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lunes, 29 de junio de 2020

Una cascada de rabias. Mi fantasía Covid-19

 John Holloway

Las puertas se abren. Puedes sentir la energía acumulada incluso antes de que aparezcan los rostros. El encierro ha terminado. Es una represa que estalla y vierte un torrente de enojos, ansiedades, frustraciones, sueños, esperanzas, miedos. Es como si no pudiéramos respirar.

Todos hemos estado encerrados. Separados físicamente del mundo exterior. Hemos estado tratando de entender lo que está sucediendo. Un virus extraño ha cambiado nuestras vidas, pero ¿de dónde provino? Primero apareció en Wuhan, China, pero cuanto más leemos, más nos damos cuenta de que podría haber aparecido en cualquier lugar del mundo.

 Los expertos han estado advirtiendo durante años sobre la probabilidad de una pandemia, incluso si no comprendían qué tan rápido podría propagarse. No es que provenga de un lugar en particular, sino de la destrucción de nuestra relación con el ambiente natural.

De la industrialización de la agricultura, la destrucción del campesinado en todo el mundo, el crecimiento de las ciudades, la destrucción de los hábitats de los animales salvajes, la comercialización de estos animales con fines de lucro. 

Y aprendemos de los expertos que si no hay un cambio radical en nuestra relación con otras formas de vida, es muy probable que sigan apareciendo más pandemias. 

Es una advertencia: deshacerse del capitalismo o avanzar en el camino de la extinción. Deshacerse del capitalismo: en efecto, una fantasía. Y crece en nosotros el miedo y el enojo y, tal vez, incluso, la esperanza de que podría existir alguna manera de hacerlo.

Y a medida que avanza el encierro, nuestra atención cambia, va más allá de la enfermedad, a lo que nos dicen que son las consecuencias económicas. 

Estamos entrando en la peor crisis económica desde, al menos, la década de 1930. La peor crisis en trescientos años en Gran Bretaña, nos dicen. Más de cien millones de personas caerán en la pobreza extrema, nos alerta el Banco Mundial. 

Otra década perdida para América Latina. Millones y millones de personas desempleadas en todo el mundo. Gente hambrienta, mendigando, más crimen, más violencia, esperanzas rotas, sueños destrozados. 

No habrá una recuperación rápida, es probable que cualquier recuperación sea frágil y débil. Y pensamos: ¿todo esto es porque tuvimos que quedarnos en casa durante un par de meses? 

Sabemos que no puede ser así. Por supuesto, seremos un poco más pobres si la gente deja de trabajar durante un par de meses, pero ¿millones y millones de desempleados, personas que morirán de hambre? Seguramente no.

 El descanso de un par de meses no puede tener semejante efecto. Por el contrario, deberíamos regresar renovados y llenos de energía para hacer todas las cosas que deben hacerse. Pensamos un poco más, y nos damos cuenta de que, por supuesto, la crisis económica no es la consecuencia del virus, aunque puede haber sido desencadenada por él. 

De la misma manera que se predijo la pandemia, la crisis económica también fue predicha, aún más claramente. Durante treinta años, o más, la economía capitalista ha sobrevivido literalmente con dinero prestado: su expansión se ha basado en el crédito. Un castillo de naipes, listo para colapsar. 

Casi se derrumbó, con los efectos más terribles, en 2008, pero una renovada y enorme expansión del crédito le dio impulso nuevamente. Los comentaristas económicos sabían que no podía durar.

 «Dios le dio a Noé el signo del arco iris, no más agua, el fuego la próxima vez»: la crisis financiera de 2008 fue la inundación, pero la próxima vez, que no se retrasaría mucho, sería un incendio (1). 

Eso es lo que estamos viviendo ahora: el fuego de la crisis capitalista. Tanta miseria, hambre, esperanzas destrozadas, no por un virus, sino sólo para restaurar la rentabilidad del capitalismo. ¿Y si acabáramos por deshacernos de un sistema basado en las ganancias?

 ¿Qué pasaría si saliéramos con nuestra energía renovada e hiciéramos lo que hay que hacer, sin preocuparnos por las ganancias: limpiar las calles, construir hospitales, fabricar bicicletas, escribir libros, plantar árboles y sembrar vegetales, tocar música… lo que sea? 

Sin desempleo, sin hambre, sin sueños destrozados. ¿Y los capitalistas? Colgarlos de la farola más cercana (siempre es una tentación) o, simplemente, olvidarse de ellos. 

Mejor solo olvidarse de ellos. Otra fantasía, pero más que una fantasía: una necesidad urgente. Y nuestros miedos y nuestras rabias y nuestras esperanzas crecen dentro de nosotros.

Y hay más, mucho, mucho más, para alimentar nuestra ira en el encierro. Todo el suceso del coronavirus ha sido un gran desenmascaramiento del capitalismo, que se encuentra expuesto como rara vez antes y de muchas maneras. 

Para empezar, la enorme diferencia en la experiencia del encierro, que depende de cuánto espacio se disponga, de si tiene un jardín, o una segunda casa a la que pueda retirarse. En relación con esto, el impacto enormemente diferente del virus sobre los ricos y los pobres, algo que se ha vuelto más y más claro con el avance de la enfermedad. 

Y la gran diferencia en las tasas de infección y muerte entre blancos y negros. También la insuficiencia de los servicios médicos, después de treinta años de abandono. La terrible incompetencia de muchos Estados. 

La expansión evidente de la vigilancia y de los poderes policiales y militares en casi todos los países. La discriminación en la provisión educativa entre aquellos que tienen acceso a internet y aquellos que no, por no mencionar el aislamiento completo de los sistemas educativos de los cambios que están ocurriendo en el mundo en el que viven los niños. 

La exposición de tantas mujeres a situaciones de violencia terrible. Todo esto, y mucho más, al mismo tiempo que los propietarios de Amazon y Zoom y muchas otras empresas tecnológicas obtienen beneficios increíbles, y el mercado de valores, impulsado por la acción de los bancos centrales, continúa con la transferencia descarada de riqueza de los pobres hacia los ricos. 

Y nuestro enojo crece, también nuestros miedos, nuestra desesperación y nuestra determinación de que no debe ser así, de que NO DEBEMOS DEJAR QUE ESTA PESADILLA SE CONVIERTA EN REALIDAD.

Y entonces se abren las puertas y se rompe la represa. Nuestras rabias y esperanzas estallan en las calles. Escuchamos hablar de George Floyd, oímos sus últimas palabras: «No puedo respirar». 

Esas palabras dan vueltas y vueltas en nuestras cabezas. No tenemos la rodilla de un policía asesino en el cuello, pero tampoco podemos respirar. No podemos respirar porque el capitalismo nos está matando. 

Sentimos una violencia, una violencia que explota desde nuestras entrañas (2). Pero ese no es nuestro camino, es el de ellos. Sin embargo, nuestras rabias-esperanzas, esperanzas-furias tienen que respirar, tienen que respirar. 

Y lo hacen: en las manifestaciones masivas contra la brutalidad policial y el racismo en todo el mundo, en el lanzamiento de la estatua del traficante de esclavos, Edward Colston, al río en Bristol, en la creación de la Zona Autónoma de Capitol Hill en Seattle, en la quema del recinto policial en Minneapolis, en tantos puños levantados hacia el cielo.

Y el torrente de enojos-esperanzas-miedos-hambres-sueños-frustraciones, va en cascada, de un enojo a otro, viviendo cada enojo y desbordando hacia el siguiente. 

La ira que arde dentro de nosotros no es solo contra la brutalidad policial, contra el racismo, no solo contra la esclavitud que generó las bases para el capitalismo, sino también contra la violencia hacia las mujeres y todas las formas de sexismo, y por lo tanto, las enormes marchas del 8M resurgen nuevamente cantando. 

Los chilenos vuelven a salir a las calles y continúan su revolución. Y el pueblo de Kurdistán derrota a los Estados que no pueden tolerar la idea de una sociedad sin Estado. Y el pueblo de Hong Kong inspira a todos los chinos en su repudio a la burla del comunismo: no más comunismo, gritan, comunicémonos. 

Y los zapatistas crean un mundo en el que caben muchos mundos. Y los campesinos dejan sus barrios bajos y regresan a la tierra y comienzan a sanar la relación con las otras formas de vida. Y los murciélagos y los animales salvajes vuelven a sus hábitats. 

Y los capitalistas vuelven a sus hábitats naturales, debajo de las escaleras. Y el trabajo, el trabajo capitalista, esa horrible máquina que genera riqueza y pobreza y destruye nuestras vidas, llega a su fin. 

Y comenzamos a hacer lo que queremos hacer, comenzamos a crear un mundo diferente basado en el reconocimiento mutuo de las dignidades. Y entonces no habrá una década perdida, ni desempleados, ni cientos de millones de personas arrojadas a la pobreza extrema. Y nadie morirá de hambre. Y entonces, sí, entonces, podemos respirar.

14 de junio de 2020

Notas:

(1) Ver el último capítulo de The Shifts and the Shocks, de Martin Wolf, Penguin Press, Nueva York, 2014: “Conclusión: El fuego la próxima vez” (Conclusion: Fire Next Time)
(2) Ver: Linton Kwesi Johnson, “Time Come”: “now yu si fire burning in mi eye/ smell badness pan mi breat/ feel vialence, vialence, /burstin outta mi;/ look out!” Dread Beat and Blood, Bogle-L’Ouverture Publications, Londres, 1975.

Original en inglés. Versión en castellano: Catrina Jaramillo.

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