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sábado, 24 de agosto de 2019

La inmortalidad de Teodoro Palacios Flores

Ilka Oliva Corado


Vimos entrar a un hombre alto, negro, que vestía pantalón de tela gris y camisa a cuadros, al que le hacían rueda varios periodistas que le tomaban fotos y entrevistaban, nuestro profesor de atletismo que en ese momento estaba sentado en las gradas del estadio Dorotero Guamuch Flores (Mateo Flores en ese entonces) observando el desarrollo de los eventos de atletismo de los Juegos Enefistas, se quitó la gorra emocionado y gritó enardecido, como un niño, inmensamente feliz: ¡Teodoro Palacios Flores! Todos salimos en manada corriendo a encontrar a don Teodoro y a abrazarlo. Era 1998 y yo estudiaba el sexto magisterio de Educación Física.
Él respondió a los abrazos muy contento y aceptó la invitación que le hizo nuestro profesor de atletismo para que entregara las medallas en las premiaciones, así fue como tuve el enorme honor de que fuera don Teodoro quien colocara en mi cuello la medalla que gané en lanzamiento de jabalina. Dicha tuvimos que varios llevaban cámaras y aprovechamos a tomarnos la foto del recuerdo con quien sabíamos, por nuestras clases de teoría del atletismo e historia del atletismo en Guatemala, que quien estaba con nosotros era uno de los más grandes atletas del país, que estaba de visita porque llegaba de Estados Unidos, su país de residencia a recibir La Orden del Quetzal. Para aquel grupo de prácticamente adolescentes que soñaban con ser maestros de Educación Física, aquella tarde fue mágica e inolvidable, habíamos tenido la dicha de conocer en persona a un mito.
Pasaron los años y emigré y un día durante el descanso de medio tiempo en un juego de fútbol que dirigía se acercaron unos jugadores a conversar conmigo y en la plática me dijeron que ahí mismo donde estaba sentada se sentaba a descansar un árbitro negro, alto, llamado Teodoro Palacios Flores, que era un deportista muy famoso en su país de origen, Guatemala, yo sonreí recordando el día que lo conocí. Un día al salir del trabajo fui a hacer el recorrido por los lugares por donde anduvo, aquí en Chicago y fui a conocer la escuela en donde dio clases. Lo sentí como un compromiso de agradecimiento, como algo que le debía, por haber tenido la humildad de haberse quedado a premiar a aquel grupo de estudiantes en el Mateo Flores. Fue en el verano del 2004.
Guatemala tuvo la dicha de ver nacer a un atleta de habilidades extraordinarias, de disciplina única y de carácter inquebrantable, pero le falló, como le ha fallado a todos sus hijos nacidos en la pobreza, el olvido y la exclusión. Aun así ese hombre de infancia dura, de adolescencia de miseria y racismo, se levantó de donde muy pocos los hacen y se atrevió a soñar en grande, se atrevió a ir en contra de lo imposible y con sus pies descalzos saltó, saltó alto, muy alto, tan alto que ni el racismo, ni la pobreza y ni el olvido pudieron alcanzarlo. Y voló entre los vientos de los horizontes con sus piernas largas de negro herido pero jamás vencido, porque como hijo de África, Teodoro Palacios Flores, lleva la resistencia como su ADN. Tan así que ni la muerte podrá con él, le ganó a la muerte, aquel niño que nació en la miseria, que tuvo hambre, que no tuvo techo cuando más lo necesitaba, que no tuvo abrazos, que no tuvo cobijo ni palabras de aliento en la etapa más importante de su vida en su formación como ser humano, aquel deportista que no tuvo apoyo, que fue humillado por su color de piel y por su pobreza, que fue obligado a emigrar, logró vencer lo imposible, ¡se hizo inmortal! Muy a pesar de Guatemala.
Loor a don Teodoro Palacios Flores, los del arrabal le agradecemos haber dado la cara por nosotros. Vaya y salte con sus pies descalzos, con sus hermosas piernas largas y negras, salte don Teodoro todos los charcos de agua que de niño no pudo saltar. La inmortalidad lo colme y lo arrulle en su regazo.

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