Carolina Escobar Sarti
Es la primera Navidad en años en que yo no me encargo de cocinar el pavo. En este preciso momento, mi madre y mi hijo menor cocinan juntos para la cena de Navidad. Juntos compraron todo lo necesario para preparar los alimentos de la Nochebuena y juntos se enfrascaron en la discusión de por qué hacer de tal o cuál forma el pavo, pensando en quienes comen y no comen carne en la familia. Han sido días de hablar sobre ello, días de ir a buscar los ingredientes, días de ponerse de acuerdo para conciliar los tiempos de ambos desde que surgió la idea de cocinar juntos.
Pienso en la generosidad de ambos, en la disposición y la ternura que implica hacer los alimentos para otros, pensando en todos. Supongo que hay que agradecer a la vida por tener la oportunidad de asistir a estos milagros cotidianos: primero, el de tener alimento y, segundo, el que dos generaciones tan distantes se reúnan a prepararlos con tanto amor. A esto hay que sumar el gozo de un compartir colectivo, donde alguien llevará los tamales, otro la fruta, algunos más el pan, el arroz y la ensalada, y entre todos aportaremos el ponche y el vino.
Claro que esto forma parte de un mundo de tradición burguesa, claro que quisiera que nadie tuviera hambre y claro que los que tenemos alimento y ternura somos privilegiados. Cómo no creerlo, si en este mundo “desarrollado” hay 146 millones de niños y niñas menores de cinco años bajos de peso y 852 millones de personas padeciendo de hambre, 53 de ellos solo en América Latina. Cuba es el único país de América Latina y el Caribe en donde ningún niño o niña padece de desnutrición infantil severa. En algo hemos fallado; por alguna parte esa tendencia neurótica a la individuación se ha evidenciado como el talón de Aquiles de la especie humana. La ternura es un asunto pendiente de comprender y practicar, porque de otra manera sería difícil entender que en todo el planeta mueran de hambre cada año más de cinco millones de niños (Unicef, Progreso para la Infancia).
Según Unicef, no costaría mucho dinero lograr salud y nutrición básica para todos los habitantes del los países subdesarrollados; 13 mil millones de dólares anuales adicionales a lo que ahora se destina serían suficientes. Y no solo suficientes sino pocos, en comparación con el millón de millones que cada año se destinan a publicidad comercial, con los 400 mil millones de drogas estupefacientes o con los ocho mil millones que se gastan en cosméticos en Estados Unidos. Y mucho menos si se compara con el gasto militar en todo el mundo que, solo en el 2006, llegó a 835 mil millones de euros, lo cual equivalió a 15 veces más el volumen de ayuda humanitaria internacional o al monto máximo de gasto militar erogado durante la Guerra Fría (Informe de Intermon-Oxfam). En los últimos años, las cien mayores empresas de la industria armamentista del mundo aumentaron sus ganancias en un 60 por ciento, y resulta que el 35 por ciento de las emergencias alimentarias ocurridas en ese período han sido provocadas por las guerras.
Es Navidad. Otra vez. El consumismo sobrevaluado y la voracidad disfrazada de una libertad que a otros esclaviza, no tiene más nombre que ausencia de ternura. Podemos jurar en las misas y los brindis de medianoche que el amor es lo que nos tiene en este mundo, pero como dice Savater: “El amor sin ternura es puro afán de dominio y de autoafirmación hasta lo destructivo. La ternura sin amor es sensiblería blanda incapaz de crear nada”. No podemos cambiar el mundo en un día, pero sí trabajar porque sea distinto y eso tiene que ver con la ternura, tan amarrada a la vida en un mundo que ha sobredimensionado la muerte.
cescobarsarti@gmail.com
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