Ni en las urnas ni en las
calles. Ni fin de época ni fin de ciclo. Tampoco hegemonía conservadora.
Los análisis al calor de la coyuntura suelen padecer de una notable
miopía: no ven más allá de lo que ocurre a cortísimo plazo.
Definitivamente, el progresismo no murió con el triunfo en las urnas de
Macri en 2015.
Muchos creyeron que la victoria electoral de la propuesta
conservadora en Argentina era el punto de inflexión definitivo e
irreversible en el rumbo ideológico de Latinoamérica. Ese éxito
electoral era muy diferente a lo que había ocurrido en la región. ¿Por
qué? Porque las interrupciones del ciclo progresista en Honduras,
Paraguay y Brasil no se lograron desde un inicio con votos, sino que se
tuvo que acudir a vías no electorales: golpe militar, juicio político, lawfare...
Ni siquiera en Ecuador el neoliberalismo ganó en las urnas: en su
momento, Lenín Moreno fue elegido como la opción correísta, con un
programa progresista.
Sin embargo, en Argentina el macrismo sí había logrado llegar a ser
gobierno siendo elegido. Y por eso es, precisamente, referente de todo
lo que acontecía en la región. El suceso argentino se convertía así en
el ejemplo conservador para llegar a ser gobierno, derrotando a un
proyecto progresista. Incluso fue usado como regla general, eclipsando
lo expuesto anteriormente: el resto de propuestas conservadoras sólo
habían logrado derrotar a gobiernos progresistas por medio de
interrupciones no electorales.
Sin embargo, el triunfo electoral de la propuesta neoliberal en
Argentina menospreció dos aspectos que seguramente ahora explican, en
parte, la reciente debacle electoral de Macri. Por un lado, la victoria
tuvo lugar en un contexto caracterizado por condiciones particulares:
Cristina no era la contrincante, el candidato elegido no fue el mejor y
había división en el resto de fuerzas. A pesar de todo ello, Macri sólo
ganó por algo menos de 3 puntos y en segunda vuelta.
Por otro lado, ganar una cita electoral no significa que se modifique
inmediatamente la matriz de valores de una sociedad a favor de la
propuesta vencedora. Luego de años de un gobierno nacional y popular,
existe un proceso de sedimentación de un conjunto de sentidos comunes
progresistas que perduran más allá del vaivén electoral y que no admite
retrocesos económicos ni sociales de la noche a la mañana. Por ejemplo,
según la encuesta del Celag, 76.4 por ciento de los argentinos piensan
que el Estado debe intervenir en la economía para disminuir injusticias
sociales; más de la mitad de la población considera que los planes
sociales son imprescindibles para dignificar la vida de los pobres; dos
tercios creen que hay que promover la industria nacional y el consumo
interno frente a la idea de abrirse al mundo con base en el libre
comercio.
Con esas debilidades de partida, luego llegaba la tarea de gobernar
un país. Y entonces Macri y su equipo demostraron su incapacidad.
Confundieron el ejercicio de gestionar con una campaña comunicacional
permanente. Cuando el relato se disocia de la cotidianeidad, la fecha de
caducidad del proyecto se precipita.
Y así fue. En las pasadas elecciones el Frente de Todos obtuvo una
victoria holgada en primera vuelta, derrotando en las urnas a la
propuesta neoliberal. Esta vez, al contrario de lo que ocurriera hace
cuatro años con la victoria de Macri, el triunfo no aconteció en
soledad, no fue un hecho aislado. La victoria progresista argentina ha
venido acompañada de otros tres resultados electorales que están en
sintonía: la que logró Evo Morales en primera vuelta en Bolivia hace
unos días; la derrota del uribismo en las elecciones seccionales
colombianas, en las que una propuesta de centroizquierda se quedó con la
capital; y, por último, a falta de lo que suceda en la segunda vuelta
en Uruguay, por ahora, el Frente Amplio, la fuerza progresista, es la
que más votos obtuvo, con una diferencia de 10 puntos respecto a la
segunda opción.
A ese escenario hay que sumarle México, con una política exterior
cada vez más latinoamericanista, que permite conformar un polo
geopolítico progresista sólido con capacidad de contrarrestar al gigante
Brasil, mientras éste sea gobernado por Jair Bolsonaro.
Además, hay que tener en cuenta que el neoliberalismo en la región no
pasa por su mejor momento. En Chile la inestabilidad llega a su
extremo; en Ecuador la gente no permitió que el FMI gobernara; en Perú,
sin Congreso, el país está entrampado en sus propias reglas; e incluso
en Paraguay, Mario Abdo está con serios problemas de gobernabilidad con
apenas algo más de un año de mandato.
Mientras tanto, el Grupo de Lima se desvanece al mismo tiempo que
Nicolás Maduro continúa ejerciendo su cargo como presidente
constitucional de Venezuela.
Así está, grosso modo, el tablero regional, con un neoliberalismo en relativa dificultad para garantizar estabilidad y un progresismo in crescendo
en sus múltiples variantes y que se acopla a sus nuevos desafíos. La
región sigue en disputa. Siempre lo estuvo y lo estará. Y en este
péndulo, hoy en día, Latinoamérica es más progresista que ayer.
* Director del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (Celag)
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