Vivimos una época
caracterizada por la aceleración de los cambios económicos, sociales y
políticos a nivel global, en la que asombrosos y prometedores avances
científicos y tecnológicos coexisten con una desigualdad indignante y la
permanente amenaza del fin de la vida civilizada en el planeta, ya sea
como resultado de un súbito apocalipsis nuclear o de un gradual pero
inexorable cambio climático con efectos catastróficos y cuya existencia
es cada vez más innegable.
Las nuevas tecnologías y los medios de
comunicación pueden servir tanto para empoderar como para someter más a
los pueblos y a los individuos. Vastas porciones de la población
latinoamericana y caribeña, carentes de una adecuada educación que
promueva el pensamiento dignificante y emancipador, son víctimas
cotidianas del totalitarismo mediáticoalienante y promotor de un modo de
vista materialista y hedonista a ultranza.
Pese a los
significativos avances alcanzados por los gobiernos revolucionarios y
reformistas antineoliberales durante las dos últimas décadas, América
Latina y el Caribe sigue siendo la región más desigual del mundo y la
pobreza sobrepasa bochornosamente los 175 millones de habitantes. La
reciente involución en esta materia es notoria en países de gran peso a
nivel continental. Una gran mayoría de la población latinoamericana y
caribeña tampoco puede ejercer el derecho básico de acceder a servicios
de salud integrales y de calidad.
El orden internacional basado
en una sola superpotencia parecería estar dando paso a una configuración
más amplia y diversificada de centros de poder. Este proceso de
restructuración del poder mundial agudiza las contradicciones y las
disputas entre las principales potencias, conformando un contexto que
presenta tanto oportunidades como renovadas amenazas para nuestra
región, pero los países latinoamericanos y caribeños son más
espectadores que actores en este reordenamiento del sistema de
relaciones internacionales, dadas sus graves limitaciones en los más
diversos recursos de poder nacional.
A corto y mediano plazo,
los Estados Unidos seguirán siendo la única nación con capacidad para
desplegar su poderío de manera efectiva a escala global y de manera
multidimensional. A su superioridad militar suman una supremacía sin
paralelo en los ámbitos ideológico y cultural que representa un bastión
fundamental y cada vez más importante para el sostenimiento, la
reproducción y la recreación de su hegemonía sobre los países de América
Latina y el Caribe. En todas las corrientes de pensamiento existentes
dentro del establishment de política exterior de los Estados Unidos se
considera como indispensable y se da por sentado el mantenimiento de la
hegemonía de ese país en el continente americano.
La
intensificación de las relaciones con potencias extracontinentales es de
gran importancia estratégica en sí misma y contribuye a contrarrestar y
erosionar gradualmente dicha hegemonía que se pretende perpetuar y que
ya ha durado demasiado. No obstante, es preciso tener conciencia de que
esos nexos, en situaciones límites, no constituirán una garantía frente a
la agresión imperial. Para los Estados Unidos, América Latina y el
Caribe es y seguirá siendo su “patio trasero”. En cambio, para otras
grandes potencias en ascenso, nuestra región es muy importante, pero no
representa una zona geográfica vital. La seguridad de los países
latinoamericanos y caribeños solo puede garantizarse con sistemas de
defensa nacional multidimensionales, asimétricos y con un profundo
arraigo popular.
Los gobiernos populares de la región enfrentan
la renovada agresión de los enemigos de siempre de la justicia social:
el imperialismo y las oligarquías criollas cada vez más divorciadas de
cualquier proyecto nacional o de alcance latinoamericano.
La
situación anteriormente descrita plantea, como nunca antes, la necesidad
de que las fuerzas políticas y sociales patrióticas y antihegemónicas
de América Latina y el Caribe emprendan un proceso acelerado de unión
emancipadora, estableciendo como una meta estratégica explícita la
unificación política y la constitución de un polo de poder internacional
propio. La actual coyuntura internacional y su probable evolución en
las próximas décadas demandan que los esfuerzos unitarios pasen
decididamente de lo declarativo a las acciones concretas.
La
constitución de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños
(CELAC) fue posible gracias a la coincidencia temporal de una pléyade de
líderes extraordinarios al frente de una masa crítica de gobiernos de
nuestra región. Como tal, representa un espacio multilateral que debe
ser defendido y fortalecido, y que pudiera ser el germen de una
construcción institucional unitaria mucho más ambiciosa, que fomente el
establecimiento de relaciones estratégicas de mutuo beneficio y en pie
de igualdad con el resto del mundo.
El Sistema Interamericano,
con su núcleo en la infame Organización de Estados Americanos (OEA), es
incompatible con el proceso de unidad regional y tendría que ser
reconstituido desde sus cimientos. Si bien está en el interés de América
Latina y el Caribe contar con un régimen jurídico-institucional
multilateral que en alguna medida contribuya a contrarrestar la
propensión de los Estados Unidos a actuar de manera unilateral y
violentando el derecho internacional, dicho marco regulatorio tendría
que ser reconstituido sobre bases radicalmente diferentes y respetuosas
de la soberanía de los países latinoamericanos y caribeños, así como no
tener su sede en Washington.
Por su parte, corresponde a la
Alianza Bolivariana para las Pueblos de Nuestra América-Tratado de
Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP) profundizar su actuación como la
punta de lanza de la unidad latinoamericana y caribeña, avanzando al
máximo en la medida de las posibilidades de sus Estados miembros y
logrando resultados que sirvan de ejemplo e incentivo al resto de los
pueblos de la región.
Se requiere así de un proceso unificador
que se apoye en el acervo de esfuerzos concertaciones e
intergracionistas construidos hasta el presente y en el trabajo de los
expertos técnicos comprometidos políticamente con la unidad regional,
pero libre de visiones y vicios tecnocráticos que solo retardarían los
avances y resultados que los pueblos latinoamericanos y caribeños
demandan, cada vez con más urgencia.
De
esta manera, el proceso unitario debería convertirse en el eje
movilizador para acometer proyectos y acciones concretas en los ámbitos
económico, social, político y cultural con la finalidad de construir una
gran nación latinoamericana y caribeña respetada por el resto del
mundo, con un Estado de nuevo tipo -que ya se vislumbra en algunas de
nuestras naciones- firmemente apoyado en el conjunto de las fuerzas
políticas y sociales patrióticas de la región, defensor de la soberanía,
articulador del desarrollo económico con justicia social, protector de
los recursos naturales y de la sostenibilidad ambiental, y promotor
permanente de la fortaleza cultural y de la profundización del poder
popular como garantías de defensa últimas frente a la agresión
imperialista y de sus aliados oligárquicos. Solo de esa manera se podrá
impedir la consumación del designio hegemónico de la élite gobernante
estadounidense.
Por separado, los Estados latinoamericanos y
caribeños estarán condenados a la irrelevancia y el sometimiento en un
mundo cada vez más dominado por potencias gigantes armadas hasta los
dientes y sedientas de esferas de influencia y recursos naturales. Es la
hora de abrir, definitivamente, la época del supranacionalismo y de la
constituciónde un polo de poder propio en América Latina y el Caribe,
por el bien de nuestros pueblos y del equilibrio del mundo. Iniciemos la
“época dichosa de nuestra regeneración” con la que soñaba Bolívar en su
Carta de Jamaica.
Roberto M. Yepe. Coordinador académico de la Red Cubana de Investigaciones sobre Relaciones Internacionales (RedInt).
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