Esperar en el purgatorio
Brecha
Están los que
escapan de la violencia, los que sobreviven en la indigencia, los que ya
no aguantan y se vuelven. Están los que desaparecen en la noche
mexicana. Mientras miles de migrantes aguardan un permiso que nunca
llega, las negociaciones por el nuevo Tlcan abren las rutas a los bienes
del norte y cierran los caminos a los pobres del sur.
El tiempo
en el albergue es limitado y te condiciona de maneras impensadas. La
pareja tuvo que mentir a las religiosas que gestionan el lugar y decir
que duermen juntas porque son familia, aunque en su trámite ante las
autoridades mexicanas se aclara que son concubinas y que el principal
motivo para salir de Honduras fue la discriminación sufrida por ser
lesbianas. Pero esa no fue la única causa: “(El presidente hondureño)
Juan Orlando (Hernández) dice que hay empleo, pero es mentira, empleo no
hay. Tampoco educación. Sólo hay un colegio en San Pedro Sula, el José
Trinidad Reyes, pero ¡no todo San Pedro va a caber ahí! Tampoco todos
tenemos el dinero para mandar a nuestros hijos. Por eso dejé de
estudiar, porque me pedían (plata) acá y allá, y mi mamá con nueve
hijos…”, explica la más joven, de 28 años. “Ese presidente quiere hacer
privadas las escuelas públicas, ¿de dónde chingados si ya no tenemos
pisto (dinero)?”, completa su compañera.
Allí, en la colonia
Pakal-Na de Palenque, en el estado mexicano de Chiapas, tampoco hay
dinero para los pobres. Cerca de las vías del tren y del albergue,
Brecha recabó testimonios de refugiados que cobraron 100 pesos (5
dólares) por un día de trabajo. Era evidente la frustración y el
resquemor que les causaba no poder generarse un ingreso para subsistir
durante las esperas a las que son sometidos por las instituciones
mexicanas. El limbo sin papeles es la primera precariedad que ahoga a
los migrantes en un entorno que se dice “seguro”, pero donde tampoco hay
vínculos familiares o vecinales que den una mano de la que agarrarse.
Entonces, manguean. Pasan las horas en lugares públicos, piden dinero y
experimentan la contracara de una política que se anuncia abierta pero
se recibe cerrada. Como no tienen documentos mexicanos, quien les da
trabajo les paga menos y los somete constantemente a amenazas. “Voy a
llamar a migración”, les dicen.
Los más de 50 mil refugiados
que, en el último año y medio y sin recibir respuesta, pidieron
protección en México han sido dejados a su suerte. Al menos hasta ahora.
El único apoyo económico que reciben viene de la Oficina del Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y es de
unos 3 mil pesos mexicanos (150 dólares) por tres meses. Para todo hay
que hacer un trámite, y para empezar el trámite hay que esperar.
Patria de retenes
Antes del 1 de julio, cuando su lanzamiento se hizo coincidir con el
“primer aniversario” de las elecciones presidenciales de López Obrador,
la Guardia Nacional fue conminada a convertirse en la nueva policía
migratoria de México. Desde su despliegue en torno al fronterizo río
Suchiate tras el acuerdo alcanzado a mitad de junio con el gobierno
estadounidense, los policías militares trabajaron junto a los federales y
la migra en retenes y redadas en Chiapas y Veracruz.
En uno de
estos primeros retenes –ubicado en la entrada a Palenque– un militar se
queja porque no está armado. Allí sólo uno de los efectivos lo está: un
chamaquito, parado enfrente, que viste uniforme camuflado, con el pecho
cruzado por una tira negra de fierro que escupe fuego. A los militares
designados para la Guardia Nacional los mantienen separados del ejército
regular chiapaneco, por lo que el soldado también se queja de que
duermen en las viejas instalaciones de un aeropuerto en desuso. Está
visiblemente molesto con la tarea, aunque no dice por qué. Relata que
tiene experiencia en zonas altamente militarizadas y hasta pronuncia la
orden recibida durante el gobierno de Felipe Calderón (2006-2012) que ya
se ha hecho un eslogan macabro de su sexenio: “Mátenlos a todos”.
Este miembro de la Guardia Nacional, que luce un brazalete negro con
las letras “GN” en blanco, es parte del cerco que, desde todas partes,
se cierra sobre los migrantes. Además de mantener retenes en las rutas,
los militares y la migra reciben los avisos de las compañías que operan
el tren La Bestia para cazar a quienes se hayan montado al techo de sus
vagones nomás salir de la estación (se apostan en la Cementera, media
hora después de haber partido de Palenque, por ejemplo).
De
vuelta en Pakal-Na, en torno a la vía, la mayoría de los que esperan
desde hace siete días por un tren que no sale son hombres. Pero también
hay algunas mujeres, con niños que se acercan, aburridos, a saber qué
trae el extranjero que llega a hacer preguntas. Mientras tres de ellos
juegan a hacer equilibrio en la vía, llegamos a un terreno común: Luis
Suárez; entonces, nos entendemos. No sólo el tren se les hace difícil.
Por disposición oficial, las compañías de autobuses realizan, de manera
indirecta, un primer control migratorio. Sólo aceptan ciertos documentos
para vender pasajes al público y excluyen las tarjetas de visa
humanitaria expedidas por Migración, a pesar de que son un documento
oficial mexicano. Esta medida se suma a otras que congelan la
posibilidad de movimiento de la gente, como el candado administrativo
que les aplica la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, que los
obliga a permanecer en el sitio donde han comenzado su solicitud de
refugio. Si se mueven, pierden el trámite.
Todo esto fue
demasiado para una familia joven de refugiados: papá, mamá y dos nenas
menores de 5 años. Llevaban tres meses en México, pero el día que
conversaron con Brecha ya habían decidido regresar. Subimos juntos a una
de las combis que hacen el trayecto entre la ciudad tabasqueña de
Tenosique, en el sureste mexicano, y el paso fronterizo de El Ceibo. En
el viaje, contaron que habían abierto su pedido de asilo en Palenque y
que tenían la tarjeta de Acnur para el apoyo económico, pero ese dinero
se volaba en una semana, explicó la mamá, y más al tener a las niñas. El
papá dijo que intentó seguir hacia el norte solo y conseguir trabajo en
Coatzacoalcos, Veracruz, pero desistió ante la idea de llevar con él a
su familia más arriba, donde la presión contra los migrantes aumenta.
Nos bajamos todos de la combi en el parador, un quilómetro antes de la
frontera. Ellos se subieron en dos motos y se fueron, saludando con la
mano, de vuelta al sur. Nosotros nos sentamos a esperar, sin saber muy
bien qué.
Un retorno violento
El paso de El Ceibo
parece no ser conflictivo, con su poco personal y su manera
relativamente fácil de cruzarlo. Claro que lo que parece no siempre es, y
menos en México, donde las apariencias engañan doble. Es una zona
denunciada una y otra vez por los abusos de policías y paramilitares. A
diferencia de la frontera de Suchiate, con su mercado y su movimiento
comercial, no hay más que árboles y campo en torno a los 60 qui-
lómetros de ruta sinuosa y arbolada que separan el paso y Tenosique, la
primera ciudad mexicana. Los mototaxistas esperan acalorados, sentados
en sus vehículos marca Bajaj, traídos de India, y hasta los perros
bostezan del tedio. Entonces llega el ómnibus de Tenosique y empiezan a
bajar familias que vienen de hacer allí el paseo comercial, cargando el
bagayo de vuelta hacia Guatemala, y otras que sólo traen sus mochilas.
Numerosas, rápidamente suben a los mototaxis y se van hacia abajo, rumbo
a la frontera.
Entre ellas, como si el azar favoreciera la
paciencia y la consagrara como arma del periodismo, un muchacho flaco,
vestido de negro, se acerca vociferando que el día que vea a un mexicano
en su país, se la va a cobrar. ¿Qué te pasó? “Nos asaltaron”, responde,
y señala a su compañero. Se ven exhaustos y no traen mochilas. “A mí me
quitaron 900 pesos que traía, pero me guardé el teléfono aquí”, y se
toca los huevos. Fue antes de llegar a Tenosique, a las pocas horas de
haber entrado a México, dicen. Nos apartamos un poco del parador, y otro
de los compañeros pide permiso para grabar. Nos distraemos ajustando
detalles y asegurando anonimato. Pregunto si iban solos. “No –dice uno
de ellos–, los asaltantes los subieron a una camioneta, fuimos los
únicos dos que nos escapamos. Éramos nueve.” Los tres periodistas
quedamos estupefactos, como si nos hubiera caído encima una capa más
pesada de realidad. Fue en la madrugada del sábado 22 de junio, pasada
la una de la mañana, tres quilómetros antes de Tenosique, cuentan. Uno
de ellos recuerda el mojón de la ruta. Al llegar a un puente, junto a un
basurero, “me madrearon”, dice uno, y ambos muestran golpes en la
cabeza, la cara, el cuello, como si hubiesen sido recibidos desde
arriba. “Iban armados con AR-15 y machetes. Bajaron de una Chevrolet
blanca.”
Estos dos jóvenes, menores de 30 años, habían llegado a
México en la mañana del viernes 21 y en el camino conocieron a otras
personas con las que formaron un grupo de tránsito. Una mujer de unos 30
años con tres niños pequeños: dos nenas de entre 3 y 5 años y un
varoncito de aproximadamente 6. También caminaba con ellos un jovencito
de unos 16 años, otro muchacho de 28 y un tercero que andaría en los 20.
Nueve en total.
“Llegando al puente nos detuvieron los
asaltantes, que se presentaron como de Migración y traían foquitos en la
cabeza, vestían todo de negro. Como unas ocho personas.” Al verlos, el
grupo de caminantes corrió como pudo para el campo, exigiendo más a los
pies hinchados y cansados por las seis horas previas de caminata. Fueron
rodeados y atrapados. “¡Párense, hijos de su puta madre! ¡¿Para dónde
van?!”, les gritaban. Los llevaron junto a la camioneta y los acostaron
boca abajo. “Cuando nos estaban montando en la camioneta, que estaba en
el barranco, este me codeó. Entonces nos tiramos y corrimos”, cuenta uno
de los jóvenes. Durmieron escondidos en el monte hasta que amaneció y
luego siguieron la caminata hasta Tenosique.
Ahora van para
atrás, de regreso a Honduras, y su ánimo fluctúa entre la ira, el dolor y
el pánico. “Ando trastornado, pensé en la muerte. Al momento lloré por
mis dos hijos y por mi esposa; esto que me hicieron no se me olvida más
en la vida. Tengo 25 años y no vuelvo. Palabra.” Los detalles del relato
cierran: el puente Poleva está ubicado tantito adelante del mojón del
quilómetro 3, de la ruta federal México 203, casi frente al basurero del
pueblo, con barrancos a su lado. Es la parte de la ruta con la
vegetación más tupida, que rodea el cuerpo de agua que corre debajo del
puente. Otros migrantes recordaron haber visto a los dos sobrevivientes
llegar golpeados el sábado temprano y escucharlos relatar cómo habían
sido asaltados. “Pero ya no los he visto más”, dijo finalmente uno de
los vendedores ambulantes de comida que había conversado con ellos. “Es
que anoche pasó el tren y muchos se fueron con él.” En el albergue de
Tenosique no hay registro de que una mujer con tres niños haya llegado
ese fin de semana.
La política migratoria mexicana a la luz de la renegociación del Tlcan
Fresh consumers
En los siete meses que lleva en el gobierno, Andrés Manuel López
Obrador cambió su política migratoria de bienvenida irrestricta en
diciembre a plan de acogida parcial en abril, para terminar, en junio,
desplegando a la Guardia Nacional a lo largo de las zonas fronterizas
con Guatemala y Estados Unidos. El rápido giro del gobierno mexicano se
enmarca en el contexto de renegociación del Tratado de Libre Comercio de
América del Norte (Tlcan) y, con él, de la aceptación de nuevas
cláusulas de propiedad intelectual y patentes que favorecen al
empresariado norteamericano –gringo primero y canadiense después– que
busca ampliar sus ganancias y zonas de influencia.
Para el
economista David Lozano, uno de los investigadores del Centro de
Análisis Multidisciplinarios de la Universidad Nacional Autónoma de
México, es evidente la relación entre el apriete represivo al flujo
migrante y la renegociación de las condiciones de comercio para América
del Norte. “Estados Unidos ha pedido a México que literalmente sea el
que traspase los productos norteamericanos a Centroamérica”, sostuvo
Lozano a Brecha. “Es lo que hace dos décadas fue el famoso Alca (Área de
Libre Comercio de las Américas), que en la época de (George W) Bush fue
impulsado por Estados Unidos en paralelo al Tratado de Libre Comercio
de América del Norte”, explicó, como un mecanismo de refuerzo del
mercado para las empresas gringas.
En este esquema, según
Lozano, México acepta ser la plataforma para el ingreso a Centroamérica
de los productos de esas compañías, bajo el discurso de “mejorar los
niveles de consumo y calidad de vida” en los sitios donde hoy ya no
quiere quedarse nadie. El economista dijo que las compañías ferroviarias
estadounidenses que operan La Bestia en México han planteado al
gobierno que les dé prioridad en el traslado de productos
estadounidenses y canadienses a este país y a Centro y Sudamérica.
“Esta idea tenía diez años sin un marco jurídico que lo permitiera. Con
el Tratado México-Estados Unidos-Canadá (la renegociación del Tlcan) ya
existe ese marco, que no sólo trae consecuencias fuertes para Canadá y
México, sino que afecta de manera implícita a terceros países del
continente”, sostuvo Lozano. El grano transgénico estadounidense es el
principal producto que buscan expandir hacia nuestras economías del sur.
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