Las protestas populares
que en abril de este año estallaron de manera espontánea en diversas
ciudades de Nicaragua, logrando prolongarse en términos cuasi
insurreccionales por un periodo de tres meses, se saldaron con un
trágico y elevado saldo de muertos y heridos. Más allá de Nicaragua,
estos acontecimientos han puesto a prueba, una vez más –como ya ocurrió
antes con las protestas que se produjeron en la segunda mitad del siglo
XX en los países del "socialismo real" de Europa del este–, la capacidad
de las corrientes que se reivindican de izquierda para orientarse ante
este tipo de situaciones.
En efecto, la apreciación de lo ocurrido
en Nicaragua ha ocasionado una división palpable y profunda en las filas
de la izquierda latinoamericana. Bastaría para ilustrarlo confrontar,
entre muchos otros, los pronunciamientos dados a conocer sobre el
significado de estos acontecimientos por Manuel Cabieses,
solidarizándose con el "heroico pueblo de Nicaragua" en su lucha contra
la "dictadura corrupta y grotesca de Daniel Ortega y Rosario Murillo" y
por Atilio Borón, dando su respaldo a Ortega, porque a pesar de sus
ostensibles y gravísimos "errores" aun seguiría siendo el "timonel" de
la revolución y, sobre todo, por temor a "lo que vendría después" en el
caso de que éste fuese obligado a dejar el gobierno.
En verdad,
más allá de lo acertado o erróneas que puedan ser las apreciaciones
contingentes sobre lo sucedido, lo que se juega en estos contradictorios
posicionamientos, frecuentemente cargados de pasión y
descalificaciones, son definiciones muy de fondo, como clara expresión
de la crisis de perspectivas en que se debate hoy una izquierda surcada
por un abanico de concepciones radicalmente distintas sobre lo que en
verdad implica ostentar ese posicionamiento en el mundo actual.
Particular gravedad es la que revisten a este respecto algunas de las
concepciones que existen sobre lo que implica ser un partidario,
consistente en las ideas y consecuente en la práctica, del socialismo
como proyecto de emancipación humana.
De allí la importancia de
considerar estas tomas de posición a la luz de lo que realmente ha
sucedido en Nicaragua a fin de poder apreciar si ellas han sido dictadas
por consideraciones más bien superficiales, falsos dilemas o meros
deseos más que atendiendo a los hechos y su claro e incuestionable
significado. Ello permitirá apreciar a su vez el grado de consistencia
que ellas guardan con los principios y valores que identificaron
históricamente a las fuerzas de izquierda en sus orígenes y que nunca
han debido ser desatendidos porque son los que le dan real sentido y
legitimidad a sus luchas.
Es desde esa perspectiva que en este
texto me propongo examinar brevemente primero lo ocurrido en Nicaragua a
lo largo de los tres meses que siguen a las protestas iniciadas el 18
de abril a fin de poder aquilatar el significado de lo sucedido y las
causas que han permitido que la situación política del país haya
evolucionado hasta llegar a desencadenar esta crisis. Luego abordaré, en
líneas gruesas, lo que considero son los problemas más de fondo a los
que las fuerzas de izquierda se ven inevitablemente confrontadas por
situaciones como ésta en el mundo de hoy.
El estallido de la crisis y su carácter
Como es sabido, la crisis se inicia con la promulgación el 18 de abril
de la reforma al sistema de pensiones administrado por el Instituto
Nicaragüense de Seguridad Social (INSS), cuyo diseño fue decidido por el
gobierno bajo la presión del FMI. Esta reforma contemplaba incrementar
gradualmente el aporte de los empleadores del 19% actual hasta llegar a
un 22,5% en 2020, elevar también el aporte de los trabajadores del 6,25%
a un 7% a la vez que reducir en un 5% el monto de las pensiones. Si
bien los empresarios se mostraron reticentes a aceptar esta reforma en
los términos señalados por el gobierno, lo que obviamente generó el
mayor rechazo en la población fue el recorte de las pensiones que
afectaría principalmente a los sectores más vulnerables.
Las
primeras manifestaciones de protesta se produjeron ese mismo 18 de abril
y se extendieron por todo el país al día siguiente, siendo reprimidas
no solo por la policía y sino atacadas duramente también por miembros de
la organización juvenil del orteguismo. Como resultado de estos
enfrentamientos se produjeron ya las primeras tres víctimas fatales y
casi una cincuentena de heridos. Fue este hecho el que, caldeando
intensamente los ánimos de la población, gatilló la masificación de las
protestas y a la vez tornó más beligerantes sus formas de lucha en las
barriadas populares y en el entorno de las universidades con el fin de
hacer frente a la policía y a los grupos paramilitares que intentaban
impedirlas.
En efecto, lo más grave, y que marcaría hacia
adelante el rumbo de los acontecimientos, fue la exagerada reacción que
desató en el orteguismo el temor a una rápida generalización de las
protestas y que, paradojalmente, condujo precisamente al resultado que
el régimen deseaba evitar. Esa sobrerreacción se plasmó ante todo en lo
que el ex comandante histórico del sandinismo Humberto Ortega calificó
posteriormente como "el actuar impune de ilegales civiles armados
encapuchados parapoliciales que disparan a mansalva y ejercen controles
solo permitidos por la ley a las autoridades policiales o militares".
En el mismo sentido cabe consignar las apreciaciones vertidas al inicio
de esta crisis por Jaime Wheelock, otro de los históricos ex
comandantes sandinistas que, sin considerarse un opositor al gobierno de
Ortega, le dirige una carta en cuyos cuatro primeros puntos señala:
"1. El decreto que reformó el INSS por su contenido y forma fue un grave error político, técnico y legal del gobierno.
- Se afectaron los derechos económicos adquiridos y los ahorros de un millón de cabezas de familia, sin dar solución práctica a la grave situación financiera del INSS.
- A causa de ello una importante mayoría de la población al frente de la cual están los estudiantes universitarios y hasta hijos de altos dirigentes del ejército, la policía y del FSLN, se han movilizado a expresar su legítima protesta.
- La reacción de las autoridades ha sido desproporcionada con empleo de Armas de fuego por la Policía y grupos de choque que han causado decenas de muertos y centenares de heridos entre nuestra población."
Como resultado de todo ello, el número de muertos y heridos
efectivamente escaló con rapidez. Es por esto último que, a pesar de que
el 22 de abril gobierno dejó sin efecto la reforma recién promulgada,
las protestas continuaron, demandando esta vez la salida de Ortega. En
muchos lugares la indignación llevó a los pobladores y estudiantes a
levantar "tranques" (barricadas) y a defenderlos premunidos de piedras,
hondas, bombas incendiarias y "morteros" artesanales. Si bien estos
últimos elementos fueron exhibidos luego por la policía como prueba del
carácter violento de estas acciones, hay que decir que se trata de un
medio de autodefensa que ha sido utilizado desde hace décadas en las
luchas sociales nicaragüenses.
En algunos lugares se produjeron
también algunos saqueos a supermercados, se atacaron locales
gubernamentales y del partido de gobierno, y también asaltos a algunas
iglesias, estaciones de radio y residencias particulares. El número de
muertos y heridos –en su mayor parte manifestantes antigubernamentales
pero también algunos policías y partidarios del gobierno– continuó
aumentando día a día hasta alcanzar cifras cada vez más espeluznantes.
Ambas partes han reportado también, en el marco de estos disturbios,
algunos episodios de extrema crueldad como la quema viva de algunas
personas.
El gobierno intentó frenar las protestas con un
llamado al diálogo con los sectores de oposición y con la mediación de
la Iglesia católica. Se sucedieron luego manifestaciones masivas
exigiendo la salida de Ortega y otras organizadas por el gobierno
movilizando a sus partidarios. Finalmente, tras un periodo de tres meses
de enorme turbulencia social y política, el extraordinario esfuerzo
represivo desplegado por el gobierno logró desmontar los tranques y
despejar las calles, apagando el último foco de esta forma de
resistencia antigubernamental precisamente en el célebre bastión
histórico del sandinismo: la barriada indígena de Moninbó en la ciudad
de Masaya.
Ortega y quienes se han solidarizado con el accionar
represivo de su gobierno se niegan tenazmente a reconocer el carácter
legítimo, justo y popular de la protesta, empecinándose en señalar que
lo que ha estado detrás de ella es una intentona "golpista" instigada
por "la ultraderecha y el imperialismo", apelando para ello a la acción
de "hordas fascistas" y del lumpen con el objetivo de sembrar el caos y
llevar a cabo acciones "terroristas". Más aun, todo esto sería parte de
la estrategia de "guerras de cuarta y quinta generación" impulsadas por
el imperialismo para derribar a los gobiernos que, como el de Ortega, no
aceptan doblegarse dócilmente a sus exigencias.
En el caso de
Nicaragua los motivos principales de este intento de golpe reaccionario
serían de carácter "geoestratégico" dado que la política internacional
independiente del gobierno nicaragüense respecto de los Estados Unidos
lo habría llevado a permitir el reciente incremento de la presencia rusa
y china en ese país (instalación de una estación rusa de rastreo
satelital y la construcción de un canal bioceánico por una empresa
china). En consecuencia, para quienes esgrimen este relato de lo
sucedido, no habría más que una alternativa posible: ¡o se respalda
clara e incondicionalmente al gobierno de Ortega o se está del lado del
imperialismo norteamericano!
Así de simple, clara y tajante
sería la disyuntiva ante la que nos habría colocado la crisis política
de Nicaragua, como lo enfatiza bien la resolución sobre el particular
adoptada por el XXIV Encuentro del Foro de Sao Paulo, reunido a mediados
de julio en La Habana. Según afirma dicha resolución, el elevado número
de muertes producidas no sería fruto de la represión sino de
"enfrentamientos provocados por la derecha fascista" ya que habría "una
cantidad similar" de bajas por ambos lados. Por lo tanto, quién en lugar
de brindar un decidido respaldo al gobierno encabezado por la pareja
Ortega-Murillo y sus esfuerzos por mantenerse en el poder, se solidariza
en cambio con "los terroristas" de la "ultraderecha", que salieron a
las calles en todo el país para protestar contra el recorte de las
pensiones y la macabra brutalidad de la represión desatada luego en su
contra, no sería más que un despreciable lacayo del imperialismo.
Esta ha sido la cínica y maniquea posición adoptada principalmente por
las corrientes que proceden del stalinismo junto a varias de las que se
identifican a sí mismas como "progresistas", unificadas ambas en la
región en torno a proyectos de gobierno "neodesarrollistas", desde los
que han buscado constituir en la región una alternativa al
"neoliberalismo". No obstante, al observar atentamente lo sucedido en
Nicaragua, la primera y más elemental constatación es que dicha toma de
posición no se encuentra en sintonía con los hechos, que son presentados
de una manera ostensiblemente distorsionada, sino que responde más bien
al alineamiento político internacional asumido por dichas agrupaciones y
corrientes en virtud de pragmáticos cálculos de interés y apoyo mutuo
surgidos de y asociados a sus respectivas "razones de Estado".
En primer lugar, siendo políticamente elemental juzgar, tanto a las
personas como a los gobiernos, no por lo que dicen ni por los ropajes
con que se visten sino por lo que efectivamente hacen, no es un secreto
para nadie que, lejos de lo que cabría esperar de un genuino gobierno de
izquierda, el de Ortega ha estado aplicando desde hace años en
Nicaragua políticas económicas que sintonizan bastante bien con las
demandas y expectativas del FMI y los intereses del gran capital. Solo
que, como en el caso de otros gobiernos "progresistas" de la región,
ellas han ido acompañadas con algunos programas sociales de carácter
asistencial. No es de extrañar entonces que, como parte de sus planes de
"ajuste", el gobierno se atreviera a incluir en su reforma del sistema
de pensiones nada menos que … ¡un recorte de las mismas!
Por lo
tanto, más allá de la retórica izquierdista y hasta "revolucionaria"
que utiliza y de los símbolos con que se cubre, el régimen encabezado
por la pareja Ortega-Murillo, en virtud de las políticas económicas y
planes de ajuste que efectivamente ha estado llevando a cabo, de común
acuerdo con el gran empresariado y los organismos rectores del sistema
capitalista mundial, no puede ser reconocido como de izquierda, es decir
claramente comprometido con la defensa de los derechos, intereses y
anhelos del pueblo trabajador. Se trata más bien de un gobierno que, si
bien se presenta a sí mismo como de izquierda y mantiene cierto grado de
independencia de Washington en materia de política exterior, de hecho
lleva a cabo políticas de derecha.
En segundo lugar, es de toda
evidencia que la derecha empresarial nicaragüense, que en la práctica
ha venido cogobernando con Ortega, tampoco tenía interés político alguno
en desahuciar sus acuerdos de fondo con el orteguismo ni la capacidad
de desatar, en función de una mejor defensa de sus lucrativos negocios,
una protesta social de la envergadura y beligerancia que hemos
presenciado. Esto lo ha reconocido incluso Carlos Fonseca Terán, uno de
los principales ideólogos del régimen, al sostener, en un artículo
fechado el 16 de agosto, que los representantes de los sectores
“golpistas” invitados a participar en el diálogo propiciado por el
gobierno con la mediación de la Iglesia católica no estaban en
condiciones de comprometerse a levantar los tranques porque
“aún en caso de haber estado de acuerdo o de haber tenido la voluntad de
hacerlo como un aporte a la paz, no habrían podido, porque la gente que
estaba en los tranques –como la inmensa mayoría de las personas que de
alguna manera participaron en las acciones violentas o en las protestas
en contra del gobierno– no les iban a hacer el más mínimo caso. Por el
contrario, fueron y son abundantes las manifestaciones de rechazo a esta
falsa cúpula por parte de la misma gente movilizada”
Con esto el orteguismo reconoce dos cosas: primero que, al revés de lo
que insistentemente ha querido hacer creer, lo ocurrido efectivamente
fue un levantamiento espontáneo de gran parte de la población, por mucho
que luego se diga que esta masiva manifestación de protesta fue
manipulada por las fuerzas de la derecha, que por cierto también existen
y actúan en Nicaragua; y segundo, que en la mesa de diálogo convocada
por el gobierno para buscar una salida políticamente consensuada a la
crisis, y en la que sí estuvieron representados la derecha y los poderes
fácticos empresariales, la que no estuvo representada en cambio fue la
mayor parte de los reales protagonistas de la protesta. Los espectros de
las “hordas fascistas”, que de manera calumniosa han sido invocados por
el orteguismo para criminalizar la protesta y justificar su represión,
se evaporan así como por encanto.
En tercer lugar, el
imperialismo tampoco se había mostrado hasta ahora mayormente interesado
en impulsar una campaña de hostigamiento y desgaste en contra del
gobierno de Ortega y mucho menos para intentar derribarlo. Su poderoso
aparato mundial de propaganda y desinformación mediática reaccionó
incluso con bastante lentitud para dar cuenta de lo que estaba
sucediendo en Nicaragua. Por lejos, nada parecido a lo que los yanquis
hicieron contra el gobierno de Salvador Allende o a su persistente
campaña mediática contra el régimen de Maduro en Venezuela. Tanto es así
que, aludiendo precisamente a este evidente contraste, Andrés
Oppenheimer, un conocido propagandista del imperialismo norteamericano,
se ha quejado y mostrado abiertamente sorprendido por la suave reacción
de EEUU y la OEA ante estos acontecimientos (https://www.elnuevoherald.com/noticias/sur-de-la-florida/article212817139.html).
Otra cosa es que, tras el baño de sangre producido y el profundo y
generalizado rechazo que actualmente impera en tan amplios sectores de
la población en contra del gobierno, los círculos imperialistas observen
con preocupación, lo mismo que los sectores empresariales autóctonos,
igualmente interesados en estabilizar la situación política en ese país,
lo que pudiese ocurrir si Ortega persiste en su negativa a ofrecer una
salida política a la crisis que distienda la situación y procure, en
alguna medida al menos, relegitimar al sistema político-institucional
actualmente vigente en Nicaragua.
En efecto, desde la
perspectiva de los intereses del gran capital, si un gobierno no se
muestra capaz de controlar a la población, y garantizar con ello la
gobernabilidad que demanda la buena marcha de sus negocios, es
preferible cambiarlo a fin de apaciguar el descontento. Es por eso que
el gobierno de EEUU, que en los años setenta propició en el Cono Sur de
nuestro continente el establecimiento de dictaduras militares
fuertemente represivas, luego, cuando éstas ya no pudieron controlar el
rechazo que su existencia y sus políticas suscitaban en la población,
tornándose la situación cada vez más explosiva y amenazante, alentó su
reemplazo por gobiernos civiles que permitieran descomprimir la
situación.
Por lo tanto, a nadie le puede caber la menor duda de
que, ante cualquier manifestación de descontento popular que afecte a
algún gobierno que no le sea totalmente obsecuente o cuya permanencia no
sintonice, por algún motivo, con sus intereses, el imperialismo siempre
va a hacer sus propios cálculos para tratar de sacar el mayor partido
posible a este tipo de situaciones. Pero de ello no cabe concluir, en
forma maniquea, que toda manifestación de protesta en contra de un
gobierno que presuma ser "revolucionario", "popular" y/o
"antiimperialista", con independencia de lo que él mismo haya hecho para
provocarla, solo pueda interpretarse como un producto directo de la
injerencia imperialista. Después de todo ¡el pueblo también suele tener
una capacidad propia de indignarse y reaccionar ante claras situaciones
de injusticia y matonaje!
Por otra parte, el incondicional y
activo rechazo de los revolucionarios ante cualquier agresión
imperialista o intentona golpista dirigida en contra de un pueblo y sus
conquistas tampoco tendría que conllevar, necesariamente, un respaldo
político a quienes lo gobiernan. Así por ejemplo, el tajante repudio de
la izquierda mundial a la agresión llevada a cabo por el imperialismo en
contra de Irak o de Argentina no implicó solidarizarse en lo más mínimo
con regímenes antipopulares como los de Sadam Hussein o Leopoldo
Galtieri. Del mismo modo, cuando a fines de agosto de 1917 los
bolcheviques llamaron a combatir el intento de golpe de Estado del
General Kornilov lo hicieron sin brindar ningún apoyo político al
gobierno de Kerensky.
En todo caso es claro que la explicación
de un acontecimiento social de la envergadura alcanzada por las
protestas contra el gobierno en Nicaragua, que además se desata tan
abruptamente, "como un rayo caído desde un cielo sereno", no puede
hallarse en las fantasmagóricas especulaciones sobre un intento de
"golpe de Estado", planeado y ejecutado por la "ultraderecha" y el
imperialismo, invocadas por el orteguismo. Ello solo puede obedecer a la
existencia de un profundo y hasta ahora silencioso rechazo del pueblo
trabajador a las políticas que desde el gobierno se han estado
imponiendo sobre él. De lo contrario, cualquier llamado a protestar o
cualquier acción dirigida a provocar un enfrentamiento violento con la
policía, sea de "la ultraderecha y el imperialismo" o de cualquier otro
sector político, hubiese caído obviamente en el vacío.
Para
calificar las protestas como un intento de golpe de Estado, largamente
fraguado por los agentes del imperialismo, como se ha empecinado en
hacerlo el orteguismo, es necesario distorsionar completamente el
significado de esta expresión. En efecto, como todo el mundo sabe, y aun
cuando en ambos casos lo que se intente sea deponer al gobierno, existe
una clara y fundamental diferencia entre un golpe de Estado propiamente
tal y un levantamiento popular que por su intensidad logra adquirir
ribetes de carácter insurreccional, como fue el ocurrido ahora en
Nicaragua: que el primero lo protagoniza el propio aparato militar del
Estado, o al menos una parte de éste, mientras que el segundo es
expresión política de una radical y masiva movilización popular.
Se trata, por tanto, de situaciones completamente distintas, aun cuando
suele haber también, desde luego, una relación entre ambas. Un golpe de
Estado puede producirse a partir de una situación de aguda crisis
política y conmoción social generalizada, como ocurrió en el Chile de
1973, al tiempo que un movimiento insurreccional normalmente triunfa
cuando es capaz de quebrantar la cohesión del aparato militar y ganar
para su causa al menos a una parte de él, como ocurrió en Rusia en 1917 o
en Irán en 1979. Obviamente, puede haber además un sinnúmero de
variantes asociadas a uno u otro tipo de acontecimiento. Pero lo claro
es que no corresponde calificar como un intento de golpe lo ocurrido en
Nicaragua, aun cuando la aspiración y el objetivo de sus protagonistas
fuese poner término al gobierno de la pareja Ortega-Murillo.
En
consecuencia, resulta inevitable concluir que la masividad de la
protesta ocurrida en Nicaragua solo ha hecho emerger a la superficie el
iceberg del descontento de muy amplios sectores de una población cansada
ya de soportar la prolongada deriva políticamente autoritaria,
económicamente neoliberal y culturalmente retrógrada del régimen. Lo que
hemos podido observar ha sido en realidad una explosión espontánea de
descontento popular, cuyas manifestaciones iniciales, al ser brutalmente
reprimidas por el gobierno y sus partidarios con métodos que sobrepasan
ampliamente los de una institucionalidad democrática, despertaron la
indignación que las generalizó rápidamente. Se comprueba así, una vez
más, que "una chispa puede incendiar la pradera" cuando ésta se
encuentra ya suficientemente seca.
Antecedentes y trasfondo de lo ocurrido
Cabe preguntarse entonces por el trasfondo de ese descontento social
que terminó por estallar abruptamente el 18 de abril. En realidad, la
deriva antipopular del régimen orteguista no es algo reciente sino la
expresión del largo y progresivo proceso de descomposición política y
moral experimentado por el sandinismo bajo el liderazgo reformista,
crecientemente personalista y corrupto, de Ortega y sus partidarios más
cercanos. Algo que quizás el épico recuerdo del magnífico alzamiento
popular que en 1979 derrocó a Somoza y alimentó sueños de justicia
largamente postergados del pueblo nicaragüense le ha impedido a muchos
apreciar con la debida claridad.
Los primeros síntomas de esto
se hicieron ya presentes incluso bajo el gobierno del FSLN de los años
ochenta, contribuyendo decisivamente a su ulterior derrota electoral de
1990. No está demás recordar que, advirtiendo claramente el carácter
servil de las burguesías latinoamericanas frente al imperialismo y la
falta de perspectivas de toda política de colaboración de clases con
ellas, el Che había señalado que la disyuntiva que se planteaba en
nuestro continente era la de "revolución socialista o caricatura de
revolución". Actuando, en cambio, bajo el supuesto de que la revolución
que habían encabezado solo podía tener un carácter "democrático", luego
de conquistar el poder los sandinistas se limitaron a expropiar los
bienes de la familia Somoza y de sus colaboradores más cercanos,
mostrándose reticentes a avanzar en una perspectiva claramente
anticapitalista y permitiendo, por el contrario, el fortalecimiento de
otros sectores de la burguesía Nicaragüense.
Es decir, la
revolución sandinista, a pesar de la radicalidad de los métodos en que
debió apoyarse para triunfar y de la agresión armada que debió enfrentar
luego de parte de los sectores más conservadores, armados y entrenados
por el imperialismo yanqui, no se planteó como objetivo una
transformación radical de la economía en un sentido socialista sino solo
la realización de un proyecto "progresista" de modernización en el
marco del capitalismo. Por lo tanto, si bien se fortaleció el rol del
Estado en la economía, imprimiéndole a ésta un sello de mayor justicia
social, ello se hizo sin amagar sustantivamente el de la gran empresa
capitalista, aunque esta vez desde una posición de mayor independencia y
defensa de los intereses nacionales.
Este marco de acción
programático fue asumido y justificado por la dirección del FSLN, que se
identificó abiertamente con una orientación de carácter
socialdemócrata, hasta el punto de solicitar formalmente su afiliación a
la llamada "Internacional Socialista", de la que hasta hoy continúa
siendo uno de sus miembros de derecho pleno. Es en este contexto que,
junto a la consolidación de un estilo de liderazgo autoritario, fueron
apareciendo los primeros síntomas preocupantes de lo que posteriormente
llegaría a ser una corrupción desembozada, cuyo episodio más escandaloso
fue el reparto de propiedades y bienes públicos entre algunos
dirigentes del FSLN que tuvo lugar inmediatamente después de su derrota
electoral de 1990: lo que los medios nicaragüenses se apresuraron a
bautizar con sarcasmo como "la Piñata".
Resulta ilustrativo
citar aquí sobre esto algunas de las reflexiones realizadas por Augusto
Zamora, que vivió este proceso desde las filas del propio sandinismo:
"Lo criticable es que haya sido necesaria la derrota electoral para que
la dirigencia sandinista se viera obligada a legalizar, de forma
precipitada y desordenada, la democratización de la propiedad en
Nicaragua, que fue uno de los mayores logros de la revolución. Esa
circunstancia fue lo que posibilitó que una minoría dentro del FSLN
abusara y se enriqueciera ilícitamente, arrastrando con ella la
reputación duramente ganada por la masa sandinista. Aplicando el refrán
de "a río revuelto, ganancias de pescadores", esa minoría hizo su agosto
entre marzo y abril, en lo que constituyó la derrota moral del
sandinismo, más grave en muchos sentidos que la derrota electoral"
Y aludiendo luego a las razones esgrimidas para justificar este proceder, Zamora agrega:
"Recurrir a los años de clandestinidad para justificar un
enriquecimiento ilícito no es el mejor camino, ni el más inteligente.
Ese silogismo haría que guerrillero se hiciera sinónimo de pirata o
bucanero. A fin de cuentas, también ellos arriesgaban sus vidas, morían y
pasaban mil privaciones esperando dar el golpe que les sacaría de
pobres. Puestos a escoger entre ambas situaciones, me quedaría con el
pirata, pues éste no engañaba a nadie diciéndole que luchaba por un
mundo mejor y más justo, sino sólo para enriquecerse. Si todos caemos en
la tentación del dinero fácil no nos distinguiremos unos de otros."
Ortega, que tuvo incluso la osadía de justificar "la Piñata", es decir
la desvergonzada apropiación de bienes públicos por una parte de la
cúpula del FSLN, como una iniciativa necesaria para disponer de los
medios materiales que posibilitaran la sobrevivencia política del
sandinismo, intentó bajarle el perfil a las críticas en los siguientes
términos:
"En el fondo, muchas de las quejas que hemos
encontrado a causa de la piñata son una reacción muy humana... ¿Por qué a
él sí y a mí no? Más se presentan entre los sandinistas las quejas como
un problema de falta de justicia que como un problema de falta de
ética. A última hora el razonamiento que más abunda es: ¿por qué no nos
dieron a todos?" (http://www.envio.org.ni/articulo/670)
En 1992, Eduardo Galeano, el reconocido y admirado autor de Las venas abiertas de América latina, se limitó a comentar con tristeza:
"Nicaragua … que viene de una década de asombrosa grandeza, ¿podrá
olvidar lo que aprendió en materia de dignidad y justicia y democracia?
¿Termina el sandinismo en algunos dirigentes que no han sabido estar a
la altura de su propia gesta, y se han quedado con autos y casas y otros
bienes públicos? Seguramente el sandinismo es bastante más que esos
sandinistas que habían sido capaces de perder la vida en la guerra y en
la paz no han sido capaces de perder las cosas".
Sin embargo, el progresivo derrumbe político y moral de la fuerza
política liderada por Ortega, que conduciría también a sucesivas
rupturas del FSLN, no terminó allí. En el terreno de las definiciones
políticas lo primero en esta vía fue la interpretación que la mayoría de
la cúpula sandinista hizo de las causas de su derrota electoral de
1990. Al igual que lo ocurrido con la mayor parte de la vieja izquierda
chilena tras el golpe de 1973, la idea predominante fue que bajo su
gobierno se había pecado de un excesivo radicalismo, permitiendo que las
cosas fuesen demasiado lejos. En consecuencia, se hacía necesario
moderar aun más los objetivos. A esto contribuyó también el hecho de que
en ese mismo periodo se asistía al dramático cambio de la situación
mundial provocado por el derrumbe de los "socialismos reales". Lo cierto
es que desde entonces la mayor parte del viejo liderazgo sandinista se
ha ido desplazando cada vez más hacia el "centro".
Un hito en
esta trayectoria lo constituyó el acuerdo de distribución institucional
del poder, regularización de los temas patrimoniales pendientes –lo que
algunos calificaron como "segunda piñata"– y mutua impunidad alcanzado
en 1998 entre Daniel Ortega y Arnoldo Alemán, el archicorrupto líder del
Partido Liberal que ocupó la presidencia de Nicaragua entre 1997 y
2002. Con este acuerdo, negociado a puertas cerradas entre ambos, se
daba término según ellos al proceso de transición iniciado en 1990. La
justificación política de este paso esgrimida por Ortega fue entonces
una argumentación usualmente utilizada por los defensores del statu quo y
que configura de hecho una solapada extorsión sobre los sectores
populares: la necesidad de asegurar la convivencia pacífica, duramente
alcanzada en el país tras largos años de sangrientos y dolorosos
conflictos, consolidando la estabilidad del sistema
político-institucional. Solo ello permitiría alejar la posibilidad de un
nuevo estallido de violencia.
En virtud de dicho pacto se
procedió a modificar en la Constitución las normas para acceder al
gobierno y al parlamento –estableciendo de hecho una suerte de duopolio
como el que impera en la mayoría de las "democracias" capitalistas–, a
distribuir entre los partidarios de ambos sectores los cargos más
importantes de las principales instituciones del Estado y a dar
definitiva seguridad a la situación patrimonial de los dirigentes y
partidarios del orteguismo. Además, dicho compromiso permitió también
que tanto Ortega como Alemán pudieran brindarse mutua protección frente a
los cargos que ambos debieron enfrentar posteriormente ante las
instancias judiciales, de abusos y violación formulados por su hijastra
en el caso de Ortega y de corrupción en el caso de Alemán.
Lo
característico de los sistemas políticos duopólicos, que existen en la
mayoría de las "democracias" capitalistas, es que permiten que el
sistema opere con gran estabilidad al configurar una suerte de régimen
de "partido único" con dos cabezas. Una, más conservadora, encargada de
hacer una apología clara, directa y permanente de las supuestas bondades
de una "economía de mercado" sin interferencia estatal, y la otra, de
apariencia más "progresista", encargada de hacerse eco y canalizar las
aspiraciones de los sectores "subalternos", estableciendo en defensa del
"interés público" algunos límites y regulaciones al accionar del gran
empresariado. Esta configuración del sistema político-institucional, en
connivencia con los poderes fácticos empresariales, ejerce también, por
diversas vías, un control casi absoluto de los medios de comunicación
masivos, alineados en defensa del "sistema democrático" tal como estos
sectores lo escenifican, descalificando y excluyendo del debate público a
las corrientes políticas "díscolas".
El acuerdo Ortega-Alemán
se orientó también en este sentido, bloqueando la posibilidad de que las
corrientes críticas del sandinismo, contrarias a Ortega, pudiesen
acceder al escenario político establecido. Luego, para las elecciones de
2006, en que resultará finalmente vencedor, Ortega no tendrá el menor
empacho en concurrir a ellas aliado con el banquero liberal y ex
dirigente de la Contra Jaime Morales Carazo, que se convertirá entonces
en Vicepresidente de Nicaragua. Cabe agregar que antes de esta elección,
Ortega había sellado también su reconciliación con el Cardenal
ultraconservador Miguel Ovando y Bravo, declarándose un ferviente
católico y allanándose a impulsar la revocación del aborto terapéutico
que había estado vigente en Nicaragua desde hacía 170 años. A propósito
de esta retrógrada medida, que hace hoy de Nicaragua uno de los únicos
tres países en el mundo en que el aborto se halla prohibido a todo
evento, Galeano declaró en una entrevista:
"En el año 1836,
Nicaragua fue uno de los primeros países que legalizó el aborto en los
casos en que corriera peligro la vida de la mujer. En ese momento
gobernaba en Nicaragua el partido conservador, un partido de derecha y
que promulgó la ley. Pasó un siglo y medio más o menos y un gobierno de
izquierda, sandinista, anuló la ley… bajo esos parámetros, que me
aclaren qué es izquierda y qué es derecha, porque si izquierdista es el
gobierno que ilegalizó el aborto que había legalizado un gobierno de
derecha entonces estamos todos locos. Habría que recuperar el sentido de
las palabras". (http://www.puntofinal.cl/775/galeano775.php)
Una clara expresión de la cada vez más pronunciada contrición
ideológica y política efectuada por los antiguos líderes del sandinismo,
buscando exculparse de sus supuestos pecados "izquierdistas" del
pasado, fue la tesis del "centrismo" formulada y defendida como
orientación política por el ex teórico del "tercerismo" Humberto Ortega.
Se trata de un planteo que exalta, como modelo de sociedad capaz de
equilibrar la justicia social con la libertad individual, al llamado
"socialismo nórdico" y que propicia como línea de acción política la
búsqueda de una amplia convergencia entre las fuerzas de izquierda y
derecha
"como un medio civilizado que produzca el programa de
Nación que profundice el sistema democrático en diálogo transparente y
permanente para consensos y acuerdos políticos que se instrumenten
institucionalmente … El centrismo que aliente al capital y a las fuerzas
sociales a producir en armonía las riquezas para vencer la miseria y
pobreza que agobia a la Nación".
En esta misma búsqueda de la armonía social bajo el capitalismo se
sitúan las apreciaciones formuladas, inmediatamente después del triunfo
electoral de Ortega en el año 2006, por Tomás Borge, quien fuera junto
con Carlos Fonseca Amador uno de los fundadores del FSLN. En una
entrevista concedida entonces al diario Clarín de Buenos Aires, Borges
sostuvo que, a diferencia de las posiciones que defendió el FSLN en los
años ochenta, "ahora somos una izquierda realista, lúcida, fieles a los
intereses de los pobres". E interrogado luego sobre lo que para él
significa ser de izquierda respondió: "trabajar por los pobres, pero sin
pelearnos con los ricos, porque eso es posible". http://lanacion.cl/2006/11/08/sandinismo-tendremos-muy-buenas-relaciones-con-chile/
Se podría abundar extensamente en señalar los hechos y dichos que
marcan de manera clara e inequívoca el carácter del régimen orteguista,
cuyo accionar en el plano político interno, más allá de la engañosa
retórica y simbología que utiliza, no tiene nada que permita
caracterizarlo como genuinamente de izquierda. Al menos si por ello
entendemos una política que se encuentre en clara sintonía con los
intereses y demandas populares más sentidas. Los hechos son
suficientemente claros a este respecto, salvo que, como dice Galeano,
nos hayamos vuelto todos locos y cerremos torpe y empecinadamente los
ojos ante todo lo que efectivamente ha ocurrido.
Sólo la
relativa independencia que el gobierno de Ortega ha mantenido en el
plano de su política exterior con respecto a la potencia hegemónica del
sistema, como expresión de una posición estrechamente nacionalista
–similar en su inspiración a la que en su momento fue característica de
los gobiernos populistas que existieron en la región–, es lo que parece
haber dado pie para que algunos continúen viendo en él a un régimen
"izquierdista" y "antiimperialista", acosado por una siniestra conjura
urdida desde Washington. Y esto a pesar de su innegable y permanente
disposición en materia de política económica, fiscal, financiera y
comercial a atenerse a las directrices que trazan los organismos
rectores del sistema capitalista mundial: el FMI, el BM y la OMC.
El contumaz desvarío de una parte de la izquierda
Sin embargo, el torpe respaldo brindado por una parte de las fuerzas
que se reclaman de izquierda en el mundo a la criminal represión
desatada por el régimen de Ortega tiene raíces mucho más profundas.
Configura ante todo una clara reedición de las viejas prácticas
stalinianas que se encuentran a la base de la crisis política y moral en
que actualmente se debaten estas mismas corrientes. Se trata de una
toma de posición que, como hemos visto, no encuentra justificación en
los hechos y que tampoco guarda correspondencia con la identidad
programática, estratégica y ética que cabe esperar, al menos, de quienes
se siguen declarando dispuestos a transformar el mundo para liberarlo
de sus cadenas.
Nada puede estar más alejado de este propósito
que el hacerse eco de las calumniosas acusaciones que el orteguismo ha
lanzado en contra de los luchadores populares. La total falta de
escrúpulos de este tipo de campañas se evidencia claramente en algunos
de los juicios formulados en el artículo ya mencionado de Fonseca Terán
cuando éste, al intentar justificar la acusación de "golpismo" en contra
de quienes protagonizaron las protestas contra el gobierno, se empeña
en dar vuelta la afirmación de que en la represión han sido utilizadas
fuerzas paramilitares. Al no poder negar la actuación de estas últimas,
alega que solo lo han hecho en calidad de "fuerza auxiliar de la Policía
Nacional", y sobre la marcha sostiene que, en cambio,
"las
fuerzas militares organizadas por la derecha en este intento de
derrocamiento de nuestro gobierno sí pueden ser consideradas como
paramilitares, ya que … estuvieron dirigidas por ex militares
sandinistas, traidores a la causa revolucionaria al igual que muchos ex
dirigentes políticos del sandinismo en los años ochenta y que como
ellos, forman parte de esa especie de cofradía ideológica que comenzó
como reformismo socialdemócrata y terminó como ultraderecha, llamada
Movimiento Renovador Sandinista ... razón por la cual también es
legítimo llamar golpe de Estado a este intento de derrocamiento del
gobierno sandinista, ya que por golpe de Estado se entiende el
derrocamiento de un gobierno usando para ello una parte de las fuerzas
institucionales del mismo Estado" (sic)
Como se ve, en el empecinado intento por distorsionar el significado de
lo ocurrido, se apela a un alegato desprovisto de toda lógica y sentido
de la realidad. Considerar a los jóvenes autoconvocados para protestar
contra el infame recorte a las pensiones anunciada por el gobierno y la
brutal represión que éste descargó luego en su contra como "fuerzas
militares", calificar al Movimiento Renovador Sandinista, que según se
afirma dirigía la protesta, como de "ultraderecha" y por último
pretender que la actuación de aquellas curiosas "fuerzas militares",
paupérrimamente pertrechadas, debería ser calificada como un intento de
"golpe de estado", por ser ellas "parte de las fuerzas institucionales
del mismo Estado", es algo simplemente delirante.
Por lo tanto,
si a pesar de todo lo inconsistente y burdo que pueda ser dicho alegato
aun hay sectores que considerándose de "izquierda" se muestran
dispuestos a hacer suyas estas acusaciones y se suman con entusiasmo a
este tipo de campañas de difamación es porque, más allá de una mera
discrepancia episódica, algo mucho más profundo que la mera ignorancia
de los hechos continúa corroyendo y desquiciando el comportamiento
político de estas corrientes. ¿Cómo es que finalmente hemos podido
arribar a una situación como ésta? Para aclararlo resulta imprescindible
acudir, aunque sea de manera esquemática, a la historia de lo que hasta
ahora ha sido efectivamente la "izquierda", ya que habiendo sido éste
término tan manoseado por muchos que sin merecerlo se han cubierto con
sus ropajes, y aun con algunos de sus símbolos más característicos, ha
llegado a perder casi todo significado preciso.
Es por ello
que, solo considerando el origen y evolución de este concepto, así como
de las diferenciadas realidades políticas que subyacen a él, resulta
posible trazar un cuadro aproximado de sus actuales significados. Como
se sabe, la ya clásica dicotomía izquierda-derecha se incorporó al
lenguaje político a partir de la posición que ocuparon en la Asamblea
Nacional Constituyente surgida de la revolución francesa las distintas
fuerzas políticas que se confrontaron en su seno: a la derecha las
conservadoras que buscaban preservar el poder de la monarquía y la
aristocracia, y a la izquierda las que abogaban por una transformación
social que liquidara los privilegios y diera reconocimiento universal a
ciertos derechos sociales y políticos básicos que hasta entonces habían
sido tenazmente negados en nombre de la "voluntad de Dios".
A
partir de entonces, ser de izquierda ha significado siempre estar
comprometido en una lucha por la justicia social, plasmada en un
reconocimiento de la igualdad de derechos entre todos los seres humanos,
lo que a su vez supuso, de manera cada vez más clara, la necesidad de
terminar con toda forma de explotación, opresión y discriminación. Es
por ello que a poco andar, a medida que tras su revolución la burguesía
pactaba con la aristocracia para rechazar las demandas igualitarias del
pueblo trabajador, esta bandera pasó a manos de las expresiones
políticas de clase obrera, explotada por el capitalismo, y de quienes
buscaban representar los intereses de las amplias masas populares en las
naciones sojuzgadas por el imperialismo, identificándose así con el
socialismo como proyecto histórico emancipador.
En
consecuencia, supuso asumir una orientación política dirigida a bregar
por la superación del capitalismo y la construcción de una sociedad sin
explotación, efectivamente democrática, en que imperasen plenamente la
libertad, la justicia y la solidaridad. Y luego, con la expansión
mundial del capitalismo que acrecienta su dominio colonial y
semicolonial sobre los pueblos y naciones de Asia, Africa y América
latina, la lucha por la emancipación de los trabajadores se va a
entrelazar también, de manera indisoluble, con la bandera del
antiimperialismo. Se trata de luchar por la emancipación definitiva de
los seres humanos, permitiéndoles alcanzar así una convivencia pacífica
entre todos. Por lo tanto, los principios y valores de la izquierda
fueron en sus orígenes suficientemente claros y transparentes.
Fue solo con la ulterior influencia y preponderancia alcanzada por las
corrientes reformistas en el seno del movimiento obrero, que en los
países imperialistas se limitaron a operar como el ala "izquierda" y
"progresista" del espectro político burgués, que esta identidad comenzó a
desdibujarse y a tornarse política y moralmente equívoca. Esa
degeneración la experimentaron primero los partidos socialdemócratas,
que comenzaron a operar como celosos guardianes del capitalismo
precisamente cuando éste, sacudido por la mayor crisis de toda su
historia, se veía enfrentado en el centro de Europa, y muy especialmente
en Alemania donde existía un bien organizado y poderoso movimiento
obrero de arraigadas tradiciones socialistas, a la inminente amenaza de
una revolución proletaria.
Las insolubles contradicciones del
capitalismo habían hecho estallar entonces la primera guerra mundial
entre las principales potencias imperialistas, con una destructividad y
una carnicería humana nunca antes vista, agudizando al máximo las
tensiones sociales en el seno de los países que se vieron arrastrados a
este conflicto. Y como una reacción ante la barbarie capitalista en
curso y la degeneración reformista de la socialdemocracia, se va a
comenzar a reconstituir en medio de esa guerra, enarbolando esta vez el
nombre de comunista, una corriente revolucionaria que seguirá
sosteniendo la perspectiva del socialismo como única alternativa real
frente al horror desatado por la crisis estructural del capitalismo.
A partir de entonces ya no será posible hablar de una sola izquierda,
puesto que ese lugar en el escenario político, y muy especialmente en el
seno de las organizaciones obreras, se constituirá en un enconado campo
de disputa entre ambas corrientes: la de una izquierda reformista,
conformada principalmente por la burocracia sindical y política de la
socialdemocracia, y una izquierda revolucionaria, formada principalmente
por el recién constituido movimiento comunista internacional.
No obstante, la única revolución anticapitalista victoriosa que logró
emerger de esta crisis, la gran revolución socialista de octubre en
Rusia, hecha posible por la existencia y el accionar de la izquierda
revolucionaria, se encontró rápidamente enfrentada a una situación de
aislamiento internacional debido al ulterior fracaso de la revolución en
Europa occidental. Esto último obedeció, ante todo, al nefasto y
criminal rol de desorientación, contención y represión que logró
desempeñar, sobre todo en el contexto de la profunda conmoción política
que sacudió a Alemania al término de la guerra, la ya desquiciada
burocracia sindical y política socialdemócrata.
Las fuerzas que
impulsaban el proyecto comunista original, de emancipación de los
trabajadores, se encontraron así, a la cabeza de un inmenso pero
atrasado y devastado país, ante adversidades de una magnitud previamente
no imaginada. Fue en ese difícil contexto que pudo abrirse paso y
finalmente imponerse, invocando aun el nombre y enarbolando los símbolos
del comunismo, una mutación profundamente regresiva en este movimiento,
que terminó desvirtuando completamente el significado de su lucha. En
lugar del socialismo, es decir del autogobierno de los trabajadores, lo
que emergió y se consolidó entonces en la Unión Soviética, por un
prolongado espacio de tiempo, fue solo un proyecto nacional de
desarrollo económico por una vía no capitalista, basado en un sistema
político férrea y herméticamente centralizado.
La
reivindicación del interés nacional frente a la amenaza o al dominio
imperialista, premunido de una retórica sedicentemente "comunista",
terminó por eclipsar en el discurso y hacer desaparecer en la práctica
el proyecto original de emancipación del trabajo. El sujeto social
protagónico del "socialismo real" y de la "revolución democrática" pasó a
ser ahora, en el caso del primero, una capa social de expertos y
funcionarios, materialmente privilegiados, y en el caso de la segunda
los intelectuales que se hallaban a la cabeza de los partidos comunistas
o de los movimientos de "liberación nacional". En la URSS, en base a un
sistema de partido único y "monolítico", esa burocracia pasó a comandar
de manera discrecional la marcha de la economía, cohesionada en la
sumisión y culto a un líder supuestamente infalible, criminalmente
represivo y sin el menor respeto por la verdad histórica.
Así,
se abrió cimentó la perspectiva de un nuevo "despotismo ilustrado" que,
presumiendo gobernar en nombre del pueblo y velar por el interés de la
nación, exigía el sometimiento de todos. Pero para poder desentenderse
del proyecto de emancipación social y política que había animado a la
revolución de octubre, esta contrarrevolución burocrática se vio en la
necesidad de eliminar físicamente a casi toda la vieja guardia
bolchevique que continuaba sosteniendo el "punto de vista del
proletariado" en la lucha de clases. Por desgracia, la mayor parte del
entonces joven e inexperto movimiento comunista internacional, tampoco
fue capaz de reaccionar. Al depositar de manera acrítica una confianza
ciega en el liderazgo del PCUS, se vio también obligado a hacer suya
esta nueva y aberrante manera de entender el "socialismo".
Por
lo tanto, aunque con una connotación distinta a lo ocurrido antes con la
socialdemocracia, esta izquierda comenzó también, en su mayor parte, a
degenerar al mostrarse incapaz de alzar su voz para condenar tanto la
progresiva eliminación de las conquistas políticas y culturales
alcanzadas en los primeros años de la revolución de octubre como la
masiva y sistemática represión desatada sobre los que habían sido sus
más destacados protagonistas, impúdicamente sindicados como "agentes del
imperialismo" y "enemigos del pueblo", aceptando que la historia de la
revolución fuese groseramente falsificada hasta en los registros
fotográficos. En esta profunda degradación política y moral que
experimentó el movimiento comunista internacional, apartándolo del noble
ideario que lo alentó en sus orígenes, se halla en gran parte la
explicación de su ulterior colapso.
Todo el espíritu crítico,
desplegado hasta entonces con intensa pasión por los revolucionarios de
todo el mundo, fue implacablemente purgado de sus filas. Se diluyó el
carácter de clase del proyecto político y se lo sustituyó por el interés
de la "nación", discrecionalmente definido por el líder supremo en el
"socialismo real" o asociado a una orientación puramente reformista en
los países capitalistas. Y en ambos casos se comenzó a ensalzar, como
una muestra de fidelidad a la causa, la exigencia de que los militantes
se limitaran a ser ejecutores silenciosos y obedientes de las órdenes
emanadas y "bajadas" desde las cumbres partidarias. Los Congresos de
tales partidos se convirtieron así en asambleas amañadas, llamadas solo a
aprobar, a mano alzada y de manera unánime, las directrices ya
decididas por la dirección.
¡Qué contraste con la independencia
de juicio con que, siguiendo la tradición clasista y revolucionaria del
movimiento socialista, Rosa Luxemburgo reflexionaba, poco antes de ser
asesinada, sobre la significación, problemas y desafíos que encaraba
entonces la naciente revolución bolchevique en Rusia! La trayectoria
anterior y actual de aquella izquierda que, respondiendo ciegamente a
sus viejos hábitos de obsecuencia, corre ahora a respaldar la criminal
represión del régimen orteguista, corresponde básicamente a aquella que
se halla profundamente moldeada por las concepciones programáticas y
estratégicas fraguadas en el marco de la prolongada y nefasta
experiencia staliniana que, al invocar cínicamente las banderas del
socialismo para encubrir con ellas regímenes opresivos, tanto ha
contribuido a desacreditar la nobleza de su causa en todo el mundo.
Lo realmente clave es el protagonismo de los trabajadores
En consecuencia, lejos de configurar una identidad política claramente
definida, lo que tenemos hoy, a la izquierda del escenario político, son
a lo menos dos grandes cauces, con identidades programáticas,
estratégicas y aun éticas claramente diferenciadas entre sí y también al
interior de cada uno de ellos. Resulta por lo tanto elemental, para
cualquier análisis formulado desde una perspectiva que se reclame de
izquierda en el presente, tener debidamente en cuenta estas
distinciones. De hecho la división de posiciones ante lo ocurrido en
Nicaragua responde en gran medida a esa diferencia de identidades que
existe actualmente en el seno de las fuerzas que se reclaman de la
izquierda.
Por una parte, tenemos un amplio y variado espectro
de corrientes reformistas, por ahora ampliamente mayoritarias,
conformado principalmente por los partidos socialdamócratas, comunistas
de cuño stalinista y numerosos movimientos de carácter populista,
ciudadanista, progresista, etc. Frente a él, un también variado espectro
de corrientes revolucionarias minoritarias de diverso signo:
trotskistas, guevaristas, consejistas, anarco-comunistas, etc. Entre
ambos cauces, es posible identificar aun un cierto número de partidos y
movimientos que habiendo sido en mayor o menor medida influidos también
ideológicamente por el stalinismo, se esfuerzan sin embargo por mantener
posiciones de carácter revolucionario.
La mutación que se
opera en el comunismo al trastocarse en stalinismo corresponde en rigor a
un cambio en el enfoque de clase y no se reduce, por tanto, a
episódicas diferencias de táctica, o a tales o cuales rasgos
programáticos y concepciones organizativas, sino que es de carácter
global, paradigmático, cobrando una expresión permanente en todos los
planos de la acción política. Se trata de una transformación orgánica,
que abrirá una brecha profunda y definitiva entre dos perspectivas
políticas claramente diferenciadas y tenazmente enfrentadas en la
disputa por la conducción política, sea en el seno del "socialismo real"
o del movimiento obrero y popular en los países capitalistas.
Esta disputa enfrentará, por una parte, a quienes se identifican con
esta nueva ideología y proyecto político, que sintoniza con los
intereses de la burocracia del Estado en el seno de los "socialismos
reales" y es asumida también por los intelectuales nacionalistas y los
sectores de la burocracia sindical que se encuentran a la cabeza de los
partidos comunistas en los países capitalistas y, por otra, a los que,
buscando preservar la identidad teórica, política y organizativa del
socialismo revolucionario, se empeñan en dar continuidad a una expresión
política que corresponda lo más consistente y fielmente posible a los
intereses inmediatos e históricos de las amplias masas obreras y
populares.
En consecuencia, no resulta sorprendente que desde
posiciones reformistas, particularmente las de cuño estalinista, se
salga ciegamente en defensa del régimen orteguista. Desde una
perspectiva revolucionaria, en cambio, el conocimiento de la experiencia
histórica antes reseñada resulta clave para comprender que lo realmente
decisivo, tanto en un plano programático como estratégico y
organizativo, como lo atestigua por lo demás el desastroso final que
conocieron los llamados "socialismos reales" de Europa del este y lo
confirma ahora lo sucedido en Nicaragua, es y será siempre el real y
efectivo protagonismo político del pueblo trabajador.
En
efecto, como señalaba el primer considerando de los estatutos de la
Primera Internacional redactado por Marx, "la emancipación de la clase
trabajadora debe ser obra de los propios trabajadores". Ese es el
principio básico llamado a orientar todo el curso de acción de la
izquierda revolucionaria. Solo ello puede asegurar inequívocamente el
plantearse primero y empeñarse luego en profundizar y dar continuidad a
un proceso político transformador en la perspectiva del socialismo. Esto
supone impulsar, de manera persistente y decidida, una cada vez mayor
democratización sustantiva de la sociedad en todos los planos como base y
fundamento de todo genuino proyecto de emancipación social. Como lo
dice con claridad la letra original de la Internacional, el himno de los
trabajadores del mundo entero: “Ni en dioses, reyes ni tribunos está el
supremo salvador, nosotros mismos realicemos el esfuerzo redentor”.
La democracia y el socialismo, como caras opuestas de una misma moneda,
resultan ser indisociables y solo pueden tener un único y mismo
significado en términos prácticos: el gobierno del pueblo o, mejor aún,
el autogobierno de los trabajadores, consagrado a través de un marco
institucional que les reconozca, en su calidad de ciudadanos, un real
poder de decisión. La seudoizquierda procedente del stalinismo, en
cambio, se acostumbró a concebir el socialismo como un asunto que
concierne exclusivamente a la elite dirigente del Estado y del Partido,
la única que participa de los debates y que en definitiva posee un poder
de decisión real sobre los asuntos que definen el rumbo de un país. Es
esto lo que explica el reiterado interés manifestado por Ortega de
encarar los problemas del futuro político de Nicaragua mediante
negociaciones cupulares a puertas cerradas.
A nivel discursivo,
aunque las corrientes que proceden del stalinismo mantienen aun las
formas y el lenguaje de la tradición socialista, lo que para ellas
siempre pasa a primer plano son los intereses de la "patria", tras el
propósito de unificar a toda la nación en torno a sus prioritarios
objetivos de independencia y desarrollo. Fue precisamente el intenso
anhelo de reivindicación nacional –sobre todo en los países de la
periferia del capitalismo mundial, oprimidos y saqueados por el
imperialismo–, lo que ante todo llevó a muchos intelectuales a
identificarse con el movimiento comunista internacional e incorporarse a
sus filas, como lo han reconocido posteriormente de manera expresa
algunos de ellos. Pero la mutación ideológica que se opera en su seno
con el stalinismo, se convertirá en una inevitable fuente de equívocos
que a la larga terminarán por revertir los proyectos de transformación
social emprendidos bajo dicha bandera.
En efecto, el rol
político protagónico que bajo ciertas circunstancias históricas ha
llegado a desempeñar la burocracia civil y militar que se halla a la
cabeza del Estado está lejos de ser un fenómeno nuevo, asociado a las
vicisitudes del movimiento comunista. Sobre todo en las condiciones de
un capitalismo emergente, ello ha ocurrido muchas veces y es este el
fenómeno que el pensamiento científico-social ha buscado captar con el
concepto de bonapartismo. En grados y con características diversas, éste
puede reconocerse en experiencias tan variadas como las de los
regímenes instaurados en el siglo XIX por Bismarck o la revolución Meiji
en Alemania y el Japón respectivamente, o en el siglo XX por los
fascismos europeos, los militares turcos y árabes, los ayatolá iraníes o
los "socialismos reales", sobre todo del "tercer mundo".
El
denominador común de todas estas experiencias es que tales burocracias
se sienten ante todo llamadas a representar políticamente, por encima de
las clases, lo que ellas logran percibir como los intereses de su
nación, en un contexto mundial dinámico y cambiante, plagado de amenazas
externas. La ideología y consideraciones que las cohesionan y orientan
son esencialmente de carácter nacionalista. El enorme poder del Estado
es puesto a su servicio hasta el punto de constituirse en la principal
palanca del desarrollo económico. En el caso de los "socialismos reales"
esta fue la perspectiva que se abrió con la teoría staliniana del
"socialismo en un solo país", sirviendo luego de modelo para
experiencias ulteriores, con su secuela de agudos conflictos recíprocos y
su posterior tránsito a cauces capitalistas. Total, como lo expresara
gráfica y pragmáticamente Den Xiaoping, "no importa el color del gato
sino que cace ratones".
Por su parte, las corrientes que se
configuran al alero de esa ideología en el marco de las "democracias
capitalistas", se hallan también habituadas a cultivar las prácticas
cupulares y despóticas que son propias del reformismo. De allí que
consideren que un cambio favorable en la correlación de fuerzas solo
puede surgir de algún pacto o alianza entre las cumbres partidarias,
siendo esto lo que en definitiva determinaría el límite de lo posible.
Este modo de razonar sobre el significado de la práctica política se
contrapone frontalmente también con la lógica esencialmente clasista y
plebeya de toda orientación revolucionaria, que dirige preferentemente
su atención y su accionar hacia los oídos receptivos de las masas
trabajadoras.
Para los revolucionarios el eje de la acción
política consiste siempre en intentar elevar los niveles de conciencia,
organización y movilización del pueblo trabajador. En consecuencia, la
definición programática básica de una izquierda genuinamente
revolucionaria apunta no solo a plantearse la necesidad de superar el
capitalismo y su compulsivo, a la vez que social y ecológicamente
autodestructivo, criterio de racionalidad económica, sino también en
concebir al socialismo como sinónimo del más pleno imperio de la
soberanía popular, lo cual significa una democratización global de la
vida social en todos los planos: económico, social, político y cultural.
El gran desafío consiste, entonces, en tornar posible lo que
hasta ahora no lo ha sido, es decir, en "hacer posible lo imposible".
Sin esa convicción y decisión ningún cambio revolucionario se habría
hecho jamás realidad. Fue precisamente esa convicción y decisión las que
impulsaron a liderazgos como los de Lenin, Trotsky, Mao, Tito o Fidel a
enfrentar a los grandes poderes existentes, aun cuando en el caso de
estos últimos predominasen ya objetivos de carácter nacionalista. En
cambio la práctica de la vieja izquierda socialdemócrata y de la mayor
parte de la staliniana, invocando como algo elemental un supuesto
"realismo político" –secundada ahora también por algunas corrientes
políticas emergentes–, consiste en alentar, como única alternativa
posible a las políticas neoliberales que impulsa el gran capital, la
formación de una amplia convergencia de fuerzas meramente
"progresistas".
Pero para permitir y preservar la amplitud de
dicha convergencia, el proyecto político de este "progresismo" no puede
pretender ir más allá del mínimo común denominador que la hace posible. Y
en definitiva, ello no es más que un simple intento de presionar al
gran capital para que, en función de su propio interés a largo plazo, se
allane a aportar una mínima parte de sus fabulosas ganancias para
aumentar el gasto social a fin de "comprar" con ella un poco de "paz
social". En esto consiste básicamente la orientación política que en
definitiva ha caracterizado a gobiernos como el de Correa en Ecuador,
Morales en Bolivia, los Kichner en Argentina, Mujica en Uruguay, Lula en
Brasil u Ortega en Nicaragua, impulsores de un tibio y deslavado
nacionalismo sin identidad de clase, si es que no directamente burgués, y
en alto grado paternalista.
En rigor, la verdadera alternativa
al capitalismo salvaje neoliberal no es la de un ilusorio "capitalismo
con rostro humano" sino la humanización efectiva e integral de la vida
social, es decir, el socialismo. Las corrientes que proceden de la
tradición staliniana, socialdemócrata o populista, invocando
resignadamente la perspectiva del "posibilismo" aparentemente dictada
por una correlación de fuerzas desfavorable, a lo más que aspiran es a
instalar un modelo de administración del capitalismo menos cavernario
que el neoliberalismo. Pero si las fuerzas que se reclaman de la
izquierda quieren tener algún futuro acorde con el proyecto emancipador
con el que dicen identificarse no pueden limitarse a levantar una
alternativa como esa, es decir, ¡no pueden arrojar a Marx al tacho de la
basura y aferrarse empecinadamente a Keynes!
Cabe añadir que el
reformismo, en su pretensión de imponer o mantener su hegemonía sobre
movimiento obrero y popular para tornar viable su fraudulento proyecto
de humanizar al capitalismo, siempre ha percibido como su principal
amenaza a las corrientes revolucionarias que denuncian con decisión el
verdadero significado de su accionar. Es por ello que los reformistas
difaman y atacan a estas corrientes con la mayor virulencia: así como la
socialdemocracia alemana calumnió, reprimió y asesinó con ayuda de los
freikorps a los espartaquistas y los stalinistas calumniaron,
reprimieron y asesinaron posteriormente a la mayor parte de la vieja
guardia bolchevique, así también observamos que lo hacen ahora los
orteguistas con los luchadores populares que se oponen sus políticas.
Por último, hay en todo esto involucrada también una ética de la acción
política. Dado que lo que distingue a unos de otros son sus fines, la
violencia como instrumento de acción política no puede dejar de tener
para la izquierda un significado muy distinto al que se puede apreciar
en el uso que de ella hace la derecha: si para esta última es un
instrumento de opresión destinado a silenciar y destruir toma
manifestación de descontento y lucha emancipatoria, para la izquierda
solo puede ser un instrumento de defensa, proporcional a la intensidad
de la agresión, y de acción emancipadora, destinada a conquistar
derechos y libertades. No cabe sobrepasar esos límites que hacen de ella
un medio legítimo de acción ya que la izquierda debe exhibir una clara
consistencia democrática entre sus fines y sus medios. Y lo mismo vale
para el respeto a la verdad, que como sostuvo Gramsci "es siempre
revolucionaria", como instrumento de emancipación de los oprimidos.
Conclusiones
Las lecciones de lo sucedido en Nicaragua son múltiples, pero sin duda
las más importantes, al menos desde una perspectiva socialista y
revolucionaria, pueden resumirse en tres:
Primero ha puesto
claramente de relieve los límites de –y en definitiva el fracaso en que
se resuelven– las políticas "progresistas" de una izquierda de
orientación reformista que, abandonando la perspectiva del socialismo
como proyecto histórico de emancipación de los trabajadores,
ilusoriamente se empeña, de manera resignada, en intentar conciliar los
intereses del gran capital con los intereses, derechos y anhelos
mayoritarios del pueblo trabajador. La lógica de la valorización del
capital como principio ordenador de la actividad económica, tanto a
escala nacional como mundial, se impone inexorablemente en detrimento de
las inmensas posibilidades que el actual desarrollo científico-técnico
ha abierto a la valorización de la vida, que es el criterio de
racionalidad económica que solo el socialismo puede hacer posible.
A su vez, la toma de posición que ante lo ocurrido en los últimos meses
en Nicaragua han adoptado aquellas corrientes de la izquierda que son
política e ideológicamente tributarias de la tradición staliniana, y
también la situación de aquellas otras que, sorprendidas y perplejas,
han preferido permanecer en silencio, revela la magnitud de la crisis de
perspectivas, es decir la desorientación mayúscula, en que todas ellas
se debaten. Ante esto no puede resultar más claro que tales corrientes,
que han borrado de su horizonte visual la posibilidad del socialismo y
se aferran empecinadamente a la política del mal menor, no están en
condiciones de constituir una alternativa real, consistente y
consecuente, al "neoliberalismo", capaz de expresar sobre la arena
política los intereses, derechos y aspiraciones del pueblo trabajador.
Todo ello, pone a su vez de relieve la imperativa y urgente necesidad
de trabajar denodadamente en la construcción una alternativa política
revolucionaria que, apoyada en la inmensa y rica experiencia de luchas
acumulada por el movimiento obrero y popular a escala mundial, se
muestre capaz de ir abriendo nuevamente en todas partes camino a una
perspectiva socialista mediante una clara y consecuente lucha de masas
por una democratización sustantiva de la sociedad en todos los planos.
La magnitud de la crisis global a la que el desarrollo del capitalismo
ha arrastrado a la humanidad, expresada hoy a escala global en las
abismales desigualdades económicas y sociales existentes, la catástrofe
ambiental en curso y la amenaza de nuevos y mayores conflictos bélicos
autodestructivos, lo demanda de manera perentoria.
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