Hace
décadas que escribimos y contestamos llamadas de medios para discutir
las matanzas en Estados Unidos. Virginia Tech, Sandy Hook, Orlando, Las
Vegas… Por no hablar de la criminalidad común de varias ciudades grandes
que se aproximan bastante a los vergonzosos números de algunos países
de América Central. Uruguay está bajo una fuerte crítica, interna y de
Estados Unidos, por haber aumentado su tasa de asesinatos hasta 11.2
cada cien mil habitantes mientras sus turistas se sienten seguros en
Miami Beach, sin reparar que la ciudad de Miami, en sus mínimos
históricos, tiene la misma tasa de asesinatos. Por no hablar de otras
cuarenta grandes ciudades que superan esos guarismos, como St. Louis,
que llega a 60.
No en pocas ocasiones me he despedido de
esos amigos periodistas con el doloroso humor negro de “hasta la próxima
matanza”. En mis clases, algunos estudiantes me han reprochado la
dureza de este tipo de expresiones. Tal vez es parte del problema que
comparte la religión de las armas con el racismo rampante de este país:
se cuida demasiado el lenguaje para no ofender a nadie pero no se
soluciona el problema. Se lo empeora.
Las dos últimas
matanzas por tiroteo, de las 250 que van en el año, llamaron la atención
por su número de muertos y por su proximidad una de otra (13 horas).
Ambas poseen elementos en común, pero en su naturaleza ideológica
difieren mucho.
Empecemos por la segunda, la de Dayton en
Ohio. El asesino, un joven de 24 años, no tenía motivaciones raciales,
ni siquiera ideológicas. Como le gustan decir a los políticos
especialistas en rezar como único recurso, era un “enfermo mental”. De
hecho era simpatizante de la izquierda y de la regulación de las armas y
entre las nueve de sus víctimas estaba su propia hermana, de 22 años.
Claro que entre enfrentarse a un enfermo mental con un rifle y a otro
con un palo, cualquiera elegiría este último.
La tragedia
ocurrida 13 horas antes en El Paso, Texas, ya está alimentada y motivada
por razones claramente raciales. El asesino de 21 años, de cuyo nombre
no quiero recordar, manejó nueve horas de Dallas hasta la frontera sur
para matar hispanos. En un manifiesto plagado de faltas ortográficas y,
peor, de conceptos históricos, advierte de su plan debido a la “invasión
de hispanos a Texas”. El Paso posee una población del 80 por ciento de
estadounidenses mexicanos, además de mexicanos visitantes. Gran parte
del tercio oeste de Estados Unidos posee una fuerte cultura y una
numerosa población hispana no sólo porque desde que Estados Unidos tomó
posesión de esas tierras los mexicanos han cruzado permanentemente una
frontera invisible para trabajar en las zafras del norte, regresando al
sur ese mismo año, sino porque por siglos fue tierra de España o de
México.
Texas, que tanto enojaba al asesino, se
independizó de México en 1836 porque los mexicanos habían abolido la
esclavitud en esa provincia y los nuevos inmigrantes anglos no podían
prosperar sin esclavos negros, los que solían escapar hacia México
buscando la libertad. Cuando Texas se une a Estados Unidos y el Norte
entra en guerra civil con el Sur, Texas se une a la Confederación para
mantener sus privilegios esclavistas. Desde su derrota a manos de
Lincoln, el Sur esclavista convirtió esa derrota en una victimización
moral de los blancos, desviando la atención sobre la esclavitud y
narrando en libros, películas y salones de clase la idea de que la
Guerra Civil fue una lucha desigual por “los valores” del Sur.
La
misma fundación de Texas tiene una raíz profundamente racista, como la
fundación de Estados Unidos. Pero tanto Estados Unidos como Texas han
sido capaces de integrarse a las grandes luchas sociales de los años
60s, no sólo de Martín Luther King sino de muchos otros líderes latinos
como Cesar Chávez, Dolores Huerta o Sal Castro. Los países no tienen
dueños. Incluso Jefferson había dicho algo por demás obvio: la tierra le
pertenece a los vivos; no a los muertos.
Sin embargo,
aquí radica el centro del problema de la ideología supremacista blanca:
el concepto de defensa de una raza para que su predominio perdure más
allá de los individuos. ¿Por qué me importaría que mi país conservase
una población que se parezca a mí? Es más, sería una pesadilla
levantarse un día y ver que todos se parecen a nosotros y piensan como
nosotros.
El moderno concepto de supremacía blanca en
Occidente surge a principios del siglo XX en las colonias británicas.
Vaya casualidad. Justo cuando Europa y Gran Bretaña comienzan a perder
el privilegio de esclavizar al resto del mundo aparece una teoría
infantil del “genocidio blanco”. Según esta teoría que se hace popular
en Estados Unidos en la década del 20, la “raza blanca” está bajo
amenaza de extinción por parte de las otras razas, negra, marrón,
amarilla, roja… Todo a pesar de que ninguna de estas “razas” nunca en la
Era Moderna invadió ni Europa ni Estados Unidos sino, exactamente, lo
contrario. África fue, por trecientos años, hasta muy recientemente, el
patio trasero de Europa y allí los crímenes se contaban por decenas de
millones de negros, por decenas de gobiernos destruidos, intervenidos o
aniquilados. En los últimos tiempos en nombre de la lucha contra el
comunismo pero desde mucho antes en nombre de la defensa de la “raza
hermosa”, la raza blanca que debía dominar al resto. Exterminación, lisa
y llana. Lo mismo América Latina con respecto a Estados Unidos. Lo
mismo diferentes pueblos de Asia y Medio Oriente con respecto a las
potencias Occidentales.
Pues, resulta que ahora los niños
de bien se quejan de una “invasión hispana”, de una “genocidio blanco” y
otras pataletas. ¿Por qué?
Estados Unidos es el único
país “desarrollado” cuya expectativa de vida ha decrecido en los últimos
años. Los estudios indican que se debe al deterioro de la salud de la
población blanca debido a la epidemia de drogas, en particular opioides
(que se cobra la vida de 50.000 personas por año), el alcoholismo y la
depresión. Esta terrible situación no es una conspiración racial sino de
sus bienquerida libertad de negocios, los negocios farmacéuticos que
han creado y mantenido un beneficio de 75 billones de dólares anuales
para que la gente siga muriendo.
El asesino de El Paso, en
su manifiesto, además se quejaba que si bien los inmigrantes hacen el
trabajo sucio, sus hijos suelen tener éxito en las universidades. Es
decir, que hasta podría tolerar que la raza inferior haga un trabajo
sucio siempre y cuando no demuestren que pueden trabajar más duro y
alcanzar algún mérito académico. Ésta es la cultura del competidor. Como
siempre: competencia sí, sólo mientras yo tengo todas las de ganar.
Cuando
una sociedad sufre de la soberbia del ganador, es muy difícil que
reconozca errores y crímenes. Normalmente una minoría crítica lo hace,
pero eso no es suficiente. No se debe subestimar la ignorancia y el
fanatismo de un significativo sector de la población que considera que
cualquier cambio, cualquier forma de ser diferente es “antiamericano”.
Como otras tragedias, esta pasará de la memoria colectiva. Porque si
hay algo que la cultura estadounidense sabe hacer muy bien es olvidar.
Los edificios históricos se echan abajo como el pasado más cercano, y en
su lugar se levanta algo nuevo (un Walmart, un McDonald’s) y se dice
que siempre estuvo allí desde que Dios creó el mundo.
- Jorge Majfud es escritor uruguayo estadounidense, autor de Crisis y otras novelas.
https://www.alainet.org/es/articulo/201423
No hay comentarios:
Publicar un comentario