Ilán Semo
La Jornada
Goethe, el poeta alemán,
escribió alguna vez que si pensar es de por sí difícil y actuar lo es
más aún, el verdadero desafío consistía en poner los pensamientos de uno
mismo en acción. A más de dos siglos de distancia, el desafío de reunir
al pensamiento con la acción parece asediado por barreras y trampas
infranqueables, cuando no inescrutables. No parece tan complejo acometer
el intento de alinear las intenciones con las dificultades que
representa ponerlas en acción. Y sin embargo, las consecuencias de
nuestro accionar quedan, cada vez con mayor angustia, a la deriva de la
más absoluta arbitrariedad.
Robespierre se inspiró en Voltaire y Rousseau. ¿Qué habrían dicho
ambos del furor de la guillotina después de 1794? Y sin embargo, la vía
franca que mereció la República después de 1798 redimió incluso al
propio Robespierre. Si algo no imaginó Nietzsche fue quedar entrampado
en la ciénega del fascismo. Paradójicamente, fue la izquierda la que
entrevió que no pertenecía a ese infierno. ¿Y qué decir de Marx? Nada
más lejos de su pensamiento que la noche amarga del stalinismo. Aunque
no parece haberlo mellado como se pensaba hasta hace poco. En palabras
del poema La noche del cuerpo, de David Huerta:
un vapor de demonios rodea los testimonios. Acaso fue Wittgenstein el que tenía razón:
El destino de todo gran pensamiento es trágico.
En su texto clásico sobre El científico y el político, Max
Weber advirtió este dilema hace más de un siglo. En la condición
moderna, nuestra condición, el mundo del pensamiento y el de las
decisiones (léase: el de la política) se encontrarían irremediablemente
separados, cuando no enfrentados entre sí.
Y sin embargo, hay casos que refutan esta fatalidad. El más reciente
proviene no de una mente genial, ni de un intelectual denodado, sino de
la inclemente esfera de la política: José Mujica, ex presidente de
Uruguy, fundador del Movimiento de Participación Popular, uno de los
vértices del Frente Amplio, y antiguo dirigente de la organización
guerrillera Tupamaros.
Si una cualidad ha distunguido a su obra –y a la mayor parte de su
vida– es precisamente la de mostrar que el pensamiento es una pieza
sutil y esencial de la acción, y que la acción sólo puede marcar la
diferencia cuando encuentra su expresión singular en el mundo de la
reflexión. Una de las raras figuras actuales que nos ha devuelto la
confianza en un principio que parecía extraviado en el laberinto del
mundo público de hoy, en el que las palabras, al parecer, se gastan cada
vez más en vano. El principio de que las palabras cuentan, de que una
acción deviene prolífica cuando halla su correspondencia en las formas
de la crítica que la proyectan en su justa medida.
Hay muchas maneras de hacer política. La más grave, y la más
resilente, como se acostumbra decir hoy, es la que ve en ella un trámite
para hacerse de privilegios y poder. Pero hay otra manera de ver la
política. Aquella que busca un camino para hacer posible lo que parece
imposible, para destrabar las aporías de la indiferencia. La política
entendida como una reforma constante de la vida. Según Mujica
es una aventura que significa dedicar una parte importante de nuestros esfuerzos a la suerte de los demás bajo la utopía de que es posible cambiar a la vida misma.
Aquí se encuentra acaso uno de los misterios de Mujica. Una visión
alternativa –que es a la que aspiraría la izquierda– no tiene nada que
ver con las cifras vacuas del crecimeinto –la magia negra de la
economía–, ni con los llamados a la precariedad de la asuteridad, ni con la sociedad del rendimiento, ni con los abismos de la insatisfacción permanente del consumo. Por el contrario, debería estar centrada en la reforma constante de los tejidos de la vida.
Para Mujica la vida es aquello que reservamos para la creación, para
estar con los nuestros, para entregarnos a lo que nos vuelve plenos.
Correr detrás del consumo, de las
zanahoriasaclamadas por las instituciones, del rendimiento por el rendimiento, es hacer estallar la vida a cada instante en uno y mil pedazos. Hay que blindarse contra ello, de la manera que sea.
Mujica tiene muchos críticos en la izquierda y, como es de esperarse,
en la derecha. Pero hay algo que lo distingue, casi como un exotismo.
Ese algo es un exorcismo. Desde los años treinta, las franjas más
lúcidas del pensamiento crítico advirtieron que la crítica al
capitalismo pasaba inevitablemente por la crítica a la modernidad. No se
podía mimetizar un sistema que abate la más preciada de todas las
libertades: la libertad de autofigurar el propio ser. Mujica ha sido uno
de los raros políticos que se tomó en serio esta advertencia. Si lo
logró o no, es otra historia. Al menos, trato de allanar ese camino. Y
eso vale en sí una vida.
En la recepción del doctorado honoris causa que le entregó la Universidad Iberoamericana resumió su biografía con esta palabras:
Algún día soñamos con transformar el mundo. No lo logramos. Pero al menos, lo intentamos.
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