
Dice
un conocido adagio filosófico-político que la única verdad es la
realidad. Sin embargo, la realidad admite distintos matices – incluso
encontrados- de acuerdo a los ojos que miran, según evidencia la misma
realidad. Ojos que perciben, filtran y opinan según valoraciones e
intereses que viven detrás de los globos oculares. Puede además
afirmarse como obvio que lo que esos ojos perciben, cualesquiera sean
sus preferencias ideológicas, moldes de pensamiento, matrices de
formación o herencias culturales es, en todos los casos, apenas un
recorte parcial de la realidad. Aun así, hay una enorme distancia entre
la diversidad de miradas sobre el mismo hecho y una lisa y llana
mentira. Y esto último, la mentira, en sus también diversos formatos, es
lo que habitualmente vemos y escuchamos sobre Venezuela a través de los
medios hegemónicos de confusión.
Una tierra bajo asedio
Venezuela
es un país cuyo pueblo y gobierno están bajo asedio. Prácticamente
desde el mismo momento en que comenzó a desandar la vía bolivariana,
asumiendo una indómita aspiración de emancipación del dominio económico y
político de los círculos elitistas y de la visión dependiente de los
intereses de Estados Unidos en el Caribe y América Latina.
La
rebelión popular conducida por Hugo Chávez Frías le valió el inmediato
rechazo de los sectores privilegiados, sectores que se habían repartido
el botín económico y político a lo largo de cuarenta años mediante el
Pacto del Punto Fijo, sellado luego de la caída del dictador Pérez
Jiménez. Modalidad no muy distinta al bipartidismo –a imagen y usanza
norteamericana- que en muchas naciones latinoamericanas supuso un remedo
de democracia. Para que nada cambie y para que parezca que el pueblo
decide.
Por eso, cuando empezaron a cambiar los vientos,
cuando la organización popular comenzó a expresar la fuerza y la opinión
de los postergados, los mecanismos de reacción se activaron de
inmediato. Ante la innegable necesidad del control del Estado sobre el
principal recurso económico del país, el petróleo, la imprescindible
inversión de prioridades en la asignación de recursos poniendo en el
centro al bienestar de las mayorías junto a la potente propuesta de
democratización contenida en la Constitución aprobada en 1999, sonaron
las alarmas del poder establecido y sus mentores políticos y culturales
en los Estados Unidos. Desde entonces, la Revolución Bolivariana ha
sufrido un ataque permanente.
Las tipologías de la guerra contra la Revolución Bolivariana
Al
igual que sucede con la violencia, que adopta distintas modalidades, la
guerra contra el movimiento popular chavista y sus consecutivas
victorias electorales se ha desarrollado combinando distintos planos y
tácticas. Es una estrategia multidimensional cuyo propósito es acabar
con este importante intento social evolutivo.
La guerra política, una guerra sociocultural
En
los 20 años transcurridos desde la asunción de Hugo Chávez a la
presidencia en 1999, el país ha transitado 25 convocatorias electorales,
incluyendo elecciones presidenciales, legislativas, constituyentes,
regionales, municipales y una iniciativa de revocatoria de mandato. De
éstas, el chavismo ha vencido en 23 oportunidades, siendo derrotado en
la iniciativa de una nueva reforma constitucional en 2007 y obteniendo
la oposición un amplio triunfo en las parlamentarias de 2015.
Los
sectores opositores han intentado detener la marea de transformaciones,
pretendiendo socavar y derrocar al gobierno mediante golpes de Estado,
sabotaje productivo, comercial y financiero, acciones vandálicas de
calle (“guarimbas”), boicot electoral, huelgas, revocatoria de mandato,
bloqueo legislativo, escalando finalmente a intentos de magnicidio,
atentados contra instalaciones civiles y militares y el desconocimiento
de la institucionalidad.
El chavismo ha cimentado su
fortaleza política en base a la organización, al fuerte arraigo popular
con un progresivo aumento de la conciencia política en los sectores
postergados y en la unidad cívico-militar. La oposición, fragmentada
pero con fuerte apoyo empresarial, de medios privados, de la cúpula
eclesiástica y del aparato conspirativo estadounidense, fue
recomponiendo parcialmente su fuerza desde los sectores medios y
acomodados de la sociedad. Estos últimos, mayormente de ascendencia
europea, caracterizados por su admiración hacia el estilo de vida
estadounidense y el individualismo como timón de la existencia. En la
vereda de enfrente –o mejor dicho, en los barrios periféricos, en los
cerros y los lugares donde la comodidad no abunda- emergieron con
potencia las reivindicaciones de mestizos, negros y criollos, herederos
de la miseria, la segregación y la servidumbre colonial, pero también de
la gesta independentista.
La guerra de la oligarquía
contra la Revolución Bolivariana es en última instancia una pugna por
negar la dignidad e igualdad de derechos para todo ser humano y es el
fruto del rasgo violento de perpetuar la imposición de la cultura
occidental y blanca como modelo a seguir.
La guerra económica
Paralelamente
a la ofensiva política, Venezuela fue objeto de ataque a su economía.
Un elemento clave en la agresión ha sido la embestida contra su moneda
nacional, el bolívar, que con su pérdida de valor ha arrastrado a los
salarios. Como ariete principal se utilizaron portales web como
“dolartoday”, operado desde Florida por opositores al gobierno
venezolano, cuya referencia teórica es el profesor Steve Hanke,
vinculado al ultraconservador Instituto Cato.
La
disminución del producto interno bruto (PIB), también es resultado de la
caída de los precios del petróleo (ahora en franca recuperación), todo
lo cual produjo un achicamiento del mercado interno y el aumento de la
desocupación, siendo ello, junto a los bajos ingresos, el principal
motor de la emigración.
La expansión del mercado negro,
prohibido por ley, produjo una espiral inflacionaria y volvió
prácticamente estériles los esfuerzos gubernamentales por equiparar la
virulenta agresión monetaria. Al mismo tiempo, las agencias
calificadoras elevaron el “riesgo país” sin correspondencia seria con
las variables económicas, encareciendo el crédito y produciendo el
aumento de la deuda soberana, de por sí exigida por la situación.
A este cuadro se suma la fuga millonaria de divisas por parte de la banca y el sector privado (un “bachaqueo”[1]
financiero a gran escala), el terrorismo de la cadena de
comercialización con un abusivo aumento de precios, el acaparamiento de
productos (la supuesta “carestía”, acentuada por el contrabando de
extracción) y la excesiva dependencia del país de la importación de
bienes para la producción y el consumo.
A este último
factor apunta el bloqueo impuesto por las sanciones unilaterales de los
EEUU, como el congelamiento de los activos de la petrolera venezolana en
ese país, la prohibición de las compañías estadounidenses de realizar
transacciones con la empresa y el asfixiante cerco financiero montado
para inhibir la provisión de divisas y la compra de insumos – entre
ellos medicinas de primera necesidad. Un reciente estudio
(CELAG) calcula la pérdida de los venezolanos por el boicot financiero y
comercial (2013-2017) entre 245.000 y 350.000 millones de dólares.
A
pesar de esta guerra económica, el gobierno de la revolución
bolivariana ha sostenido su compromiso social, manteniendo un 75% del
presupuesto invertido en el bienestar poblacional. Numerosos son los
logros de la Revolución Bolivariana en el campo de la extensión de los
servicios sanitarios, la protección a la ancianidad, la gratuidad
educativa, el incremento de la matrícula universitaria, la construcción
masiva de vivienda social, la extensión de los servicios públicos, el
acortamiento de la brecha digital, la superación del analfabetismo, la
garantía de provisión alimentaria, la entrega de tierra al campesinado.
Sin contar con una victoria intangible pero primordial, acrecentar la
dignidad, la participación y la convicción emancipadora del pueblo.
Vincular
la estrategia de demolición económica a los ciclos electorales y a los
intentos de una oposición mandatada desde los Estados Unidos para
liquidar la Revolución, es sencillo. La correlación es directa.
La guerra mediática y diplomática
Cualquier
búsqueda de noticias sobre Venezuela en Internet a través de los
algoritmos monopólicos de una conocida empresa estadounidense, dará como
resultado una catarata de informaciones poco felices. Cualquier
comentarista en cadenas televisivas de amplia audiencia, - posición que
ostentan no en base a la calidad de sus contenidos sino por la
apropiación concentrada de los servicios de radiodifusión-, emitirá su
porción de veneno contra el gobierno de Nicolás Maduro, sin investigar,
repitiendo tópicos y ocultando la raíz de la coyuntura venezolana y sus
propias motivaciones políticas.
Cualquier opositor al
gobierno encontrará inmediatamente eco a sus críticas y se presentarán
como “prueba testimonial” dramáticos relatos de emigrados, que abundarán
en detalles sobre supuestas represiones, manejos tiránicos y las más
diversas calamidades. Todo este material que bombardea diariamente a
ciudadanos ocupados en quehaceres cotidianos, con poco tiempo para
analizar la información en profundidad y contexto, no cumple con las
reglas básicas de un periodismo veraz. Es sesgada, no ofrece fuentes
contrastadas en proporción equilibrada, ni suficientemente fehacientes.
Contiene una clara intencionalidad, idéntica a la que adhiere el cártel
de medios internacionales propiedad del capital: demonizar la persona
del presidente Nicolás Maduro y desprestigiar a la Revolución
Bolivariana, exacerbando sus dificultades y minimizando (u ocultando)
sus logros.
En definitiva, los medios de confusión masiva
sirven a la insoslayable intención de ponderar las evidentes bondades
del sistema capitalista y los países con gobiernos afines, en los que
pobreza, escasez, corrupción, delincuencia, manipulación electoral,
discurso único, felizmente, son fenómenos superados…
Ya
fuera de toda ironía, su objetivo es crear sin pudor alguno la atmósfera
para forzar el cambio de gobierno en Venezuela o justificar – si así lo
“exigieran” las circunstancias, un derrocamiento violento, dadas las
características “perversas” del “régimen”.
Un papel
similar cumplen las ofensivas diplomáticas, comandadas desde Washington a
través de la OEA, cuyo Secretario General ocupó el vergonzoso papel de
llevar adelante una descarnada ofensiva políticamente motivada contra el
gobierno constitucional de Venezuela. Actitud violatoria de las normas
del derecho internacional, pero consistente con la práctica histórica de
ese organismo.
Al mismo tiempo, la ofensiva continental
de gobiernos de derecha articulados en el llamado “grupo de Lima” (salvo
México, desde la victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador) ha
sido ariete fundamental para sostener una imagen negativa de Venezuela y
su gobierno, cimentada en declaraciones, apariciones en medios,
suspensión en organismos de integración como el Mercosur, abandono de la
UNASUR, etc.).
A esta cruzada non sancta se han plegado
varios gobiernos de una Europa publicitada como civilizada, pero que
gobernada por corrientes derechistas y neofascistas, comete a diarios
violaciones a los derechos humanos, como dejar que personas se ahoguen
en el mar o fomentar guerras a través de la venta de armas. A la
arremetida se ha sumado el actual presidente de gobierno de la monarquía
parlamentaria española, Pedro Sánchez, quien lejos de adoptar el
principio de no intervención, continúa fielmente con el precepto de la
corona –aún doscientos años después de la expulsión del imperio- de no
aceptar la emancipación plena de América Latina y el Caribe.
Detrás
y delante de todo ello está la soberbia de las administraciones
estadounidenses, súbditos a su vez, del complejo
financiero-industrial-militar que es en realidad el gobierno permanente,
el partido único que comanda los destinos de aquel país y que pretende
no perder su status de poder mundial dominante.
Sin
embargo, a pesar del absurdo estigma de “amenaza a la seguridad nacional
de los EEUU”, de la severidad de crecientes sanciones unilaterales, la
guerra diplomática no ha conseguido en los estamentos multilaterales,
pese a repetido intentos, su objetivo principal: lograr mayorías para
condenar al gobierno de Venezuela, abriendo la puerta de ese modo a
acciones agresivas avaladas por el consenso internacional.
La guerra psicológica
Venezuela
está siendo sitiada, tal como eran asediadas las plazas difíciles de
conquistar a lo largo de la historia. Una táctica indispensable de un
cerco militar es la guerra psicológica, que apunta a debilitar la
confianza en la propia capacidad de defensa para forzar la rendición de
la plaza. Entre los objetivos centrales de la asfixia está la criminal
intención de dividir a las fuerzas armadas y sumar su apoyo al golpismo,
lo que conduciría a una guerra civil y muy probablemente a la partición
territorial del país.
Esta guerra psicológica es llevada
adelante con el rumor permanente de una “inminente intervención
militar”, con el absurdo argumento de la “ayuda humanitaria”. Con el
mismo propósito se ha instalado la imagen de un “gobierno paralelo”,
reconocido por aliados, en realidad vasallos, de la estrategia de
reconquista del suelo venezolano por los cruzados del capital y el
imperialismo. En el mismo propósito confluyen traslado de soldados,
videos de lanchas desembarcando en playas colombianas, visitas de altos
mandos del Comando Sur a Colombia, montajes de carpas y cajas con
pomposas etiquetas simulando contener elementos para paliar la
“dramática crisis humanitaria”.
No parecen dadas las
condiciones de una invasión abierta; un asalto final a la plaza cercada
parece, como mínimo, prematuro. El Congreso estadounidense no ha
aprobado ninguna intervención de su ejército, no hay consenso en
Naciones Unidas, ni en la UE. En Latinoamérica, pese a la adhesión de
varios gobiernos a la tentativa de golpe, nadie parece dispuesto a
involucrarse en un conflicto armado de efectos terribles y perspectivas
de “triunfo” dudosas.
Aun así, la situación es grave. La
insensatez, irracionalidad y extremismo de varios de los gobiernos
involucrados en la amenaza de guerra, son la variable peligrosa que no
puede ser desestimada. Corresponde a los pueblos levantar una ola
unánime por la paz y el levantamiento del asedio a Venezuela.
Las habituales motivaciones inmorales
Las
motivaciones de esta arremetida en curso contra Venezuela, no son muy
diferentes a las que habitualmente conducen a las atrocidades de
invadir, colonizar y destruir a otros. Por lo mismo, no admiten
justificación alguna.
La codicia de las corporaciones
respecto a la posibilidad de capturar y administrar las enormes reservas
naturales del país como petróleo, gas, oro, hierro o coltán y su valor
estratégico geopolítico son motores centrales de la agresión. A esto se
suma la intención de cerrarle el paso al avance de las relaciones
comerciales y de inversión entre China, Rusia y América Latina, las que
hacen disminuir la hegemonía económica de Estados Unidos y Europa sobre
la región.
La Revolución Bolivariana ha dado además un
fuerte impulso a procesos de integración solidaria y soberana, los que
emergieron como dique de contención a la pretensión estadounidense de
determinar la política de la región y su posicionamiento internacional.
Finalmente,
se trata de establecer un castigo ejemplarizante y evitar la
construcción de alternativas al decadente modelo excluyente del
capitalismo, lo cual queda evidenciado en la persecución y proscripción
política de liderazgos populares y la progresiva instalación de
regímenes represivos de derecha en varios países de la región,
funcionales al objetivo mencionado.
Presente y futuro
El
imperialismo occidental cree (o quiere hacer creer) que al altivo
gobierno de la Revolución le ha llegado la hora. Que es tiempo de que
los venezolanos vuelvan al redil de la servidumbre, de la hipocresía
moral, del fracaso social, de la política fraudulenta que encarnan los
gobiernos detractores de la apuesta revolucionaria.
Buena
parte de los gobiernos y los pueblos del mundo no estamos de acuerdo. No
somos imparciales, ni ambivalentes. Pensamos más bien que lo que tiende
a su fin es un sistema de apropiación violento, tanto en términos
objetivos como subjetivos. La intencionalidad de un pueblo se expresa en
su soberanía, la posibilidad de construir sociedades más justas se
instala sólo a partir de la paz. La paz es condición de equidad y la
equidad, condición ineludible de libertad.
Para que haya
paz, equidad y libertad, lo que debe caer, más temprano que tarde, es la
voracidad de poder imperialista, producto de la violenta y prehistórica
ambición de dominar a otros y acumular riqueza en desmedro del
bienestar colectivo.
- Javier Tolcachier es investigador del Centro de Estudios Humanistas de Córdoba y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.
[1] Bachaqueo (de “bachaco”, hormiga culona) es la práctica de contrabandear y revender ilegalmente productos subsidiados.
https://www.alainet.org/es/articulo/198065
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