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lunes, 29 de julio de 2019

Los muchos vuelcos del Brasil de Bolsonaro



Eric Nepomuceno


Desde el primer día de este año, cuando el ultraderechista Jair Bolsonaro asumió la presidencia brasileña, el país sudamericano viene enfrentando vuelcos drásticos a cada día que pasa. La vorágine destrozadora impulsada desde el sillón presidencial no tiene límites.


Al no lograr hacer aprobar en el Congreso cambios en la legislación de protección ambiental, Bolsonaro no dudó en aflojar la fiscalización. Resultado: la devastación en la Amazonia aumentó demanera exponencial en junio pasado. Otra amenaza ambiental vino con la liberación del uso de nada menos que 262 nuevos agrotóxicos desde su llegada al palacio presidencial. Además, cambiaron las reglas de clasificación de riesgo de esos productos químicos –altamente tóxicos– para facilitar su uso.

Y la ola de retrocesos sigue: la educación, en especial en las universidades nacionales, sufrió un corte brutal en su presupuesto. Resultado: muchas corren el riesgo serio de, a partir de septiembre, no tener cómo pagar servicios básicos como luz, agua y la limpieza de sus instalaciones.

El ministro de Educación, Abraham Weintraub, que comete serios errores al hablar y escribir, dice que la salida es buscar recursos en la iniciativa privada. ¿Privatizarlas?

También en el campo cultural hay tensión fuerte, al desaparecer los auspicios de empresas estatales. Con Bolsonaro Petrobras, que llegó a ser la principal patrocinadora de artes en Brasil, cortó su programa de incentivos a la cultura. Y el mandatario dice que pretende controlar de cerca la producción audiovisual, el cine principalmente, por respeto a las familias.

Las privatizaciones avanzan: la misma Petrobras vendió el control accionario de la BR-Distribuidora, la mayor de la nación, y anunció que otras subsidiarias seguirán el mismo camino. Ahí no se detiene el asunto, se preparan más privatizaciones en los sectores de energía, bancos, correos... lo que sea.

En semejante escenario, la política externa brasileña no pasaría impune. Y en este caso específico, el vuelco es tremendo, empezando por el alineamiento absoluto a Donald Trump.

Para dejar clara su ausencia total de límites, Bolsonaro oficializó el nombramiento de su hijo Eduardo, diputado federal, como embajador en Washington.

Al anunciar la medida, argumentó que Eduardo viajó mucho, habla inglés y tiene muy buenas –y desconocidas– relaciones con la familia Trump. El referido, a su vez, presentó sus credenciales: habla inglés (muy mal, pero cree que bien), vivió seis meses en Estados Unidos y llegó a freír hamburguesas.

El nombramiento del hijo presidencial tendrá que ser aprobado por el Senado. No hay antecedente alguno, en la historia brasileña, de iniciativa semejante.

El ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araujo, dijo aprobar plenamente la idea. Se trata del mismo ministro que, con total respaldo tanto de Bolsonaro como del hijo presidencial, viene desmantelando la solidez diplomática construida a lo largo de más de un siglo, y que ni siquiera durante los 21 años de la dictadura militar (1964-1985) fue tan agredida.

Araujo defiende ávidamente, lo mismo que el presidente ultraderechista, una ruptura definitiva con cualquier co-sa que considere de izquierda y tener como única opción el rescate de valores cristianos y occidentales.

En una iniciativa irremediablemente contradictoria, bajo su comando Brasil se alejó de las principales democracias occidentales para juntarse a países como Arabia Saudita, Bangladesh, Paquistán, Egipto y Afganistán en votaciones de la ONU sobre mujeres.

El ministro reitera que la nueva pauta brasileña en los foros internacionales tiene orientación clara, y menciona como ejemplo posicionarse contra iniciativas que lleven a sexualizar la infancia. No aclara a qué iniciativas de Naciones Unidas se refiere.

Enemigo radical de lo que llama globalismo, Ernesto Araujo ofrece total resistencia a las posiciones más avanzadas de la política externa de las pasadas décadas. Muestra obsesión por ciertos temas y promueve cambios extremos. Por su adhesión a acuerdos y tratados en defensa de las minorías, Brasil se posicionaba, hasta ahora, en la vanguardia del mundo. Ha sido, por ejemplo, el primer país del mundo en proponer, en 2003, una resolución de la ONU sobre derechos humanos y orientación sexual.

Una amenaza, según Bolsonaro y su ministro, a las tradiciones de la familia.

Contra la mejor tradición brasileña, Araujo se abstuvo en la votación que determinó que la ONU investigue la política de guerra a las drogas llevada cabo en Filipinas y que en tres años provocó más de 27 mil ejecuciones sumarias de sospechosos de narcotráfico.

Otra obsesión de la nueva política externa brasileña es dar un duro combate no al calentamiento global, pero a su existencia.

Para Araujo, los cambios climáticos son parte de una trama marxista para dominar el mundo. Y refuerza su tesis extravagante con un ejemplo personal: en mayo –plena primavera– él estuvo enItalia, y el mes anterior el país había pa-sado el abril más frío en 70 años. ¿Calentamiento global?

Sería risible, pero va en serio. Una verdadera tragedia.

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