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En el mapa de las derechas latinoamericanas hay idas y vueltas respecto del tipo de liderazgo que ejercerá este sector político de aquí en adelante. La llegada de Jair Bolsonaro ha condicionado todo el contexto, no sólo por su poposición agresiva y hasta antidemocrática por momentos, sino también porque ha enunciado explícitamente un alineamiento geopolítico tan definido como inusual para un país como Brasil.
El acercamiento de Sebastián Piñera al mandatario brasileño durante su asunción –con el compromiso del corredor bioceánico, entre otros temas y saludos protocolares– sumado a la frialdad con la que fue recibido Mauricio Macri cuando viajó en enero a Brasilia, puede ser interpretado desde varios ángulos. Por un lado, pareciera que Piñera está decidió a apuntalar, con mayor convicción que lo hecho por Macri en estos años, un rediseño institucional para la región: en ese sentido hay que entender la convocatoria realizada por Chile para la primera reunión del Prosur, el supuesto organismo que reemplazaría a Unasur[1].
Por otro lado, el hecho de que Piñera esté optando por intensificar su perfil político –más allá de lo que esto implique en relación con su trayectoria y biografía política– tendrá seguramente consecuencias sobre las formas  cómo se resuelva (y los métodos para encontrar equilibrios) la gobernabilidad política interna chilena. Porque en ese sentido, también habrá que evaluar la “bolsonarización” en las derechas latinoamericanas.
Piñera, y buena parte de la clase política chilena en general, comienza a darse cuenta de que el modelo de acumulación política y los resortes de la gobernabilidad que caracterizaron la “transición” muestran cada vez más grietas, lo que termina volviendo dificultosa la administración de los conflictos por vía de los canales tradicionales de la negociación política. Hay nuevos actores, con otras intensidades, que empujan a otro tipo de conflictos; donde también se debilitan algunas instituciones supuestamente legitimadas en la construcción del orden social, como los Carabineros o la propia Iglesia –teniendo en cuenta el fiasco que significó la visita del Papa al país el año pasado–.[2]
Es entonces cuando aparecen otras fórmulas de representación política en la oferta, no sólo por la expresiva bancada del Frente Amplio obtenida en 2017, que abre una nueva brecha ideológica en la competencia, sino también por el evidente deterioro de la centrípeta disputa entre los dos polos tradicionales de la “transición” –ya no hay tales referencias compactas, ni Alianza, ni Concertación–, o incluso la figuración y el protagonismo de J. A. Kast y Acción Republicana, por derecha. Ya no hay “pactos” implícitos o explícitos que sean apropiados por las nuevas generaciones políticas; como también es notorio que, sobre todo desde el 2011 en adelante, hay nuevos sujetos sociales decididos a incidir (con nuevas idiosincrasias) en los resultados de la temporalidad política; para la mirada oficial: “problemas de gobernabilidad”.[3]
Este año 2019 ha comenzado con varias demandas sociales activadas, en sintonía al cierre del año pasado, por eso es que habrá que ver qué tipos de respuestas presentará el Gobierno y de qué tenor será la “bolsonarización” de Piñera. Además, no se trata tan sólo de un movimiento personal del presidente, Renovación Nacional pareciera estar dispuesto a despegarse cada vez menos de la referencia pinochetista.

Los nuevos tiempos políticos

La expresividad social del año pasado –que no debería tan sólo clasificarse como protesta social– fue tan productiva políticamente como sostenida: multitudinarias manifestaciones feministas a principios de año; luego movilizaciones en defensa de los derechos humanos y la memoria histórica (ante ciertos nombramientos de funcionarios negacionistas en el Ministerio de Cultura); luchas sindicales portuarias que han recibido respaldo y solidaridad de buena parte de la población; movilizaciones del pueblo mapuche, sobre todo luego del asesinato de Camilo Catrillanca; masivas marchas ciudadanas frente a los intentos de militarizar la Araucanía; en suma, 2018 ha sido muy prolífico respecto de las respuestas de la sociedad frente a circunstancias que eran de competencia gubernamental.
Habrá que ver en qué medida los diferentes movimientos que se producen en el ámbito de “lo social” pueden seguir siendo contenidos en las formas establecidas de “lo político”, con el modelo de negociaciones de la transición. Todo indica que se trata de un problema más sistémico (político) que algo que se pueda remediar mediante fórmulas de ocasión como “combate al terrorismo”, “Aula Segura” o la misma “expulsión de inmigrantes” impulsadas por el Gobierno. Estas opciones utilizadas el año pasado le han redituado un tiempo y un oxígeno coyuntural a Piñera, pero nada indica que el clima social vaya a calmarse y que la crisis representativa de la gobernabilidad de la transición pueda controlarse.
Es probable que durante los meses siguientes veamos más insistencia en la mímesis del presidente chileno con Jair Bolsonaro: es su propia apuesta a un nuevo mecanismo. Aunque hay que advertir una diferencia nada secundaria: Bolsonaro llegó al Gobierno precisamente porque el sistema político brasileño había sido completamente degradado y las fuerzas políticas progresistas fuertemente diezmadas. No es el caso chileno: aquí el sistema comienza a tocar fondo al mismo tiempo que se evidencia un (nuevo) protagonismo social y (nuevas) opciones políticas que se instalan como expectantes para realizar sus aportes.
[1] https://www.latercera.com/politica/noticia/chile-convoca-cumbre-regional-reemplazar-unasur/523073/
[2] http://ideasdeizquierda.laizquierdadiario.cl/2019/internacional/las-tendencias-en-la-situacion-politica-este-2019/
[3] https://www.celag.org/chile/