y la confianza de Fidel Castro —que nunca como ahora había estado tan presente, tan lleno de vida y esperanza, de lo que siempre estuvo— y Chávez —que la historia le ha asignado el papel de vanguardia política—. El líder indígena Evo Morales salió victorioso en las elecciones de diciembre de 2005 con una votación jamás registrada en la democracia boliviana (54%) y el 6 de diciembre ha sido reelecto con un 64%, superando su propio récord. Pero Fidel, Chávez y Evo estaban lejos de ser “los tres mosqueteros” enfrentando con espadas a la alta tecnología militar y política del imperio. Nada de eso. A partir de 2006 hasta el año que culmina se han sumado Rafael Correa de Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua en la línea de profundas revoluciones en el siglo XXI y otros países del Caribe.
Entre diciembre de 2004 y diciembre de 2009 los resultados se presentan visiblemente superiores a los períodos de los llamados “viejo” y “nuevo” regionalismos, en los que ni con los estados a la cabeza —en el primer caso— y las transnacionales y la economía de mercado —en el segundo caso—, los pueblos habían recibido grandes beneficios a través de políticas sociales ni los estados un alto grado de autonomía —económica y financiera— ante los Estados Unidos. Millones de personas se han beneficiado con la atención de salud, otros tantos miles han recuperado la vista con la “Operación Milagro” y el analfabetismo ha sido eliminado en Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador.
Además de las políticas sociales, millones de dólares se han destinado a respaldar a pequeños e incluso grandes productores, el intercambio comercial —si bien tropieza con trabas burocráticas— está avanzando y la complementariedad de economías y vocaciones productivas, por la vía de las “empresas grannacionales”, se perfila como una de las mayores conquistas para el año que viene, a lo que se debe sumar la puesta en marcha del “Sucre”, una moneda virtual para los intercambios comerciales. Pero no es la cantidad de miembros del ALBA lo que a Estados Unidos le molesta. La inquietud del imperio se hace mayor pues la influencia de Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua en América Latina está fuera de toda discusión. Sin forzar el ingreso de otros países a este proyecto alternativo de integración y unidad latinoamericana, los gobiernos de los países del ALBA han dado pasos al fortalecimiento de las relaciones Sur-Sur, tanto dentro de la región como fuera de ella.
El cambio de orientación en el Mercosur —a pesar del bloqueo de la derecha al ingreso de Venezuela—, la fuerza creciente de UNASUR y las relaciones con los países de Asia y Africa se muestran auspiciosas y en poco tiempo han sacado de la agenda internacional el tipo de integración que Estados Unidos promovía con el ALCA —derrotado en Mar del Plata en 2004— y los Tratados de Libre Comercio. A lo anterior hay que incorporar tres grandes foros internacionales en los que Estados Unidos tuvo que morderse los labios: en la V Cumbre de las Américas, en Trinidad y Tobago del 17 al 19 de abril, Barak Obama, a pesar de la sonrisa y los abrazos que le dio a varios presidentes, tuvo que resignarse a: recibir de Chávez el libro Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, minutos después de decir que no había que quedarse en el pasado sino ver el futuro; apreciar los datos precisos de cómo el ALBA representaba beneficios tangibles frente a los perjuicios ocasionados por los tratados de libre comercio, hasta el extremo de reconocer el papel de los médicos cubanos y, sobre todo, escuchar el pedido unánime de levantar el criminal bloqueo a Cuba. La segunda oportunidad fue la Asamblea General de la OEA en Honduras —poco antes de que Zelaya fuese desplazado por el golpe militar—, en la cual se derogó la resolución por la que se alejaba a Cuba de ese organismo supranacional al que un canciller cubano llamó “el Ministerio de Colonias de EEUU”.
Todavía queda fresco el recuerdo de una Clinton en salida rápida de Tegucigalpa y un Tomas Shannon levantando la mano derecha, con los dientes apretados por la rabia, para respaldar la resolución. Como en la cueca —un baile típico boliviano—, no hay segunda sin tercera. En octubre pasado, en la asamblea general de las Naciones Unidas, el 28 de octubre, Estados Unidos experimentó la mayor derrota ante Cuba. De los 192 países que integran la ONU, solo tres votaron en contra —EEUU, Israel y Palau— y dos se abstuvieron —Islas Marshall y Micronesia—. El presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, Ricardo Alarcón, sostuvo que en realidad la votación fue de 187 a 1. La razón, la relación carnal de Estados Unidos e Israel y la subordinación colonial de los otros tres pequeños países al imperio.
Por si eso no bastara, los liderazgos de Morales y Chávez en el mundo, cada uno con sus peculiaridades bastante ricas, se han extendido hasta el mundo entero. No hay país en el planeta donde una reunión internacional multilateral o bilateral no congregue a miles de personas —movimientos sociales e intelectuales—, para escuchar al comandante que apuesta por el socialismo del siglo XXI y al líder indígena que quiere concretar el paradigma del Vivir Bien con el socialismo comunitario. Lo obrado en Copenhague confirma lo afirmado. Morales y Chávez, a pesar de la maniobra de querer dejar vacío el encuentro al momento de la intervención de los dos presidentes latinoamericanos, estremecieron y movilizaron con sus palabras a los jerarcas del mundo.
El boliviano desafío a organizar un referéndum mundial para decidir sobre el futuro del planeta y el venezolano, sobre la base de que antes que cambiar el clima hay que cambiar el sistema, llamó a los pueblos del Norte a sumarse a la revolución del Sur; es decir, a impulsar la revolución por toda la humanidad en el planeta.
La contraofensiva imperial
Pero pensar que el camino a la emancipación está libre de obstáculos sería una ingenuidad. Así lo entienden Fidel Castro, Evo Morales y Hugo Chávez. El primero, en su reflexión número 99 de este año, advierte que “el imperio está de nuevo a la ofensiva”. El segundo, a propósito de los cuestionamientos de Clinton, anticipó que si Estados Unidos ataca, la región se convertirá en el “segundo Vietnam”. El tercero afirmó que el imperio “está tratando de recuperar su patio trasero”. Los datos de la realidad son contundentes y las palabras —verbales o escritas— de los presidentes latinoamericanos citados, a los que hay que sumar a otros como Ortega, Correa, Lula y Fernández, están demasiado lejos de ser catalogadas como sensacionalistas. Estados Unidos, con la gestión inicial de Bush y la ratificación de Obama, ha concretado un convenio que garantiza la apertura de siete nuevas bases militares en territorio colombiano, que se suman a las dos ya existentes.
Asimismo, la Casa Blanca ha obtenido el visto bueno de Panamá para instalar cuatro bases militares en los primeros meses del siguiente año. A esta ampliación del Plan Colombia —cuya ejecución amenaza a otros países— hay que añadir a la Iniciativa Mérida o Plan México, acordada con Vicente Fox y ratificada por Calderón, que está militarizando el territorio mexicano a pasos más acelerados de los previstos. El presidente Chávez grafica la grave situación. “A Venezuela la están cercando por Aruba, Curazao —dos protectorados de los países del Reino Bajo controlados por el Pentágono (nota de redacción)—, Colombia y Panamá con bases militares”, expresó indignado.
Pero, como tampoco es una sorpresa, la avanzada militar estadounidense en América Latina es para retomar el control total y países como Ecuador —al que se le ha violado la soberanía en marzo de 2008 para asesinar al jefe rebelde de las FARC, Raúl Reyes y otros guerrilleros—, Bolivia —en el que se ha intentado un golpe cívico prefectural en septiembre del año pasado— y Nicaragua —al que es altamente probable se le ponga en marcha una campaña de hostilidad y agresión desde Honduras como en la década de los 80—, figuran como prioritarios en la lista de los enemigos que EEUU se ha propuesto derrotar. Las palabras de la Clinton —que en realidad expresan “la política del doble carril” del imperio— hacen plena prueba. Obama es parte de ella. Brasil también está preocupado y es uno de los más firmes de la constitución del Consejo de Defensa de UNASUR. El golpe de Estado en Honduras contra el presidente Zelaya el 28 de junio ha sido el punto de quiebre dentro de la estrategia estadounidense.
El derrocamiento, además de ser un “castigo” para un político conservador que osó salirse del libreto, fue una señal de advertencia contra los países miembros del ALBA. Sin embargo, limitar la contraofensiva de Estados Unidos al plano estrictamente militar sería un error. La estrategia imperial se asienta políticamente en México, Colombia, Perú y Honduras. Chile está a un paso de su incorporación. Los grados de adhesión a los planes del imperio solo dependerán de quién resulte electo el 17 de enero de 2010, cuando se registre la segunda vuelta. El derechista Sebastían Piñera, con un 44% de votación, cuenta con condiciones favorables para dar por finalizada dos décadas de gobierno de la Concertación, que con el conservador Eduardo Frei apenas llegó al 30%. Salvo que el joven político Marco Enriquez-Ominami, que con un sorpresivo 20% se ubicó tercero, cambie de opinión sobre su decisión de no respaldar a la Concertación en la segunda vuelta, el triunfo de la derecha pinochetista es un hecho.
Pero, aún cuando Frei dé la vuelta la situación adversa, es poco probable el democristiano siga la línea de mayor autonomía que la presidenta Michelle Bachelet desarrolló ante Estados Unidos. La estrategia del “cerco” estadounidense a los procesos revolucionarios de América Latina también estará en dependencia de lo que vaya a ocurrir en las elecciones de Argentina y Brasil el próximo año. En síntesis, los dos próximos años serán cruciales para ver la tendencia en América Latina y, sobre todo, el nivel de cohesión y resistencia de los procesos en Bolivia, Venezuela, Ecuador y Nicaragua. La lucha por la hegemonía latinoamericanista o imperialista está planteada.
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