El martes pasado
el presidente Donald Trump sorprendió a la clase política y a los
ciudadanos estadunidenses al ordenar el despido del director de la
Oficina Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés),
James Comey, quien dirigía las pesquisas sobre la presunta injerencia
rusa en las elecciones presidenciales de 2016. El único precedente en
que un mandatario despidió a un funcionario que encabezaba
investigaciones contra la Casa Blanca se remonta al cese de Archibald
Cox, fiscal especial a cargo del caso Watergate, maniobra que no evitó la posterior dimisión de Richard Nixon por ese conocido escándalo de espionaje contra rivales políticos.
De acuerdo con funcionarios del Congreso, unos días antes de su
des-pido Comey había solicitado recursos adicionales para las
investigaciones sobre la injerencia rusa en la campaña electoral que
llevó a Trump a la presidencia, por lo que congresistas demócratas no
han dudado en calificar la maniobra de un intento de frenar las
indagatorias que podrían llevar al gobernante a un juicio político y su
posterior caída.
Cabe recordar que, al menos de manera ideal, la FBI es un organismo
de seguridad independiente del juego político entre los partidos, por lo
que sus titulares son nombrados para periodos de 10 años, y esta es
apenas la segunda ocasión en que el presidente cesa a un director en más
de un siglo desde la creación de esta oficina de investigación
criminal.
Estos antecedentes hacen inverosímil la versión del magnate, según la
cual el cese de Comey se da a raíz de su mal manejo de las
investigaciones sobre el uso inapropiado de una cuenta de correo
electrónico privado por la ex candidata presidencial Hillary Clinton
cuando se encontraba al frente del Departamento de Estado, pesquisas a
las que, por otra parte, Trump se había referido previamente en términos
elogiosos.
Por si no fuera suficiente para poner en duda la conducción
institucional del actual gobierno republicano, el mandatario declaró que
tomó la decisión de cesar al jefe de la FBI por recomendación de Jeff
Sessions, fiscal general impugnado por haber mentido bajo juramento al
comparecer ante el Senado acerca de sus encuentros con el embajador ruso
cuando era asesor de campaña de Trump.
Todo lo anterior constituye un escándalo sin precedente en la vida
política de la superpotencia, de proporciones y alcances incluso mayores
que su antecedente obvio, el referido caso Watergate. Como
señalan múltiples voces de la política y la prensa estadunidenses, se
trata de una maniobra que compromete la credibilidad de las
instituciones y pone en entredicho la integridad del sistema legal de
una manera que en tiempos pasados habría resultado inadmisible y que los
ciudadanos consideraban propio de regímenes autoritarios.
Esta visible descomposición institucional de la nación vecina del
norte es causa de preocupación no sólo para sus propios ciudadanos, sino
para la comunidad internacional, ante todo habida cuenta de la
demostrada propensión de Trump a desviar la atención de los problemas
domésticos mediante peligrosos amagos bélicos en terceros países.
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