 Atilio Boron, en su 
obra «Aristóteles en Macondo: notas sobre el fetichismo democrático en 
América latina», señala que «la cuestión que se plantea con más y más 
frecuencia en Latinoamérica es: ¿hasta qué punto es posible hablar de 
soberanía popular -esencial para una democracia- sin soberanía nacional?
 ¿Soberanía popular para qué? ¿Puede un pueblo sometido al dominio 
imperialista llegar a tener ciudadanos autónomos que decidan sobre su 
propio destino?».
Atilio Boron, en su 
obra «Aristóteles en Macondo: notas sobre el fetichismo democrático en 
América latina», señala que «la cuestión que se plantea con más y más 
frecuencia en Latinoamérica es: ¿hasta qué punto es posible hablar de 
soberanía popular -esencial para una democracia- sin soberanía nacional?
 ¿Soberanía popular para qué? ¿Puede un pueblo sometido al dominio 
imperialista llegar a tener ciudadanos autónomos que decidan sobre su 
propio destino?». 
A la luz de los diversos acontecimientos 
que han marcado la historia reciente de los pueblos de Nuestra América 
-sacudidos por la intervención militar del imperialismo gringo, las 
desigualdades impuestas por el capitalismo neoliberal, la destitución 
inconstitucional de presidentes progresistas y/o izquierdistas, bloqueos
 económicos, asesinatos de líderes políticos y populares, amenazas 
crecientes a la estabilidad democrática y, como complemento, un repunte 
agresivo de los sectores de la derecha tradicional y/o emergente- es 
previsible concluir que las respuestas adecuadas a tales interrogantes 
tendrán que hallarse (y gústenos o no) en un cambio estructural 
integral; es decir, en una revolución política, económica, social y 
cultural general que sea, al mismo tiempo que dinámica también 
permanente.
Con base en las aseveraciones anteriores, como se 
podrá deducir, la superación de la coyuntura actual (en cada una de las 
diferentes naciones que integran Nuestra América, lo mismo que en las de
 otras latitudes del mundo) va más allá de un simple cambio de gobierno.
 Se trata de invertir las relaciones sociales, las relaciones de poder y
 las relaciones de producción clásicas en favor de las mayorías 
populares en lugar de continuar haciéndolo en beneficio de minorías 
gobernantes que, tras el verbo populista tradicional, recurren a todo lo
 que esté a su alcance para preservar, disfrutar e incrementar sus 
intereses y privilegios de clase. 
Nunca estará de más 
reiterar (como lo han replicado diversos teóricos de la izquierda 
revolucionaria) que sin ética ninguna revolución avanza; es decir, sin 
una alta moral y una clara conciencia de lucha no se podrá emprender 
exitosamente ninguna alternativa a favor de la soberanía popular y la 
emancipación integral del pueblo. Evidentemente, al margen de cuáles 
sean las posiciones ideológicas que asumamos, se podrá afirmar que sin 
dichos elementos se carecerá, por consiguiente, de la capacidad y de la 
constancia requeridas para resistir adecuadamente las maniobras de 
cooptación o abiertamente represivas que lleguen a ejecutar los sectores
 oligárquicos para impedir que esta lucha rinda sus frutos.
Continuando con este punto de vista, se hace preciso y forzoso entender 
que conceptos y realidades como la soberanía y el poderío económico de 
cada nación (más concretamente, de cada nación de la periferia del 
sistema capitalista global) se hallan ahora expuestos a la hegemonía de 
las grandes corporaciones transnacionales capitalistas, forzados a 
orbitar, a pesar de sus manifestaciones de independencia política, 
alrededor de las decisiones que éstas tomen, decisiones orientadas -como
 se ha visto desde hace décadas- al logro del control ilimitado de las 
finanzas, de los recursos naturales estratégicos y, por extensión, de 
toda la economía.
Esta ruptura de paradigmas y democratización
 social tendrían entonces cuatro fundamentos imprescindibles, sin ser 
los únicos: justicia social, independencia económica, soberanía política
 y descolonización cultural. Todos ellos conjugados en lo que podría 
denominarse una resistencia popular creadora que igual apunte a la 
demolición sistemática de los diferentes factores de dominación internos
 como externos, ya que constituyen un mismo bloque de dominación en 
sentido completamente opuesto a la emancipación integral de pueblos e 
individuos. Es un proceso sin pausas ni concesiones (no puede ser de 
otra manera) de autoconocimiento y autodeterminación que rompe con las 
normas y la lógica de poder con que se legitiman los sectores 
oligárquicos. Esto incluye el desmantelamiento operativo del vigente 
Estado burgués liberal, por lo que no sería razonable creer que bastará 
su solo control para generar los diversos cambios requeridos, dejándolo 
intacto, lo cual daría lugar a tensiones y conflictos entre éste y las 
nuevas formas de organización del poder popular soberano que surjan y se
 consoliden gracias a dicho proceso.
Aquellos que aspiren 
impulsar, por tanto, un programa de transformación radical en Nuestra 
América tendrán que comenzar por resignificar de manera sistemática el 
proyecto histórico que nació con la lucha revolucionaria independentista
 y que, a lo largo de más de doscientos años, terminó por ensancharse 
con las diferentes luchas sociales protagonizadas por los sectores 
populares, al margen de las desviaciones propiciadas por los dirigentes 
que las capitalizaron a su favor, incluso sometiendo a cada uno de 
nuestros países a una total dependencia respecto al poder imperialista 
de Estados Unidos. Para ello es imprescindible despojar a este amplio 
proyecto de emancipación integral de los componentes ideológicos de la 
dominación colonial y neocolonial (extraídos del eurocentrismo) que han 
permanecido presentes en la cultura, la política y el tipo de sociedad 
vigentes, incluyendo a las concepciones ideológicas que, en apariencia, 
plantean su superación y total reemplazo.
Cumplido este 
objetivo básico, queda construir estructuras político-institucionales 
plurales, cuyo rasgo fundamental sea la participación ciudadana a través
 de un poder popular verdaderamente democrático y soberano. Sin embargo,
 nunca habrá de obviarse la necesidad del reconocimiento de la identidad
 popular, puesto que el núcleo discursivo y organizativo de la nueva 
cultura política (al igual que el resto de las estructuras que definen y
 soportan el modelo civilizatorio imperante) tiene que girar alrededor 
de algo absolutamente distinto a la razón represiva y/o dominadora, 
exportada por la vieja Europa hace poco más de quinientos años. En esta 
dirección, vale compartir lo expresado durante el Seminario del Tercer 
Mundo realizado en Génova, Italia, 1965, por el cineasta brasileño 
Glauber Rocha, quien -entre otras cosas importantes- expuso que «las 
raíces indígenas y negras del pueblo latinoamericano deben ser 
entendidas como únicas fuerzas desarrolladas de este continente. 
Nuestras clases medias y burguesas son caricaturas decadentes de las 
sociedades colonizadoras. La cultura popular será siempre una 
manifestación relativa cuando apenas inspiradora de un arte creado por 
artistas todavía sofocados por la razón burguesa. La cultura popular no 
es lo que se llama técnicamente folclor, sino el lenguaje popular de la 
permanente rebelión histórica. El encuentro de los revolucionarios». 
Esta comprensión de los aportes (visibles y difusos) de los sectores 
populares, invisibilizados intencionalmente por los sectores dominantes 
para legitimar su hegemonía, contribuirá a definir mejor los objetivos 
que éstos deben trazarse en procura de su propia emancipación. Sin 
embargo, esto no excluye la posibilidad de tener en cuenta cualquier 
aporte teórico ajeno a las diferentes luchas populares de este 
continente y, en consecuencia, sumarlo, considerando que la lucha a 
nivel mundial tiene un común denominador: el modelo civilizatorio 
vigente, erigido según la lógica y los intereses del sistema 
capitalista.  
 
 
 
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