La Jornada
El fin de semana concluyó el desalojo del eufemísticamente llamado
centro de detención temporal de menores migrantes, en Tornillo, Texas, un campo de concentración creado en junio anterior por el gobierno de Donald Trump para encerrar a los adolescentes detenidos por cruzar la frontera entre México y Estados Unidos de manera irregular.
Después de
albergarinicialmente a alrededor de 300 menores, a finales de diciembre el refugio de tiendas de campaña localizado en pleno desierto llegó a tener 2 mil 800 internos, una población mayor a la de casi todas las prisiones federales de Estados Unidos.
Debe saludarse que, gracias a la presión social, mediática y
política, la administración republicana haya puesto fin a la operación
de un complejo que se convirtió en símbolo de la ignominia a la que está
dispuesto a llegar el mandatario, en su afán de congraciarse con los
sectores más cavernarios de la sociedad que gobierna. No obstante, el
hecho central y persistente es que la autoproclamada mayor democracia
del mundo mantiene encerrados a casi 11 mil menores, la mayoría
centroamericanos, cuya único
errores el de carecer del estatus migratorio adecuado. Sin embargo, la liberación de los menores retenidos en Tornillo ha generado una nueva preocupación y ha abierto la puerta a un potencial desastre en materia de derechos humanos, al poner a los jóvenes en manos de
tutoresque no siempre tienen un vínculo familiar con ellos.
Hasta donde se ha dado a conocer, los padres –algunos de los cuales
se encuentran también bajo custodia en instalaciones de detención de
inmigrantes, o no han podido salir de sus naciones de origen– no han
sido siquiera informados acerca del destino de sus hijos, condición
ineludible para garantizar el bienestar y la integridad de los menores.
Sea cual sea la situación geográfica y legal de los padres o de
quienes detenten la patria potestad de los detenidos, el gobierno
estadunidense debería consultarles las decisiones de tutoría y
otorgarles todos los datos sobre la localización y condición de los
niños y jóvenes extranjeros. Resulta imperativo, asimismo, que se
establezcan y publiciten mecanismos de control y fiscalización para la
asignación y seguimiento de tutores, así como garantizar condiciones
dignas y atención pertinente a los menores recluidos en los
establecimientos que continúan operando, y mientras esto no ocurra es
necesario que las organizaciones sociales y humanitarias redoblen su
presión hacia la Casa Blanca.
No debe perderse de vista, por último, que las medidas señaladas, si
bien urgentes, serían sólo paliativos al problema de fondo: que
Washington se sigue negando a asumir la necesidad de adaptar sus leyes a
la realidad de un mundo globalizado en el que hasta ahora los flujos
migratorios resultan inevitables y, en consecuencia, continúa
criminalizando a los extranjeros, niños y adultos, por el solo hecho de
acudir a su territorio en busca de trabajo o para escapar de la
violencia.
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