Ilán Semo
Si se observan las   
disímbolas formas de la rebelión que ocurrieron en distintas partes del 
mundo en 1968, lo que destaca de inmediato son las visibles diferencias 
que definieron a las revueltas europeas de las que conmovieron a Estados
 Unidos y México.
En Europa las rebeliones movilizaron estudiantes y fuerzas de la 
cultura que situaron a los herederos de los saldos de la II Guerra 
Mundial –y los protagonistas de la denominada Guerra Fría– en un hálito 
der anacronismo. En París, De Gaulle fue el centro del encono y en 
Praga, desencadenó un intento de desmantelar al viejo régimen 
estalinista.
Pero si algo esperaban los movilizados en ambos lados del Muro era un flashback
 del siglo XX: el retorno del movimiento de las fábricas a la promesa 
largamente incumplida de protagonizar la inversión del orden de la 
posguerra. Y en cierta manera así sucedió.
En París, fue la huelga general la que terminó con el General (De Gaulle), y en Praga, la movilización que nunca pudo encontrar salida hacia un 
socialismo con rostro humano. No fue la última vez que el mundo del trabajo protagonizó la agonía de su propia ilusión. En los años 70, en Italia se fijó el paradigma –tan poco estudiado– de la autonomía como comunidad, y en Polonia, una escena esencialmente retro capturada por expresiones hibernales del nacionalismo y la religión.
En Estados Unidos sucedió algo muy distinto. Malcolm X, los Black Panthers y
 Martin Luther King cristalizaron un fenómeno único en el siglo XX: un 
lugar paradigmático donde etnicidad y política se encontraban de una 
manera que resultaría irreversible.
Malcolm X como el emblema más inquietante y Luther King como su 
subrogación. Junto a los empeños por los derechos civiles surgió el 
rechazo al primado de la guerra (de Vietnam) y a la guerra en general 
–lo cual modificó la naturaleza de la guerra misma; el feminismo de 
segunda generación– ya orientado no hacia el principio exclusivo de la 
equidad, sino hacia el descubrimiento de la noción de la diferencia, un 
concepto que lo volvería efectivamente envolvente bajo una máxima 
singular: los dilemas por la soberanía del cuerpo; el ecologismo, que 
replanteaba la relación entre la naturaleza y las signaturas de lo vivo,
 al menos en su versión radical; los movimientos por la diferencia 
sexual y las nuevas formas (no familiares de convivencia).
Visto desde esta perspectiva, el 68 europeo aparece como un gran acto
 de rencuentro con una historia a punto de disiparse, mientras que los 
que acontecieron de este lado del Atlántico como pequeñas y grandes 
fábricas de la innovación.
Desde la década de los años 80, los paradigmas de una nueva 
politicidad emergieron para fijar cartografías inéditas de la 
subalternidad, un paso que podría resumirse en el tránsito de la 
economía política como centro de la conflictividad social a la 
biopolítica como el espectro difuso –pero siempre constante– de una 
nueva radicalidad.
Biopolítica no significa más que la emergencia de una multitud de 
centros de autodespliegue, cuyo mapa se puede desdibujar a lo largo de 
las defensas de lo vivo y la vida como paráfrasis general.
Hay tres momentos notables que han marcado a este giro que ha caracterizado a la vida pública en la época de la posguerra fría:
1) La irrupción de los movimientos de género y su transformación en un 
sujetoque ha politizado lo inalcanzable: toda la esfera de las relaciones primarias y la dismetría entre la vida privada y el orden público. Si se quiere: la agonía de lo privado. Base fundamental de la experiencia moderna.
No se ha pensado con detenimiento que toda la nueva beligerancia de 
género a a la antigua conflicto contra la subyugación del género y que 
se trata de una vía porosa y franca para fijar relaciones de poder que 
sean efectivamente simétricas.
2) Los cuerpos en fuga que se constituyen como nuevas comunalidades 
(étnicas, migrantes, nómadas o simplemente accidentales) y que observan 
al centro de las urbes como grandes estaciones de paso con la extrañeza 
de un mundo inescrutable.
Nada ha causado más rupturas en las antiguas identidades sociales que
 la transformación de las sociedades modernas en sociedades de nómadas 
que no sólo han renunciado a su casa, sino que se dirigen a lugares 
donde tampoco la esperan.
3) La crisis radical de la familia, que ha hecho de la soledad un 
tema más que público, una rasgadura política y social. Si Hegel no se 
equivoca, y la 
estructurade la sociedad se finca efectivamente en lo privado, lo civil y lo público, se trata de la demolición de su base primaria. Pero una demolición secreta, casi inaudible, que asoma a cada segundo en la despoblación de las formas de empatía.
Tal vez no hemos entendido (o simplemente no hemos reflexionado 
suficientemente en) este paso de la economía política como centro del 
imaginario a la politicidad que encuentra en el cuerpo a lo propia 
experiencia desnuda de ese mundo. Lo cierto es que se requiere de una 
gramática por completo nueva para avizorar cómo las salidas de aquello 
que anega a la condición actual se hallan en las presencias 
intempestivas de esa condición.
 
 
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario