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martes, 16 de julio de 2019

Crónicas migrantes en la frontera México-Guatemala

Esperar en el purgatorio

Brecha

Están los que escapan de la violencia, los que sobreviven en la indigencia, los que ya no aguantan y se vuelven. Están los que desaparecen en la noche mexicana. Mientras miles de migrantes aguardan un permiso que nunca llega, las negociaciones por el nuevo Tlcan abren las rutas a los bienes del norte y cierran los caminos a los pobres del sur.
El tiempo en el albergue es limitado y te condiciona de maneras impensadas. La pareja tuvo que mentir a las religiosas que gestionan el lugar y decir que duermen juntas porque son familia, aunque en su trámite ante las autoridades mexicanas se aclara que son concubinas y que el principal motivo para salir de Honduras fue la discriminación sufrida por ser lesbianas. Pero esa no fue la única causa: “(El presidente hondureño) Juan Orlando (Hernández) dice que hay empleo, pero es mentira, empleo no hay. Tampoco educación. Sólo hay un colegio en San Pedro Sula, el José Trinidad Reyes, pero ¡no todo San Pedro va a caber ahí! Tampoco todos tenemos el dinero para mandar a nuestros hijos. Por eso dejé de estudiar, porque me pedían (plata) acá y allá, y mi mamá con nueve hijos…”, explica la más joven, de 28 años. “Ese presidente quiere hacer privadas las escuelas públicas, ¿de dónde chingados si ya no tenemos pisto (dinero)?”, completa su compañera.
Allí, en la colonia Pakal-Na de Palenque, en el estado mexicano de Chiapas, tampoco hay dinero para los pobres. Cerca de las vías del tren y del albergue, Brecha recabó testimonios de refugiados que cobraron 100 pesos (5 dólares) por un día de trabajo. Era evidente la frustración y el resquemor que les causaba no poder generarse un ingreso para subsistir durante las esperas a las que son sometidos por las instituciones mexicanas. El limbo sin papeles es la primera precariedad que ahoga a los migrantes en un entorno que se dice “seguro”, pero donde tampoco hay vínculos familiares o vecinales que den una mano de la que agarrarse. Entonces, manguean. Pasan las horas en lugares públicos, piden dinero y experimentan la contracara de una política que se anuncia abierta pero se recibe cerrada. Como no tienen documentos mexicanos, quien les da trabajo les paga menos y los somete constantemente a amenazas. “Voy a llamar a migración”, les dicen.
Los más de 50 mil refugiados que, en el último año y medio y sin recibir respuesta, pidieron protección en México han sido dejados a su suerte. Al menos hasta ahora. El único apoyo económico que reciben viene de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y es de unos 3 mil pesos mexicanos (150 dólares) por tres meses. Para todo hay que hacer un trámite, y para empezar el trámite hay que esperar.
Patria de retenes
Antes del 1 de julio, cuando su lanzamiento se hizo coincidir con el “primer aniversario” de las elecciones presidenciales de López Obrador, la Guardia Nacional fue conminada a convertirse en la nueva policía migratoria de México. Desde su despliegue en torno al fronterizo río Suchiate tras el acuerdo alcanzado a mitad de junio con el gobierno estadounidense, los policías militares trabajaron junto a los federales y la migra en retenes y redadas en Chiapas y Veracruz.
En uno de estos primeros retenes –ubicado en la entrada a Palenque– un militar se queja porque no está armado. Allí sólo uno de los efectivos lo está: un chamaquito, parado enfrente, que viste uniforme camuflado, con el pecho cruzado por una tira negra de fierro que escupe fuego. A los militares designados para la Guardia Nacional los mantienen separados del ejército regular chiapaneco, por lo que el soldado también se queja de que duermen en las viejas instalaciones de un aeropuerto en desuso. Está visiblemente molesto con la tarea, aunque no dice por qué. Relata que tiene experiencia en zonas altamente militarizadas y hasta pronuncia la orden recibida durante el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) que ya se ha hecho un eslogan macabro de su sexenio: “Mátenlos a todos”.
Este miembro de la Guardia Nacional, que luce un brazalete negro con las letras “GN” en blanco, es parte del cerco que, desde todas partes, se cierra sobre los migrantes. Además de mantener retenes en las rutas, los militares y la migra reciben los avisos de las compañías que operan el tren La Bestia para cazar a quienes se hayan montado al techo de sus vagones nomás salir de la estación (se apostan en la Cementera, media hora después de haber partido de Palenque, por ejemplo).
De vuelta en Pakal-Na, en torno a la vía, la mayoría de los que esperan desde hace siete días por un tren que no sale son hombres. Pero también hay algunas mujeres, con niños que se acercan, aburridos, a saber qué trae el extranjero que llega a hacer preguntas. Mientras tres de ellos juegan a hacer equilibrio en la vía, llegamos a un terreno común: Luis Suárez; entonces, nos entendemos. No sólo el tren se les hace difícil. Por disposición oficial, las compañías de autobuses realizan, de manera indirecta, un primer control migratorio. Sólo aceptan ciertos documentos para vender pasajes al público y excluyen las tarjetas de visa humanitaria expedidas por Migración, a pesar de que son un documento oficial mexicano. Esta medida se suma a otras que congelan la posibilidad de movimiento de la gente, como el candado administrativo que les aplica la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, que los obliga a permanecer en el sitio donde han comenzado su solicitud de refugio. Si se mueven, pierden el trámite.
Todo esto fue demasiado para una familia joven de refugiados: papá, mamá y dos nenas menores de 5 años. Llevaban tres meses en México, pero el día que conversaron con Brecha ya habían decidido regresar. Subimos juntos a una de las combis que hacen el trayecto entre la ciudad tabasqueña de Tenosique, en el sureste mexicano, y el paso fronterizo de El Ceibo. En el viaje, contaron que habían abierto su pedido de asilo en Palenque y que tenían la tarjeta de Acnur para el apoyo económico, pero ese dinero se volaba en una semana, explicó la mamá, y más al tener a las niñas. El papá dijo que intentó seguir hacia el norte solo y conseguir trabajo en Coatzacoalcos, Veracruz, pero desistió ante la idea de llevar con él a su familia más arriba, donde la presión contra los migrantes aumenta. Nos bajamos todos de la combi en el parador, un quilómetro antes de la frontera. Ellos se subieron en dos motos y se fueron, saludando con la mano, de vuelta al sur. Nosotros nos sentamos a esperar, sin saber muy bien qué.
Un retorno violento
El paso de El Ceibo parece no ser conflictivo, con su poco personal y su manera relativamente fácil de cruzarlo. Claro que lo que parece no siempre es, y menos en México, donde las apariencias engañan doble. Es una zona denunciada una y otra vez por los abusos de policías y paramilitares. A diferencia de la frontera de Suchiate, con su mercado y su movimiento comercial, no hay más que árboles y campo en torno a los 60 qui-
lómetros de ruta sinuosa y arbolada que separan el paso y Tenosique, la primera ciudad mexicana. Los mototaxistas esperan acalorados, sentados en sus vehículos marca Bajaj, traídos de India, y hasta los perros bostezan del tedio. Entonces llega el ómnibus de Tenosique y empiezan a bajar familias que vienen de hacer allí el paseo comercial, cargando el bagayo de vuelta hacia Guatemala, y otras que sólo traen sus mochilas. Numerosas, rápidamente suben a los mototaxis y se van hacia abajo, rumbo a la frontera.
Entre ellas, como si el azar favoreciera la paciencia y la consagrara como arma del periodismo, un muchacho flaco, vestido de negro, se acerca vociferando que el día que vea a un mexicano en su país, se la va a cobrar. ¿Qué te pasó? “Nos asaltaron”, responde, y señala a su compañero. Se ven exhaustos y no traen mochilas. “A mí me quitaron 900 pesos que traía, pero me guardé el teléfono aquí”, y se toca los huevos. Fue antes de llegar a Tenosique, a las pocas horas de haber entrado a México, dicen. Nos apartamos un poco del parador, y otro de los compañeros pide permiso para grabar. Nos distraemos ajustando detalles y asegurando anonimato. Pregunto si iban solos. “No –dice uno de ellos–, los asaltantes los subieron a una camioneta, fuimos los únicos dos que nos escapamos. Éramos nueve.” Los tres periodistas quedamos estupefactos, como si nos hubiera caído encima una capa más pesada de realidad. Fue en la madrugada del sábado 22 de junio, pasada la una de la mañana, tres quilómetros antes de Tenosique, cuentan. Uno de ellos recuerda el mojón de la ruta. Al llegar a un puente, junto a un basurero, “me madrearon”, dice uno, y ambos muestran golpes en la cabeza, la cara, el cuello, como si hubiesen sido recibidos desde arriba. “Iban armados con AR-15 y machetes. Bajaron de una Chevrolet blanca.”
Estos dos jóvenes, menores de 30 años, habían llegado a México en la mañana del viernes 21 y en el camino conocieron a otras personas con las que formaron un grupo de tránsito. Una mujer de unos 30 años con tres niños pequeños: dos nenas de entre 3 y 5 años y un varoncito de aproximadamente 6. También caminaba con ellos un jovencito de unos 16 años, otro muchacho de 28 y un tercero que andaría en los 20. Nueve en total.
“Llegando al puente nos detuvieron los asaltantes, que se presentaron como de Migración y traían foquitos en la cabeza, vestían todo de negro. Como unas ocho personas.” Al verlos, el grupo de caminantes corrió como pudo para el campo, exigiendo más a los pies hinchados y cansados por las seis horas previas de caminata. Fueron rodeados y atrapados. “¡Párense, hijos de su puta madre! ¡¿Para dónde van?!”, les gritaban. Los llevaron junto a la camioneta y los acostaron boca abajo. “Cuando nos estaban montando en la camioneta, que estaba en el barranco, este me codeó. Entonces nos tiramos y corrimos”, cuenta uno de los jóvenes. Durmieron escondidos en el monte hasta que amaneció y luego siguieron la caminata hasta Tenosique.
Ahora van para atrás, de regreso a Honduras, y su ánimo fluctúa entre la ira, el dolor y el pánico. “Ando trastornado, pensé en la muerte. Al momento lloré por mis dos hijos y por mi esposa; esto que me hicieron no se me olvida más en la vida. Tengo 25 años y no vuelvo. Palabra.” Los detalles del relato cierran: el puente Poleva está ubicado tantito adelante del mojón del quilómetro 3, de la ruta federal México 203, casi frente al basurero del pueblo, con barrancos a su lado. Es la parte de la ruta con la vegetación más tupida, que rodea el cuerpo de agua que corre debajo del puente. Otros migrantes recordaron haber visto a los dos sobrevivientes llegar golpeados el sábado temprano y escucharlos relatar cómo habían sido asaltados. “Pero ya no los he visto más”, dijo finalmente uno de los vendedores ambulantes de comida que había conversado con ellos. “Es que anoche pasó el tren y muchos se fueron con él.” En el albergue de Tenosique no hay registro de que una mujer con tres niños haya llegado ese fin de semana.

La política migratoria mexicana a la luz de la renegociación del Tlcan
Fresh consumers
En los siete meses que lleva en el gobierno, Andrés Manuel López Obrador cambió su política migratoria de bienvenida irrestricta en diciembre a plan de acogida parcial en abril, para terminar, en junio, desplegando a la Guardia Nacional a lo largo de las zonas fronterizas con Guatemala y Estados Unidos. El rápido giro del gobierno mexicano se enmarca en el contexto de renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan) y, con él, de la aceptación de nuevas cláusulas de propiedad intelectual y patentes que favorecen al empresariado norteamericano –gringo primero y canadiense después– que busca ampliar sus ganancias y zonas de influencia.
Para el economista David Lozano, uno de los investigadores del Centro de Análisis Multidisciplinarios de la Universidad Nacional Autónoma de México, es evidente la relación entre el apriete represivo al flujo migrante y la renegociación de las condiciones de comercio para América del Norte. “Estados Unidos ha pedido a México que literalmente sea el que traspase los productos norteamericanos a Centroamérica”, sostuvo Lozano a Brecha. “Es lo que hace dos décadas fue el famoso Alca (Área de Libre Comercio de las Américas), que en la época de (George W) Bush fue impulsado por Estados Unidos en paralelo al Tratado de Libre Comercio de América del Norte”, explicó, como un mecanismo de refuerzo del mercado para las empresas gringas.
En este esquema, según Lozano, México acepta ser la plataforma para el ingreso a Centroamérica de los productos de esas compañías, bajo el discurso de “mejorar los niveles de consumo y calidad de vida” en los sitios donde hoy ya no quiere quedarse nadie. El economista dijo que las compañías ferroviarias estadounidenses que operan La Bestia en México han planteado al gobierno que les dé prioridad en el traslado de productos estadounidenses y canadienses a este país y a Centro y Sudamérica.
“Esta idea tenía diez años sin un marco jurídico que lo permitiera. Con el Tratado México-Estados Unidos-Canadá (la renegociación del Tlcan) ya existe ese marco, que no sólo trae consecuencias fuertes para Canadá y México, sino que afecta de manera implícita a terceros países del continente”, sostuvo Lozano. El grano transgénico estadounidense es el principal producto que buscan expandir hacia nuestras economías del sur.

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