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domingo, 28 de mayo de 2017

Un mundo catastrófico



Guillermo Almeyra
En los años 30 del siglo pasado, ante la crisis económica y la ocupación por los obreros de las fábricas estadunidenses del automóvil, los capitalistas tuvieron que aceptar el New Deal mientras la revolución española, la ocupación general de todas las empresas francesas en 1936 y el miedo al comunismo condujeron a las conquistas sociales francesas del Frente Popular. Cuando fue destruido el nazifascismo mediante el cual el capitalismo intentaba asfixiar la protesta social, a partir de 1945 y hasta fines de los 70 ese mismo miedo a perder el poder llevó al capitalismo a construir estados de bienestar y a conceder reformas para cooptar a los partidos socialdemócratas y comunistas y salvar el sistema. Después, ya domesticados los partidos obreros tradicionales y con la Unión Soviética en crisis y en conflicto con China, el capitalismo lanzó una ofensiva contra las conquistas y derechos seculares de los trabajadores.
La crisis económica volvió a aparecer en 1997-1998, recrudeció en 2007-2008 y desde entonces se mantiene a pesar del oxígeno que logró el sistema incorporando a China y la ex Unión Soviética (URSS).
Hoy no hay ya en el mundo ni un movimiento obrero internacional ni un gran movimiento socialista mundial. Los partidos socialdemócratas se hicieron liberalsocialistas y se transformaron, como el francés, en algo semejante al Partido Demócrata estadunidense y los partidos comunistas se convirtieron también en social-liberales (como el ex partido comunista italiano). Los burócratas estalinistas de la URSS terminaron apoderándose de los bienes colectivos y se convirtieron en capitalistas mafiosos y en China se desarrolló una poderosa burguesía nacional dentro mismo del partido comunista.
Corea del Norte es en realidad una monarquía asiática hereditaria despótica; Vietnam y Cuba son capitalistas de Estado; Rusia y China, capitalistas y neoimperialistas. El reformismo y el oportunismo de los partidos obreros tradicionales impidieron al mismo tiempo la educación política de los trabajadores y la adquisición por los mismos de una conciencia de clase y anticapitalista y, aunque hay en el mundo muchos más explotados que en cualquier otro momento de la historia, el nivel de conciencia, de autorganización y de independencia política de los mismos es muy inferior al que existía antes de la Primera Guerra Mundial.
Volvemos al siglo XIX. Las jubilaciones y las pensiones (que son salarios indirectos) están siendo atacadas en todas partes, los derechos laborales han sido pisoteados, los horarios de trabajo se fijan según las necesidades de las empresas, se instalan estados de emergencia y se aplican medidas represivas contra los movimientos sociales y, como en México, se llega a militarizar países enteros violando sus constituciones ante la debilidad o carencia de partidos obreros de masa independientes y la debilidad general de los sindicatos. Los salarios directos caen sin cesar y la desocupación aumenta.
El capital financiero y especulativo predomina sobre el productivo y se independiza cada vez más del Estado, que le sirve sólo para hacer negociados o para reprimir. El capital, mediante sus organismos internacionales, como el FMI o la OMC, pesa más en las legislaciones de los países que las leyes de los estados, que pierden trozos enteros de sus políticas propias al aceptar políticas monetarias y tratados de libre comercio favorables a las grandes trasnacionales, que se imponen a costa de todos, incluso de sectores capitalistas grandes o medios preocupados por la caída del consumo interno. El gran capital trasnacional depreda implacablemente los medios rurales y los bienes comunes (el Amazonas brasileño, el Orinoco venezolano, las zonas amazónicas ecuatorianas, el norte mexicano, las provincias cordilleranas argentinas son víctimas de la gran minería que contamina tierras y aguas).
Las deudas contraídas con el capital financiero crecen y son impagables. La inmensa mayoría de la humanidad tiene trabajos precarios o en peligro. Los derechos democráticos y los derechos humanos están bajo ataque y se vuelve al pasado medioeval con las guerras de religiones para dividir a los trabajadores y a la fusión entre esas religiones y el Estado (Rusia impone la enseñanza religiosa como durante el zarismo y mata homosexuales, China acepta el taoísmo y la doctrina conservadora de Confucio, pero no otras religiones; resurgen los fundamentalismos religiosos protestante, católico, islámico, ortodoxo, hinduísta), mientras crecen los nacionalismos xenófobos y el racismo que son fomentados desde el poder.
Está en curso una carrera armamentista, para mejorar los arsenales nucleares yanqui y ruso o crear una gran flota de portaviones y submarinos atómicos (China), y Japón y Alemania quieren unirse a esa carrera para no depender de las decisiones de Donald Trump. Existe peligro permanente de guerra.
Por consiguiente, no hay ya margen para reformismos ni gobiernos progresistas: se va hacia una guerra, que por fuerza será nuclear, o hacia una catástrofe ecológica que podría llevar a la desaparición de la mitad de las especies existentes.
Es por eso urgente e indispensable convertir las protestas contra los efectos del capitalismo en movimientos conscientemente anticapitalistas, defender los derechos democráticos y los derechos humanos de las mujeres, de los pueblos nativos, de los homosexuales, combatir el pago de la deuda externa hasta su auditoría exhaustiva, eliminar la precariedad en el empleo y la desocupación mediante planes de empleos, acabar con la omnipotencia del capital financiero expropiando los bancos, restaurar el equilibrio ecológico, frenar la tendencia hacia la guerra.
Más que nunca, es necesaria la independencia política de los jóvenes trabajadores para acabar con la barbarie capitalista que amenaza el futuro de la civilización.

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