Somos un Colectivo que produce programas en español en CFRU 93.3 FM, radio de la Universidad de Guelph en Ontario, Canadá, comprometidos con la difusión de nuestras culturas, la situación social y política de nuestros pueblos y la defensa de los Derechos Humanos.

miércoles, 10 de junio de 2020

La rodilla




Hay violencia abierta, visible, palpable. Hay violencia que se ejerce de muchas maneras, soterradamente. Las formas y los niveles de violencia conforman todo un inmenso catálogo histórico, social, humano, político. No es lo mismo presenciarla que saber de ella, sea por relatos o imágenes; el grado de impresión que provocan es distinto. No es lo mismo imaginar el objeto de la violencia que verlo. No es igual el resultado que el proceso de cómo se perpetró el acto violento, saber cómo es que eso ocurrió.
No puede haber candidez alguna con respecto a los actos, los dichos, las actitudes violentas. Eso lo sabemos bien en México (desde Tijuana irradiando por todo el mapa) durante mucho tiempo y sin menguar.
El hecho concreto que hoy convoca a la protesta a millares de personas por todas partes, el hecho comprobable, es que la rodilla del oficial de la policía de Minneapolis estaba encima del cuello de George Floyd, que había sido esposado anteriormente y sometido con exceso de fuerza y saña, indefenso. Murió ahí mismo. El hecho es que otros tres oficiales asistieron de algún modo en el asesinato: omisos, diligentes, al parecer convencidos de que eso es lo que debe hacerse a un hombre como Floyd. Esa es hoy la imagen icónica de los excesos de la fuerza policial. La de Floyd es la imagen de un racismo incrustado en el tuétano de esa sociedad. No fue el único hecho ocurrido durante los días recientes que quedó grabado. Son muchos. Así fue el empujón a un hombre durante una protesta reprimida en Búfalo (Nueva York), que provocó la rotura de la cabeza. Es otra pieza maestra de la violencia y la soberbia ejercida oficialmente.
La violencia tiene muchas caras. La que involucra el abuso físico impresiona de manera particular. Son muy diversos sus significados, pero los hechos son contundentes. A menudo como individuos y como sociedad nos acomodamos ante un hecho violento, al igual que a su abundancia, tal vez por la impotencia que provocan. Lejos de acostumbrarnos a ella la asimilamos de alguna manera para poder eludirla. Deja marcas. El acomodo es sólo un remedio incompleto, únicamente escapamos temporalmente, pues sabemos bien que la violencia está ahí con su efecto demoledor que se acumula. El caso del joven asesinado en Guadalajara, tras haber sido detenido por la policía, es uno más de la misma serie de Floyd. En México no somos bisoños en cuanto a violencia se refiere.
En el caso de Estados Unidos se advierte, como no podía ser de otro modo, que la violencia verbal no para en lo que se dice, sino que tiene un impacto concreto en los hechos. El discurso de Trump durante años, desde la campaña a la presidencia, tiene un efecto real de confrontación. Lo ha promovido a sabiendas de lo que ocasiona, que su base de apoyo lo celebra y ese es su objetivo principal.
Un rasgo de ese discurso violento, de los desplantes que lo acompañan y que en estos días de protestas se han multiplicado, es que sus declaraciones no paran, embisten contra todo y todos los que le estorban. No escucha, pues para eso se necesita silencio, elemento del que carece como hombre y político. Lo que hace, la provocación que alienta como método, representa una real crisis del lenguaje, que se diferencia radicalmente de un lenguaje de la crisis que envuelve a su país y al resto del mundo.
El conflicto que ha abierto con las fuerzas armadas apunta al campo constitucional. Al mismo tiempo, se exhibe la naturaleza represiva del poder concentrado en las policías y sus organizaciones, que rebasa a las autoridades electas y que el presidente parece ni siquiera cuestionar. Ley y orden es la respuesta que da, más fuerza de contención ante la gente que protesta en la calle (con los provocadores y oportunistas que siempre los acompañan como un virus social). Y luego la foto fuera de la iglesia episcopal de San Juan; el arrogante lenguaje del poder.
El poder del lenguaje es un elemento clave en el quehacer político y la conformación de una sociedad. Hay un tipo de congruencia entre la forma del lenguaje –qué, cómo y cuándo se dice– y el tipo del cuerpo político que se establece. Desde el lado conservador, Joseph de Maistre plantea explícitamente esa relación ( Las veladas de San Petersburgo, 1821) y Orwell lo hace en sus obras apuntando cómo se descomponen el individuo y la nación en su conjunto cuando se tiñe el lenguaje y se planta como el núcleo de una ideología determinada y del sistema político.
Trump no inventó el racismo y la discriminación. Tampoco a la derecha alternativa que se ha extendido por su país ni la brutal represión policiaca, pero ciertamente nunca las ha confrontado directamente y mucho menos las ha condenado. Las usa en su favor groseramente. Para eso ha contado con el respaldo en bloque y disciplinado del otrora partido de Abraham Lincoln, creado en 1854, opuesto a la extensión de la esclavitud.
Cuántas veces se ha repetido esto en la historia, de uno y otro lado de las concepciones ideológicas y las prácticas políticas. Ningún lenguaje político es inocuo, pero sí los hay de distinta naturaleza. Sobre esto no caben demasiadas ilusiones, sólo un acercamiento pragmático y cauteloso.

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