Las grandes crisis del capitalismo no son sólo económicas sino también sociales, políticas, culturales y mueven a los sectores más pasivos y conservadores de la sociedad cuando cuestionan la hegemonía de los sectores dominantes. Pero, incluso cuando comienzan a aparecer y difundirse gérmenes de autorganización y hasta de autogestión y surge una situación potencialmente revolucionaria, si la protesta de clase no tiene conciencia y objetivos clasistas anticapitalistas el tambaleante grupo capitalista dominante podrá restablecer su dominación tras un periodo de empate de las fuerzas en lucha eliminando todos los derechos democráticos que le sean posible e instaurar un régimen basado en la violencia. El ejemplo clásico es la instauración del nazismo en Alemania con el apoyo fundamental de la socialdemocracia.
Desde la mundialización del capitalismo, que hoy subsume todos los rincones de la sociedad y determina la vida hasta de los habitantes de las selvas más recónditas, y desde el derrumbe inglorioso de la Unión Soviética y el desarrollo impetuoso del capitalismo en China, los grandes movimientos sociales son expresión aguda de la lucha de clases, pero sólo una expresión elemental y primitiva de ella.
Los movimientos sociales del siglo XXI, en efecto, se parecen mucho más a los de siglo XIX que a los del siglo XX. Cuando no son defensivos o corporativos son grandes
pobladas, estallidos de odio, rebeliones plebeyas masivas sin una comprensión del sistema de explotación capitalista ni una ideología opuesta al mismo y sin una utopía, esperanzas ni proyecto alternativo de sociedad. La conciencia retrasa enormemente con relación a la existencia entre los oprimidos de este comienzo de siglo que desgraciadamente crecieron en medio de la podredumbre del stalinismo ruso y chino y de la socialdemocracia europea y de la pérdida de las ilusiones sobre Cuba, Nicaragua y Venezuela, que decían ser socialistas.

Por eso, aunque las instituciones estatales, los partidos y las ideologías viven una profunda crisis, no han sido remplazados aún a pesar de los intentos de democracia directa, las luchas solidarias y el odio elemental a
los ricosy a la injusticia que, sin duda, son la condición básica para la rebelión social pero no bastan para elaborar un proyecto alternativo de sociedad y para organizar las fuerzas que podrían imponerlo.
Actúan en lo político con una gran desconfianza por la política, son una expresión clasista de la protesta social de los explotados por el capital, reúnen trabajadores precarios, asalariados, artesanos, pequeños comerciantes, jubilados, sectores pobres de las clases medias urbanas y rurales pero desconfían de los sindicatos aunque comienzan a confraternizar con ellos. No buscan unir las luchas y no han logrado todavía un apoyo solidario y paros en las fábricas ni entre los estudiantes. Comparten sus objetivos sociales con los pocos revolucionarios existentes pero todavía no tienen un proyecto anticapitalista, que podrían llegar a elaborar. Por eso provocan el odio de quienes, como los capitalistas, tienen clara conciencia de clase y ven en ellos un peligro potencial. Como las clases son una relación social interactiva, ese odio clasista podría ayudar a que los muy diversos tipos de explotados que protestan puedan adquirir su propia conciencia de clase cerrando así el paso a la infiltración de la derecha.
El gobierno del gran capital intenta hoy demonizarlos y desprestigiarlos y los reprime con leyes liberticidas. Pero ellos son sólo un síntoma de la rabia social que se seguirá expresando en otras formas ante el ataque capitalista. Por lo pronto, en las elecciones europeas de fines de mayo las abstenciones y los votos en blanco serán probablemente mayoritarios y evidenciarán el aislamiento de Macron y de todo el establishment. Estamos en el inicio del comienzo.
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