CLAE
Este
subjetivo título es para ilustrar una realidad que resume el objetivo
de las negociaciones de la Mercosur-UE: a pocas semanas de que la
Comisión Europea en funciones acabe su mandato, Bruselas ha conseguido,
gracias al acuerdo comercial con los países del Mercosur, que las firmas
del viejo continente puedan ahorrarse hasta 4.000 millones de euros al
año.
Esta cifra es significativa ya que es tres veces superior a
los ahorros que se obtienen, por ejemplo, con el tratado de libre
comercio con Japón, que entró en vigor este año. Y casi cuatro veces el
beneficio económico que se logró mediante el polémico acuerdo comercial
con Canadá, conocido como CETA.
Estas cifras dan a entender
la magnitud de lo acordado entre estos dos bloques regionales (que bien
no se sabe qué es), justo mientras el multilateralismo parece en crisis
con el rebrote de las políticas proteccionistas a raíz de la estrategia
comercial de Washington.
Pero como suele ocurrir en este tipo
de negociaciones, hay ganadores y perdedores, aunque algunos piensen
que, en el balance conjunto, las ventajas acaban siendo superiores a las
pérdidas. Queriendo resumir de forma muy esquemática, desde el punto de
vista de la UE, la industria europea y el campo del Mercosur sacan los
mayores beneficios mientras que los agricultores europeos y los sectores
más protegidos de América Latina salen más perjudicados.
Por
ejemplo, la industria automovilística europea, que sufría unos aranceles
muy elevados (35%), tendrá la vía despejada para exportar sus vehículos
a Sudamérica. Una inquietud diferente se respira en cambio en el sector
agrícola y ganadero europeo, ya que las mayores exportaciones de
Mercosur a la UE en el 2018 fueron precisamente manufacturas agrícolas.
Por ejemplo, según el acuerdo, Europa acepta una cuota de 90.000
toneladas de vacuno procedente del Mercosur sin aranceles en cinco años.
Un triunfo, ya que el Mercosur demandaba no menos de cien mil
toneladas.
El sector del campo francés, que es muy beligerante,
es el más molesto y considera que el anuncio del acuerdo fue un “día
funesto”. “El acuerdo Mercosur-UE es inaceptable y expondrá a los
agricultores europeos a una competencia desleal y a los consumidores a
un engaño total”, dijo Christiane Lambert, del sindicato agrícola
francés FNSEA.
En el marco de la cumbre del G-20 en Japón ,el
presidente galo Emmanuel Macron consideró que se trataba de un “buen”
acuerdo, pero prometió que Francia se mantendría “vigilante” a su
evolución.
En Alemania, Joachim Rukwied, máximo representante
de Deutscher Bauernverband, el principal sindicato agrícola, habló de un
“acuerdo totalmente desequilibrado”, que pondrá en peligro “muchas
granjas familiares”. Al admitir que el texto genera “algunos desafíos
para los agricultores europeos”, el comisario de Agricultura Europeo, el
irlandés Phil Hogan, prometió “ayuda financiera” de hasta mil millones
de euros “en caso de perturbación del mercado”.
Más matizada
fue la reacción de las organizaciones españolas, que pidieron cautela.
El sector agrario español, representado por las organizaciones Asaja,
Coag, UPA y Cooperativas Agroalimentarias de España expresó su
“preocupación”, ante “la firma de un acuerdo desequilibrado que no tenga
en cuenta ciertas producciones agrarias, especialmente algunas
mediterráneas”.
De todas formas, antes de que los respectivos
parlamentos de las naciones involucradas ratifiquen el tratado, pueden
pasar hasta dos años, y esto, salvo sorpresas advirtieron algunos
analistas.
¿Un acuerdo o simplemente un tratado de libre comercio?
Habitualmente concebido y descripto como un proceso de integración
internacional, empujado por la confluencia de ciertos adelantos
tecnológicos como la informática, las telecomunicaciones , el
transporte, revestidas con las engañosas luces del encanto de las
tecnologías y presentada como la forma contemporánea del progreso, una
promesa de abundancia y bienestar para sus poblaciones, los TLC terminan
siendo calificados de «algo inevitable si queremos estar en el mundo»,
como una ley ineludible de la naturaleza.
Esta concepción tiene
indudablemente un fuerte contenido ideológico y, como tal, encubre una
realidad bien diferente. Estas orientaciones contienen en su diseño
actual la «ética del lucro» un proyecto diametralmente opuesto,
inspirado en el, de la » ética de justicia»
Es fácil concluir
que asistimos en verdad a la puesta en práctica de una modalidad de
tratados elegida, programada e impulsada por los poderes económicos y
políticos más potentes de la historia cuyo objetivo es el control de la
economía mundial en su amplia expresión y se inspira en la lógica de la
acumulación incesante e interminable de capital y ánimo de lucro.
Entramos por la ventana de la guerra comercial, donde los países ricos
tienen intereses opuestos en cuanto se disputan la hegemonía mundial, en
particular en el terreno económico: la producción y comercialización de
bienes y servicios, su distribución, el control de la explotación de
los recursos básicos del planeta – la tierra, los bosques, el agua, el
petróleo, los alimentos y las materias primas pasando por la información
genética atesorada en la biodiversidad – así como el manejo y
utilización del capital financiero a nivel universal.
Una
rápida mirada sobre el mundo capitalista (en crisis) revela la
existencia de dos grandes centros de poder económico-financiero, la
Unión Europea y Estados Unidos, y un tercero hoy en discordia, China
liderando el conjunto de países asiáticos de desarrollo reciente.
¿Y ahora qué?
Estamos ante una variante actualizada de la lógica colonialista de
trocar oro y riquezas por espejitos y cuentas de colores. La diferencia
es que ahora se busca legalizar esa vieja técnica mediante instrumentos
jurídicos vinculantes y obligatorios, los tratados internacionales de
“última generación”
Tenemos un tratado que forma parte del
despliegue estratégico de los países desarrollados y en especial de las
grandes corporaciones trasnacionales para continuar acumulando ganancias
y extrayendo recursos de las economías en crisis de los países del sur.
A veces en el debate, en el ardor de la controversia
intelectual y política, se deja de lado la correlación real existente de
las fuerzas. El neoliberalismo es dominante mental y culturalmente en
gran parte del planeta. En grandes sectores de la sociedad se ha perdido
una visión de futuro. Dicho de otra manera, el futuro queda subsumido
al mercado, al consumo y la rentabilidad de menos del 1% de la población
mundial.
El comercio, entonces, es y se pretende libre para
los ricos, para las transnacionales, para los inversores. No es libre
para los pobres. Una gigantesca nube de pigmeos desorganizados no puede
competir razonablemente con un escuadrón de gigantes entrenados y
provistos de la mejor tecnología e inagotables recursos, aunque buena
parte de estos recursos hayan sido capturados a los propios pigmeos.
La riqueza de pocos genera la pobreza de la mayoría y se alimenta de
ella. ¿A quiénes van a explotar los pobres cuando les llegue el turno de
compartir la mesa de la abundancia? ¿O se está proponiendo una carrera
insensata para alcanzar los últimos lugares en esta mesa para tener
acceso a las migajas del banquete a costa de reforzar la miseria de los
perdedores?
Aceptar esta oferta inmoral implica incorporarse a
esa carrera absurda y negarse a la solidaridad con los iguales, países y
pueblos hundidos en el subdesarrollo. Por eso alarma la ineficaz
oposición a este pensamiento hegemónico de la mundialización. Los
análisis que de su deambular se hacen y las propuestas económicas que su
merodear genera, no es más que un resumen de situación y un elaborado
mapa de las posiciones a modo de conclusiones de las políticas
dominantes.
Si un día despertamos de este letargo, con un
mínimo de realismo, por solidaridad o por egoísmo, la promesa del
desarrollo en los términos en que está concebida, solo puede merecer el
rechazo a la barbarie de un sistema tan deshumanizador como el
capitalismo.
Eduardo Camin, analista uruguayo,
acreditado en la ONU-Ginebra, asociado al Centro Latinoamericano de
Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
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