En menos de una semana, nueve
mujeres rompieron el silencio en torno a las agresiones sexuales
cometidas en su contra por Óscar Arias, premio Nobel de la Paz y dos
veces presidente de Costa Rica (1986-1990 y 2006-2010). La primera en
denunciar fue la activista antibélica Alexandra Arce von Herold, quien
lo acusó ante tribunales por una violación que habría ocurrido en
diciembre de 2014. A ella se unieron, entre otras, tres periodistas, una
editora y una ex reina de belleza, quienes lo acusaron de diversas
modalidades de abuso sexual. Esta última, la miss Costa Rica 1994 Yazmín Morales, también llevó el caso ante instancias judiciales.
Cabe recordar que apenas en agosto del año pasado Arias fue acusado
de manera formal por un caso de prevaricación que se remonta a su
segundo periodo presidencial. Así, la actual ola de denuncias parece
marcar el ocaso de una de las figuras más emblemáticas de la política
latinoamericana de las recientes décadas.
La estrella de Arias comenzó a brillar de la mano de su pleno
alineamiento a las directrices y embestidas de Washington en el último
tramo de la guerra fría, cuando implantó las políticas
neoliberales en Costa Rica, fue contrapunto bajo la mesa a los esfuerzos
mexicanos por facilitar una salida política a la guerra civil que
desgarraba a El Salvador y por con-tener el intervencionismo
estadunidense contra el régimen sandinista en Nicaragua. Fueron estas
credenciales de anticomunismo y servilismo ante la superpotencia las que
le valieron que la Casa Blanca de Ronald Reagan gestionara en su favor
el Premio Nobel de la Paz 1987.
Volvió a poner a su país al servicio de Estados Unidos en su segundo
mandato, al ofrecerse como mediador tras el golpe de Estado que depuso
al presidente hondureño Manuel Zelaya, un proceso en el cual Arias
trabajó para ganar tiempo al régimen de facto y desarticular la
movilización social en favor de la restauración del mandatario
constitucional. En la coyuntura actual forma parte del grupo de ex
presidentes iberoamericanos de derecha que, como el español José María
Aznar y el mexicano Felipe Calderón, se apresuraron a respaldar la
aventura golpista del diputado venezolano Juan Guaidó.
Las denuncias presentadas contra Arias evidencian, por una parte, la
disposición de Estados Unidos y las élites latinoamericanas para, en
retribución por sus servicios, encumbrar y construir una aureola de
heroísmo en torno a un personaje menor, en todo punto carente de las
habilidades diplomáticas y de las convicciones democráticas que se le
han atribuido. Asimismo, exhiben la naturalización de la violencia
sexual cometida por hombres poderosos y la hasta hace poco inexpugnable
red de complicidades que les ha permitido actuar con total impunidad:
Arce von Herold argumentó que no denunció antes porque es hasta ahora
que existe un
contexto internacional de apoyo, y Morales reveló que cuando intentó denunciar los hechos tres abogados se negaron a ayudarla y le sugirieron desistirse porque conocían al político.
A pesar de lo dolorosos que resultan los antecedentes, debe
celebrarse que finalmente se estén eliminando las múltiples coacciones
que impedían dar a conocer los ataques sexuales perpetrados por hombres
poderosos, un mal del que, según apuntan todas las evidencias
disponibles, sólo se ha visto la punta del iceberg.
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