Jorge Elbaum|
La agenda geopolítica de Latinoamérica está anclada en la situación
de Venezuela. Sin embargo, esa sobreexposición mediática oculta
situaciones que pretenden ser disimuladas o directamente veladas, en
aras de posicionar imágenes y relatos funcionales al sentido común
hegemónico.
Los sucesos acaecidos en las últimas semanas en Colombia, donde se
multiplican los asesinatos de líderes sociales y políticos, sumados a la
primera marcha contra el Presidente mexicano, Andrés Manuel López
Obrador (AMLO), permanecen invisibilizados detrás del bombardeo
noticioso centrado en la situación del gobierno de Nicolás Maduro,
desafiado por el autoproclamado presidente Juan Guaidó y sus pilares del
Pentágono.
En el caso de Colombia, el gobierno de Iván Duque se ha constituido
en el aliado más cercano de Estados Unidos en la región. En mayo de 2018
se ha sumado, como integrante (limitado) a la Organización del
Atlántico Norte (OTAN), en contradicción de los protocolos firmados por
todos los Estados de América Latina, comprometidos a garantizar el
subcontinente como una zona de paz, libre de armas nucleares. El 22 de
febrero último, luego de la visita de Duque a la Casa Blanca, Bogotá
autorizó el uso de su territorio para vulnerar la frontera con Caracas,
bajo el pretexto de una supuesta ayuda humanitaria, que no había sido
autorizada por el gobierno chavista.
Días después del fracaso fronterizo, liderado por Duque, Guaidó y el
Comando Sur, Washington intentó relanzar el Grupo de Lima, conformado
por los países alineados en la cruzada contra el chavismo. La oposición
de México, luego del triunfo de AMLO, y la opción propuesta por Uruguay,
ambas orientadas a negociaciones de tipo diplomático, redujeron al
capacidad de movimiento y la cohesión de dicho colectivo sometido a la
voluntad del Departamento de Estado. En ese lapso, varios sucesos
internos de México y Colombia pasaron desapercibidos pese a su fuerte
incidencia doméstica y sus implicancias futuras para el resto del
continente.
Desde el inicio del denominado Plan Colombia, en el año 2000,
financiado en su totalidad por Washington, se han inyectado 10.500
millones de dólares con el objetivo de reducir los cultivos de coca. Sin
embargo, en forma llamativa, no ha dejado de crecer la extensión de
tierra dedicada a dichas plantaciones. Según la Oficina de las Naciones
Unidas contra la Droga y el Delito (UNODOC), la siembra en el territorio
colombiano han alcanzado las 171.000 hectáreas en 2017, un 17% más que
el año anterior.
La superficie total a nivel a mundial alcanza las 213.000 hectáreas.
Un 69 % tiene sede en Colombia. Las innovaciones biotecnológicas
introducidas por los poderosos carteles han llevado, además, a que las
plantaciones tripliquen su potencial productivo. Si se suma la
superficie cultivada por el otro socio estratégico de Washington en
América del Sur (Perú), el porcentual llega al 90 % global. Este vínculo
entre los dos integrantes del Grupo de Lima ha permitido el ingreso de
grandes flujos de divisas que han contribuido tanto al desarrollo de los
respectivos mercados internos (mediante el blanqueo de activos) como al
deterioro de los organismos de seguridad y la degradación de los
estrados judiciales, inficionados por los circuitos prebendarios del
dinero negro.
Latifundio blanco
Desde 2013 el territorio sembrado se ha incrementado un 45 por
ciento, inyectando 2500 millones de dólares anuales dentro de la
economía negra de ese país, parte de los cuales se utilizan para
financiar a los paramilitares que asesinan a quienes buscan salvaguardar
las tierras comunales pertenecientes a los campesinos.[1]

Un cuarto de siglo después de que fuera ultimado Pablo Escobar en
Medellín, y que se firmara el acuerdo de paz con la guerrilla más
numerosa del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
(FARC), en 2016, las plantaciones de coca han crecido en forma
sistemática. Por su parte, como retribución a los aportes realizados por
Washington, el gobierno colombiano ha decidido que la forma más
eficiente de combatir a los cocaleros es a través del rociamiento
indiscriminado de glifosato.
}El efecto de esa medida ha sido la expulsión de las comunidades
campesinas, que empezaron a sufrir graves enfermedades respiratorias,
epidérmicas y degenerativas. Sus campos se vieron afectados por los
pesticidas al mismo tiempo que fueron forzados a abandonar sus tierras
para ampliar aún más las zonas controladas por los paramilitares
cocaleros.
El consecuente incremento de la producción de clorhidrato de cocaína y
pasta base no ha sido óbice para la expansión de las bases de Estados
Unidos en Colombia ni para la continua participación de ejercicios
militares combinados entre Washington y Bogotá, como los recientes Red Flag
(entrenamiento en combate aéreo), realizado en 2018, y el Amazon Log,
llevado a cabo en la triple frontera compartida por Perú, Colombia y
Brasil. Uno de los logros más curiosos del vínculo militar con
Washington fue la migración de los centros de comercialización desde
Cali y Medellín hacia el denominado triángulo norte, bajo la hegemonía y
control de los carteles mexicanos, prioritarios responsables actuales
del ingreso de los estupefacientes al mercado estadounidense.
El incremento de los territorios ocupados por la coca, la ampliación
de la oferta y la sistemática reducción del precio internacional de
cocaína amplió además la cantidad de líderes sociales campesinos y
ambientalistas asesinados, a quienes se persigue por defender tierras
sin control de los carteles. Las grandes extensiones de cultivo se
encuentran en la zona limítrofe con Venezuela, territorios donde se
encuentran desplegados la mayor parte de los paramilitares que controlan
las plantaciones. Colombia concluyó el año 2018, según ACNUR, la
Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, en plena ofensiva contra
el gobierno de Maduro, como el país con más desplazados internos en
todo el mundo.[2]

La lucha contra el narcotráfico, en el formato sugerido por
Washington, continúa en México su capítulo sangriento, donde la
comercialización ha sido monopolizada por los carteles responsables de
ingresar la producción colombiana y peruana a territorio estadounidense.
Desde principios del siglo XXI la guerra contra el narcotráfico, en su
formato neoliberal, se ha cobrado un cuarto de millón de muertos. El
promedio de asesinados ligado a la economía negra del narco asciende, en
promedio, a 25.000 homicidios anuales desde el año 2000, sumados a
50.000 desaparecidos.
Los costos sociales que ha generado la aplicación del neoliberalismo
en México han incrementado los flujos migratorios como producto de la
desocupación y del acople asimétrico con su vecino del norte. En Estados
Unidos viven 12 millones de mexicanos a los que se les suman otros 20
millones de descendientes de nativos, cuyos derechos cívicos son
mayoritariamente conculcados. La frontera se encuentra controlada por
los carteles que han diversificado sus funciones, configurándose en
empresarios de la migración ilegal y el tráfico de personas tanto para
mexicanos como para ciudadanos provenientes de Honduras, Guatemala y El
Salvador.
Los fifí al ataque
El gobierno de AMLO ha renunciado públicamente a las políticas
neoliberales y optado por propiciar políticas orientadas al desarrollo
del mercado interno. Estos programas (entre los que figuran aumentos en
las pensiones para la tercera edad, becas para estudiantes y apoyos
crediticios para minifundios y pymes) han sido caracterizados como
populistas y movilizado a los sectores más ligados a las
transnacionales.
La semana pasada se produjeron en diferentes ciudades mexicanas
movilizaciones destituyentes, en las que se le reclamó la renuncia al
Presidente recientemente asumido, luego de que éste advirtiera sobre el
fin de los privilegios para los grupos más concentrados. Dichas marchas
fueron catalogadas por el propio Presidente como expresiones fifí en directa relación a la proveniencia social (encumbrada) se sus mentores y activistas.

La decisión del partido Morena de enfrentar a las mafias de los
hidrocarburos (dedicadas en forma sistemática al hurto de gasolina de
los ductos y su posterior comercialización a las empresas expendedoras,
actividad conocida como huachicoleo) sumada a la
reconfiguración de PEMEX, con el objetivo de garantizar el
autoabastecimiento (prescindiendo de las refinerías radicadas en
territorios de su vecino del norte), aglutinaron a quienes perciben que
AMLO procura ser fiel a sus compromisos de campaña.
En las últimas semanas los think tanks de Washington convergieron con la marcha fifí
en cuestionar las políticas del gobierno mexicano, orientadas a
recuperar los resortes estratégicos de la planificación de PEMEX. Sus
críticos locales y vecinos coincidieron, en forma nada casual, en
catalogar como vetustas y contrarias a las modernizaciones encaradas por
los gobiernos neoliberales que lo precedieron. [3]
Canadá, Estados Unidos y México se encuentran abocados a reconfigurar
el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (en inglés North American Free Trade Agreement,
NAFTA) bajo los parámetros exigidos por Trump, luego de asumida su
presidencia en 2016. Esa demanda del magnate republicano consiste en la
búsqueda por recuperar los puestos de trabajo en territorio
estadounidense que el neoliberalismo transfronterizo y financiarista
instaló como lógica desde los años ’80. El nuevo acuerdo comercial, que
aún debe ser aprobado por los parlamentos de los tres socios, se titula Tratado México, Estados Unidos y Canadá
(T-MEC) o USMCA y no parece gozar con mucha simpatía por parte de la
bancada demócrata, mayoritaria en la actualidad en una de las dos
Cámaras del congreso ubicado en Washington.
Además de la disputa del muro fronterizo, otra de las disputas que se
avecinan se vincula con el Plan para la Pacificación del país que ha
lanzado el Gobierno de AMLO y que pretende legalizar la comercialización
de marihuana en conjunto con una desmilitarización de la lucha contra
el narcotráfico y la aplicación de enfoques de inclusión laboral de los
jóvenes para evitar su cooptación por parte de las corporaciones del
narcotráfico. La negativa de AMLO de no suscribir la ofensiva
injerencista contra Venezuela y sus políticas de clara orientación
soberana preanuncian crecientes niveles del conflicto con su vecino
norteño.
Colombia y México están separados por 1500 kilómetros. Pero
comparten, al decir de ciertas reminiscencias guadalupanas, una lejanía
existencial y una cercanía maldita: “Pobres de aquellos que se
encuentran tan lejos de Dios y, al mismo tiempo, tan cerca de Estados
Unidos”.
Notas
*Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la). Publicado en cohetealaluna.com
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